Curioso: estábamos muy acostumbrados al relativo anonimato de los condenados a muerte. Solían ser individuos de conducta objetivamente reprobable: asesinos dotados de especial crueldad, tipos de aspecto patibularia cuya mirada en la foto policial parecía revelarnos de forma inequívoca sus intenciones. Estábamos muy acostumbrados, también, a que ciertos hitos criminales se combinaran con el suicidio de quienes los perpetraban. Así que muchos crímenes han quedado, en lo concerniente a sus autores materiales, como carpetas cerradas. Pero en las últimas horas hemos sabido de sendas sentencias a muerte cuyos, digamos, protagonistas, han traspasado la barrera del anonimato: Dzhokhar Tsarnaev, autor, junto a su hermano ya fallecido, del atentado de Boston (el de la competición de atletismo de Boston) y Mohamed Mursi, fugaz presidente del Egipto famoso de la primavera, condenado con un extraño pretexto que suena a excusa. En ambos casos, relacionados, hasta cierto punto, con la radicalización del islamismo, en ambos casos, sentencias que, nos tememos, traerán cola. En el caso de Mursi, sentencia que ha de superar el beneplácito de un muftí, actividad suprema religiosa, cuya opinión no es vinculante. Pero que va a pronunciarse. Con mi lectura de Houellebecq aún reciente. Con ese exasperantemente ininspirado post que complementó a mi reseña. Oh, ¿Es que ya no soy capaz de exponer las vísceras en un escrito? ¿No soy capaz de soltar con todo el descaro que me fascina lo que Houellebecq escribe porque me encanta cómo Houellebecq es? Al margen de mis frecuentes pataletas, que la posible ejecución de estos dos personajes vaya a ser fruto de discusión y de polémica acaba produciéndome cierta excitación. Sociedades dispares como la estadounidense y la egipcia toman decisiones radicales y ambas acarrean la desaparición física, la creación de un mártir que decorará camisetas en unas semanas, y me quedo corto. Y además nos enteramos que Osama Bin Laden fue delatado a cambio de 25 millones de dólares, que no hubo heroica operación de espionaje y neutralización de un terrible enemigo sino transacción financiera y captura de un líder débil y superado por el descontrolado dinamismo de sus seguidores.
Lecturas: varias que no acaban de tener el arranque arrasador que suele provocar que dé cuenta de ellas en unos pocos días. La hondonada, de Jhumpa Lahiri, historia de dos hermanos hindúes que se prolonga en el tiempo, prosa solvente pero aún lejos de esa sensación de necesidad de saber qué pasa a continuación. Y Reparar a los vivos, de Maylis de Kerangal, historia que mezcla surf y trasplantes de órganos, puro azar que lo tomara del estante de novedades de la biblioteca, en una especie de intento de demostrarme a mí mismo tanto mi capacidad de improvisación como mis escasas opciones de superar cierta manía que me ha dado con Caldwell. Echo de menos a sus personajes grotescos, estúpidos y desarraigados, quiero otro Ty Ty u otro Spence cuya conducta comprender y reprobar a la vez.
Los buenos: mi aportación se está perfilando más en mi cabeza que en el papel, y Álex Azkona ha asumido el ingrato papel de coordinar todo este asunto que yo desearía descoordinado, de insistir a la gente y recordarles quiénes somos y de dónde venimos, cosa que, especulo, hará especialmente dura la cuestión de llegar a un acuerdo sobre el reparto de los beneficios, que va a haberlos.