Peter Buckley es un púgil de Birminghan que acaba de retirarse con el dudoso honor periodístico de ser "el peor boxeador del mundo". Sus números parecen acreditarlo así: doscientas cincuenta y seis peleas perdidas de un total de trescientas celebradas. Pese a ello nunca pensó en la retirada, nunca en desistir. Le gustaba el boxeo, y preparaba los combates con la ilusión del principiante y el pragmático consuelo de que de esa forma conseguía mantener a su familia.
Aquí podemos verlo con la cara hinchada en su última actuación, machacado pero feliz por, finalmente, haber vencido y culminar una trayectoria que, de alguna extraña manera, le fue proporcionando mayores dichas que penas.
Yo no soy Peter Buckley. En primer lugar, porque no me considero el peor escritor del mundo. Es algo que llevo haciendo desde la adolescencia, hace más de veinticinco años, y he contado con el aliento y la valoración de las suficientes voces cualificadas, a lo largo del tiempo, para que esta suerte de vocación tenga el suficiente anclaje en la realidad, y no se trate de un simple ejercicio de ego, como tan frecuentemente ocurre. Me parezco a él, sin embargo, en la persistencia, en la disciplina, en la capacidad de esfuerzo casi ilimitada para tratar de desarrollar mis pocas o muchas habilidades. También lo siento afín en las maravillosas compensaciones que he ido recibiendo de mi actividad: no sólo me ha dado infinitos momentos de placer -cuando aquello en lo que trabajada el Fran escritor le parecía ilusionante al riguroso Fran lector que lo enjuiciaba-, sino que me ha ayudado mucho a entenderme mejor, y a entender el mundo; también, de paso, me ha convertido en un profesional del derecho que maneja con habilidad la principal herramienta en el que tal disciplina se desenvuelve: el lenguaje, la capacidad de persuadir, de argumentar, de rebatir, de trazar estrategias y buscar resultados; aspectos que, por mucho que se empeñen últimamente, no pueden enseñarse en un seminario de dos días o a través de un libro. Son cientos de libros los que te hacen aprender a utilizar la palabra, no precisamente jurídicos, pero siempre apasionantes en su diversidad. A diferencia del boxeador, nunca me he planteado seriamente recibir un dinero por lo que hago. Al menos no como ambición o proyecto de vida. Precisamente porque mi trabajo remunerado va por otros derroteros, y en él tengo que pelear a menudo por encima de mis fuerzas, la literatura siempre ha constituido para mí un territorio de libertad, un "pasar al otro lado", como fugándome de la realidad, y donde no cabían excesivas exigencias, plazos, órdenes o propósitos. Ahora bien, siempre he buscado lo que resulta connatural a cualquier escritor: lectores. Acepto que existan personas que garabateen folios para sí mismas, eso sí, siempre que no lo hagan público y menos aún lo divulguen a través de la red. Publicar es buscar lectores, ni más ni menos.
Cuando concluí "Una cuestión de prueba" la perspectiva de llegar a un cierto público se disparó muy por encima de lo habitual: no sólo porque la novela se mostraba más accesible y capaz de satisfacer gustos muy diferentes, sino porque comencé a recibir un poderoso y emocionante feedback tanto de lectores/as de mi entorno como del -ay- mercado editorial. Y aquí empezaron los problemas. No es plato de gusto rememorar las expectativas abiertas y lenta, agoniosamente clausuradas, los silencios torturadores, las faltas de respeto, el compadreo no admitido ni solicitado, la certeza de la corrupción que envenena el mundo cultural tanto o más que el financiero-económico -al que el primero mira desde una inexplicable posición ética-... En estos días se ha caído la que consideraba última oportunidad de publicación, y he decidido decir basta. Yo no soy Peter Buckley. Para bien o para mal, basta de golpes en la cara.
