Aquí la que escribe, que ya está requeteviajada, es consciente de la pesadez y peligrosidad potencial (y real) de sus polluelos.
Y la asume. Y la intenta aplacar. Y reducirla al mínimo indispensable. Y se equipa. Y prepara con esmero cualquier desplazamiento como – por poner un ejemplo recientísimo – un viaje en avión.
Con movimientos sincronizados, estrategias estudiadas y mucha paciencia, ayer por la mañana se dirigió sin remedio a la T4 con varias bolsas de gusanitos, 3 niños y un arnés. La película.
Hubo sofocos, un par de sustos, sobornos gusaniles a tutiplén y pasotismo forzoso en la contemplación de reboce infantil por suelos aeroportuarios. Pero sobre todo, lo que hubo fue cabreo monumental con el mundo mundial.
Y no por culpa de los polluelos, no se crean, sino por la población adulta viajera y aerolineal.
Porque vale que los niños son... ¿niños? y que corren, saltan, juegan, cantan, a veces ríen, a veces lloran, piden más gusanitos y bajan y suben las ventanillas varias veces, pero ¿qué koñen pretende la gente? ¿Que los apague como al móvil en cuanto los saco de casa?
Te das cuenta tras varios años volando con anexos de todas las edades, después de que te hayan hecho pasar vergüenza y sentirte mal indiscriminadamente por cada movimiento infantil, ya sea patalear el asiento delantero o pedirle agua a su madre.
Hasta que te tocan los cojones. Y a dos manos.
Preocupadísima siempre por la tranquilidad y comodidad del resto de los pasajeros y personal del aire, angustiada por sus siestas, sus lecturas en paz y armonía, sus cafés extasiantes observando las nubes y demás, llega un día, un viaje, un momento del mismo, en el que das cuenta de que ellos están preocupados por lo mismo: SU siesta, SU café y SU libro.
Te preparan con malas caras en cuanto divisan tu acompañamiento infantil, lo aderezan con comentarios tipo „mira, tres niños... adiós siesta“, y empiezan a cagarla con chasqueos de lengua y bufidos cada vez que un infante abre la boca, sea para comentar un libro, gritar yupiiii al despegar o, si me apuran, hasta para respirar.
Y tú lo pasas fatal, te sientes reprobada con cada giramiento de cabeza y mirada Heródes modo ON, les dices que sssshhhhh a todo, les sujetas los pies, te inventas juegos paralizantes, les susurras cuentos emocionantes y les sobornas con chucherías de todos los colores.
Y en un momento de paz y armonía absoluta, en el que están entretenidísimos y calladísimos y tranquilísimos coloreando en sus mesitas, el gilipollas supremo, el que está sentado delante de Destroyer, echa su asiento para atrás sin mirar ni preguntar ni cortarse un pelo.
El niño, aviso, se cabreó más por la reducción desprevenida de su espacio que por el toquecito que se llevó en su inclinada cabezota y yo, que ya iba a soltar el sssshhhhh de rigor, por el chasquido de lengua y mirada asesina que puso el comodón delantero al iniciar Destroyer un concierto de llanto en do sostenido.
Si no llega el niño a coser a patadas el respaldo delantero, juro por Gott que lo hago yo. Me tuve que conformar con soltar un „En Bussiness había billetes“ cuando el anormal se giró para abroncarnos por nuestro salvajismo y poca consideración cívica. Atrévase a aplaudir cuando aterricemos, paleto.
A partir de ahora, yo por mis hijos PA-TA-LE-O. El modo Zen en desplazamientos lo reservo para ellos. Y el resto, o empieza a colaborar un poco o por mis hueven que escondo los gusanitos. Hua Hua Hua.