Revista En Femenino

Ya no me saben tan dulces

Por Expatxcojones

Ya no me saben tan dulces

expatriadaxcojones.blogspot.com


El Kalvo trae una caja de fresas bajo el brazo. Recién cogidas, su olor es intenso y el color, deslumbrante. Es la fruta que más me agrada. Yo no suelo comer mucha, pero las fresas son una excepción. Pero hoy, toca la excepción de la excepción. No me apetece comer fresas. Ya no me saben tan dulces. ¿Por qué?La respuesta se me apareció sin haber siquiera buscado la pregunta. Hace exactamente seis días, dos horas y veinte minutos.
   —Hola ¿Qué tal? ¿Ya te encuentras mejor? —me pregunta Ilíasnada más descolgar el teléfono.   —Sí. Todavía arraso un poco el constipado pero lo peor ya ha pasado.   —Qué bien. Quería pedirte un favor.   —Dime.   —Los de Oxfam nos han encargado cuatro vídeos y voy un poco perdido con el guión. ¿Podrías echarle un vistazo?   —Sí. ¿Cuándo quieres que nos veamos?   —Cuando te vaya bien.   —¿Esta tarde?   —Vale.   —¿En la Gelaterie? ¿A las seis?   —Ok, perfecto. Muchas gracias.   —De nada. Hasta luego.   —Hasta luego.
Cuelgo el teléfono y sigo trabajando en mis cosas. Al mediodía como sola y tardo en hacerlo veinte minutos. Leo un rato. A las cuatro, recojo a los niños en el cole, les doy la merienda y me los llevo al tenis. Pasamos la tarde. Terremoto con sus patines, La Peque correteando a su bola. Cuando quedan cinco minutos para las seis, el Kalvo aparece en escena y hacemos el relevo. Él se queda con los niños y yo me dirijo a la cafetería donde he quedado con Ilías. Antes de llegar, lo veo, al otro extremo del paso cebra. Lo espero. Nos saludamos. Entramos en la Gelaterie, buscamos una mesa apartada y empieza a explicarme el proyecto.
   —Tenemos que hacer cuatro vídeos de cuatro minutos cada uno —Ilías hace una pausa porque se acerca el camarero.Le pide un zumo de naranja; yo, otro—. Son piezas independientes pero, al mismo tiempo, interconectadas porque tienen como nexo las condiciones de trabajo en el sector de la recogida de la fresa.
Pongámonos en situación: Cerca de Tánger, a tan sólo una hora en coche, se encuentra la zona de Larache, famosa por sus campos de fresas. Kilómetros y kilómetros de invernaderos. Kilómetros y kilómetros de paisaje teñido de rojo. Kilómetros y kilómetros de sufrimiento humano; ahora lo sé.
Más de 20.000 mujeres trabajan recogiendo, transportando, cortando, seleccionando o empaquetando esta sabrosa fruta. Lo hacen en unas condiciones de esclavitud.
¿Por qué? Porque las empresas —la mayoría multinacionales con los despachos en países del norte de Europa— quieren vender barato y para vender barato se ha de producir, todavía, más barato. El 80% de la producción marroquí se exporta al mercado extranjero y, en este mercado, capitalista y globalizado, lo único que importa es el precio. Ni la calidad ni la dignidad; sólo el precio, cuanto más bajo, mejor.
Dicho esto, continuemos.
Ilías abre su ordenador. Aparece en pantalla el documento. Un guión —por llamarlo de algún modo— que resume brevemente los cuatro temas a tratar. El primero es la violencia, tanto verbal como física, que sufren las mujeres a manos de los capataces y encargados de la explotación agrícola.
   —La violencia verbal es muy común y, por desgracia, también la física. Las insultan y las golpean por cualquier cosa. Las encierran en el váter como castigo. Tenemos el testimonio de una chica que explica su experiencia. Hemos tenido suerte porque la mayoría tienen miedo y no quieren habar.   —¿Y cómo lo haréis para grabar las imágenes? Supongo que no os habrán dado permiso para entrar en las fábricas…   —No, claro. Hemos pensado darles móviles y que sean ellas las que graben con los teléfonos.   —Bien. Continúa.   —Lo que decía…. tenemos el testimonio de una chica que ha sido violada.   —¡Qué!   —Sí. La violó su capataz, con tan mala suerte que se quedó embarazada. Evidentemente, la han despedido del curro y su familia la ha echado. Ahora está en una casa de acogida. El problema es que no es un hecho aislado. Hay un estudio que dice que una tercera parte de las chicas han sufrido abusos sexuales.   —¡Joder!