Son habituales, con motivo de la publicación de obras póstumas de escritores inéditos en vida, los regodeos periodísticos en los rechazos editoriales sufridos, en plan "si se levantase de la tumba y viese lo que ha ocurrido ahora con su obra...". Pues bien, voy a aventurarme a hablar por todos esos muertos y afirmar que no, no se sentirían dichosos o regocijados, más bien se les llenarían los ojos de lágrimas y pensarían, sin duda con tristeza, que pese al reconocimiento del ahora el dolor sufrido en el ayer no habría merecido la pena. Que hubiesen deseado una pequeña ayuda, unas palabras de afecto, una señal de respeto, un impulso moral... aunque se tratase de meras muestras de buena educación, tan escasa en la sociedad en que vivimos. Recordarían lo solos que se habrían sentido, y la sensación entre indignante y humillante de no poder acceder al recinto del gremio, pese a saberse menos torpes que unos cuantos de sus miembros... La fiesta morbosa con que ahora exaltamos la casualidad del manuscrito escondido, o del amigo infiel que decidió no quemar los papeles, les produciría asco. Sentirían, como dijo el poeta, nostalgia de lo no vivido.
A lo largo de los últimos años he ido elaborando este blog como una especie de dietario de lecturas. Para mi sorpresa muchas de las reseñas fueron reproducidas, linkeadas y aplaudidas por los editores, autores o intérpretes de las creaciones, ya se tratase de música o lectura. Muy pocos tuvieron la gentileza de enviarme una nota amable. Y ninguno la de curiosear en mi obra e, insisto, por mera educación, recomendarla o visibilizarla con un mínimo esfuerzo. Aunque nunca me planteé la crítica literaria con intención alguna -escogía los libros o discos conforme a mi criterio, y sin atención al calendario de novedades-, lo cierto es que a medida que pasaba el tiempo se me iba poniendo cara de idiota. Tan sólo por el número de lectores de alguno de los posts estoy seguro de que "Un apartamento en Ventura" ha hecho bastante más por ciertas obras que los medios convencionales, donde apenas han tenido acceso. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo cerca un cuaderno donde aparecen las que serían reseñas futuras: Cynthia Ozick, Fernanda Krubbs (Cristina Fernández Cubas), Landero, Vila-San Juan, Almodóvar, Bowie, Pauline en la Playa... Pero no, se acabó. Poseo una vocación enorme, pero aún mayor -quizá por desgracia- es mi sentido de la dignidad, una especie de brío instintivo que me impide ser Peter Buckley. No más bofetadas.
Esta es la historia de un fracaso, más allá de los argumentos manidos acerca de la satisfacción íntima de lo bien hecho, he fracasado en mi búsqueda de lectores/as. Vivimos en un mundo en el que nadie, absolutamente nadie reconoce las derrotas. Yo no tengo inconveniente, es algo liberador. La vida continua, y la mía afortunadamente no discurre por un único camino. Existen otros en los que puedo sonreír más, y sentirme más acompañado. Al mismo tiempo esta experiencia me servirá para no repetir lo que tanto daño me ha hecho. Estoy seguro de que más allá del muro que rodea el gremio de la abogacía hay alguien que se siente indignado y humillado por no poder acceder a su interior, pese a saberse capacitado. Ese alguien siempre tendrá en mí, que estoy dentro, una palabra de ánimo, una muestra de respeto.
Sería muy injusto, casi cruel, si no diese las gracias a los lectores/as cuya generosidad me ha permitido a veces sacar tiempo del sueño para continuar con la escritura. Es algo admirable, emotivo, que en mitad de este yermo deshumanizado se hayan tomado la molestia de ponerse en contacto conmigo para manifestarme su afectuosa enhorabuena. De corazón, estaré siempre agradecido.
Aquí finaliza "Un apartamento en Ventura", lo que no provocará un cataclismo en internet, muchos trolls de esos que circulan por la red podrían pensar incluso que se trata de un gesto patético. A ellos, y a todos los demás, les ofrezco el contenido de esta bitácora que permanecerá abierta, aunque inmóvil. Pese a que no se lo crean, se trata de un modesto regalo que un escritor le hace al mundo.