Hablamos de cómo preparar el rodaje. Concretamos las preguntas de las entrevistas. Planteamos posibles transiciones. Un buen principio y un buen final, son fundamentales. Nos pasa el tiempo sin que nos demos cuenta y eso que acabamos de empezar.
Decidimos ir a mi casa. Los niños están a punto de acostarse. Pediremos unas pizzas y continuaremos trabajando allí, más tranquilos. Caminamos los cinco minutos que separan la Gelaterie de mi edificio. Al llegar, nos encerramos en mi despacho y nos ponemos con lo nuestro.
   —Con este vídeo queremos poner sobre la mesa el tema del estereotipo —empieza diciéndome Ilías—. El de estas chicas es un trabajo muy mal visto por la sociedad. Tiene asociado un gran estigma. Yo no lo sabía pero existe la opinión generalizada de que las chicas que trabajan en las explotaciones son unas putas.   —¿Por qué?    —Por lo que hablábamos antes. Hay muchos casos de abuso sexual, muchas chicas violadas, embarazos… la gente asocia una cosa con la otra y la que acaba pagando el pato es la mujer. Piensa que la mayoría de las trabajadoras son jóvenes, de entre 14 y 30 años. Aunque la ley prohíbe el trabajo a los menores de dieciocho, se hace la vista gorda y muchas empiezan siendo unas niñas. Son presas fáciles.   —¡Las explotan, las agreden, las violan y las putas son ellas!   —Estas mujeres trabajan para a sacar adelante a sus familias. Hacen jornadas larguísimas y a eso hay que sumarle las tareas domésticas. Ya sabes, esta es una sociedad muy machista… Se levantan a las cuatro de la madrugada para dejar la comida hecha. A las cinco, cogen el autobús. Trabajan doce horas de pie, con la espalda inclinada, sometidas a las inclemencias del tiempo. Regresan a sus hogares a las ocho de la tarde sin ganas de nada. Cobran una miseria —noventa euros la quincena trabajada— y nadie les reconoce el esfuerzo. Sus propias familias, que viven de su trabajo, las ningunean.    —¿Y quién se ocupa de sus hijos?   —Esta es otra. Muchas no tienen ni documento de identidad. La mayoría vienen del campo, con lo cual sus hijos, al no estar registrados, no pueden ir a la escuela. A los responsables de las fábricas les interesa que sean analfabetas. Por eso las reclutan en las aldeas. Cuanto menos sepan, mejor. Más fácil manejarlas, intimidarlas, hacer con ellas lo que quieren. No les pagan la seguridad social, ni les hacen contrato, adiós a las horas extras o los pluses de fin de semana, evidentemente, nada de vacaciones..   —Un chollo…   —La mayoría ni se queja, al menos tenemos un trabajo, dicen. Esa es la mentalidad.
Ilías me habla de las chicas que participarán en el vídeo. Podrían llamarse Khadija, Aminah o Farida; da lo mismo, sus historias son tristes y desesperanzadoras por igual. Me parece increíble que esto suceda en pleno siglo XXI en un país que, además, se jacta de estar construyendo el mayor puerto marítimo del continente africano.
   —Con el tercer vídeo pretendemos mostrar cómo el trabajo repercute en su salud. Trabajan en las cámaras frigoríficas sin el vestuario adecuado. No existe ningún reglamento de seguridad. Al cabo de un tiempo empiezan a tener problemas de reumatismo, dificultades respiratorias… —Lo que les faltaba….—No es sólo su salud; es que esto repercute en su bolsillo. Una parte importante del sueldo se lo dejan en las consultas médicas y en la farmacia.    —Me estoy deprimiendo…   —Hablamos con una chica —me dice Ilías— y tuve que aguantarme las ganas de llorar. Lo que nos contaba era tan fuerte, me dio tanta pena…   —¿Qué le pasaba?   —Sabes que en Marruecos, la mayoría de la gente no utiliza el papel de váter. Después de mear, se lavan con agua.    —Sí. ¿Y qué?   —Pues en su fábrica, el agua que utilizan para el baño proviene de un bidón. No hay agua corriente. Y por lo visto, ese agua con la que se lavaban contenía restos de sustancias químicas. No sé… abonos, fertilizantes… Ves a saber. La chica empezó a sentir un escozor en sus partes, fue al médico y le dijeron que tenía los tejidos dañados y una infección de tres pares de cojones… dice que ha perdido la virginidad    —Bueno… lo de perder la virginidad… en este caso… tampoco es exactamente así.   —Para ti, no. Para mí, tampoco. Pero la chica está destrozada y se siente culpable. Ya sabes que en nuestro país la virginidad es el valor más preciado que tiene una mujer.
Ha oscurecido. Los niños hace rato que duermen. El Kalvo está espachurrado en el sofá viendo la BBC. Mientras, nosotros continuamos evaluando las opciones. Contando los minutos. Planificando las secuencias. Eliminando las intervenciones de los profesionales.
   —Como espectadora me importa un pimiento la opinión del experto de turno. Me interesa el testimonio de las chicas. Ellas son las protagonistas. ¿Entiendes? — Y al decirlo, me siento con los pies en plan indio. Y al hacerlo, me doy un golpe con la mesa. Así que los vuelvo a sacar y sigo con mi perorata—. Además, sólo dispones de cuatro minutos, si fuera una pieza de media hora, aún tendría un pase, pero cuatro minutos es muy poco tiempo. Tienes que ceñirte a lo esencial y lo esencial son ellas, no los bustos parlantes.    —Ok. Los eliminaré. Nada de abogados, psicólogos ni médicos. Sólo las chicas.   —Bien. A por el último. ¿De qué iba?   —Del transporte.   — ¿Qué habéis pensado?   —Acompañarlas desde la parada dónde las recoge la furgoneta hasta la entrada de la fábrica. Si es que cabemos…   —¿Por?   —Las fábricas se encargan del transporte. Les ponen una furgoneta, pero si tiene capacidad para diez personas, colocan a cincuenta o sesenta chicas. Y el viaje puede durar más de una hora. Queremos hablar con el chófer porque nos suponemos que cobra por trayecto, no por viajero. Por eso carga la furgoneta hasta los topes, para reducir gastos y maximizar los beneficios.   —Tonto el último, que diríamos en España.   —Lo más surrealista es que ellas pagan por el servicio. La fábrica lo organiza pero ellas lo sufragan. Pagan un euro al día. Si tienes en cuenta que cobran 180 euros mensuales y que 30 se los gastan en viajes… tienen 150 euros para vivir.   —Es menos del salario mínimo, ¿no?   —Sí. El mínimo son 210 euros al mes.
Hablando, hablando nos hemos olvidado de las pizzas pero, al menos, ya hemos terminado. Acompaño a Ilías hasta la puerta y quedamos en vernos otro día. Antes de irse me invita a sumarme al rodaje.
   —Te avisaré cuando tengamos las fechas cerradas —me dice ya traspasada la puerta, una mano en el botón del ascensor.   —Perfecto. Si puedo, me vengo. Me parece muy interesante. La gente ha de saber estas cosas. Ánimos, que saldrá bien. Lo más importante ya lo tienes, que son los testimonios de las chicas.
El ascensor ha llegado. Ilías vuelve a darme las gracias y desaparece tras las puertas metálicas. Cierro con llave y me siento en el sofá junto al Kalvo, pero, todavía, con la mente puesta en los campos de fresas que, después de lo de hoy, ya no parecen tan dulces.

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