Revista Opinión
No hace mucho, disfrutaba con unos amigos de comida y conversación (el deporte nacional), cuando en un acceso de iluminación percibí que durante buena parte de la charla, antes, durante y después del almuerzo, algunos de mis contertulios habían compaginado -no se sabe bien cómo- el diálogo con el resto de comensales y una profusa actividad digital con sus aparatos móviles. En un principio, parecía que eran capaces de seguir el hilo de la conversación sin problemas de comprensión; incluso de vez en cuando aportaban al debate sus puntos de vista a través de breves fogonazos argumentales. Sin embargo, a no ser por la confianza y estima que nos profesamos, uno hubiera dicho que realmente no tenían mucho interés en compartir con nosotros un rato agradable de risas y discusión distendida. Apenas nos miraban a los ojos, y cuando lo hacían, nuestras miradas se cruzaban fugazmente, para en pocos segundos volver a concentrarse en la pantalla de su móvil.
Horas después me enteré de que estaban wasapeando, una actividad, al parecer, muy extendida entre los usuarios de telefonía móvil de última generación. WhatsApp (también IMessage de Apple) permite enviar mensajes cortos (ese-eme-eses) a todos tus contactos que tengan también instalada la aplicación en su móvil. El éxito del servicio se debe principalmente a que es gratuito, esquivando el gasto que supone mandar mensajes a través del operador. Sin embargo, su condición de gratuidad genera el efecto perverso de la adicción. Por esta razón, no es extraño contemplar por todas partes a adultos enfrascados durante horas en un inquietante monólogo con sus móviles. Aquello que antes era patrimonio del acervo cultural adolescente, hoy deviene en una costumbre que no entiende de edades, credos o nacionalidades. Todo el mundo intima con su móvil, mucho más tiempo del que dedica en un día a comunicarse cara a cara con sus congéneres.
Hubo un tiempo (realmente fue ayer) en el que el móvil tenía como única finalidad facilitar el intercambio de llamadas a larga distancia, sin sufrir las contingencias de la inmovilidad. Un móvil era un artilugio para llamar y ser llamado, como también lo era su antecesor, el teléfono de mesa. A mediados de los 90, los móviles eran utilizados principalmente por profesionales que necesitaban comunicarse con sus proveedores o que pasaban largas jornadas en la carretera, así como usuarios domésticos que aún no tenían teléfono fijo o que por diversas circunstancias les compensaba este tipo de telefonía. El usuario final de este producto era esencialmente el consumidor adulto. Muchos de ustedes recordarán que por entonces las compañías de telefonía regalaban sus dispositivos, a modo de anzuelo con el que fijar en la memoria colectiva una necesidad impostada. Y funcionó. En pocos años, los contratos de telefonía móvil se multiplicaron exponencialmente, hasta tal punto de que su uso en las calles se convirtió en un hábito cotidiano. Tener teléfono móvil era cool, independientemente de que fuera o no una necesidad para el consumidor. Tener móvil comenzó a ser sinónimo de inclusión social, incluso en algunos casos de voluntad clasista. Estar al día, pertenecer a este mundo, pasaba por poseer un móvil.
Pero esto solo supuso la punta de un iceberg que aún hoy parece mostrar tan solo una parte de su potencial económico. Las compañías telefónicas, apoyadas en el desarrollo acelerado de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información (TICs), comenzaron a ver las enormes posibilidades que poseía este mercado. Su primera apuesta fue ganarse a los adolescentes, como ya lo hiciera el negocio del cine y los videojuegos desde los años 80. Los jóvenes de los años 90 -herederos del boom consumista- recibían mucho dinero de sus padres para ocio y entretenimiento, y las compañías telefónicas vieron en este grupo de edad una oportunidad única para amplificar su volumen de negocio. Nacieron los SMS, los grupos de amigos, los duados, las tarifas personalizadas. Los dispositivos se volvieron más estilizados, menos ladrillo, y mejoraron la recepción de señal. Airtel, la antigua Vodafone, lanzó a la calle una campaña dirigida a los jóvenes consumidores, bajo el eslogan «No sin mis amigos». Este fue el comienzo de una estrecha relación entre adolescencia y telefonía móvil, que aún dura, y para rato.
El siglo XXI trajo consigo una verdadera revolución de las nuevas tecnologías. El abaratamiento de los ordenadores personales, la universalización del acceso a Internet, la aparición de nuestros dispositivos digitales en sinergia con los tradicionales, así como una inversión creativa y eficaz en I+D, provocó que el móvil pasara de ser un mero gadget para llamar o mensajear, a convertirse en un dispositivo multimedia, mezcla de teléfono, cámara audiovisual y ordenador. Pero no hay blanco sin negro. La diversificación en la funcionalidad del móvil modifica sustancialmente el uso social del mismo, así como nuestra forma de comunicarnos con otras personas. El móvil multimedia dispersa la atención; si antes el usuario solo estaba atento a recibir o enviar llamadas o mensajes, ahora las demandas se amplían, atando al usuario a un sinfín de tareas a las que debe dar respuesta a través de una necesidad social inducida. Hoy, el móvil es un dispositivo cuya utilidad se está desplazando de la clásica llamada telefónica hacia la venta de productos online. El usuario pasa más tiempo cacharreando en este tipo de servicios que llamando. Las utilidades que antes asumía el ordenador personal, ahora las focalizan los dispositivos digitales móviles (teléfonos y tabletas). Los jóvenes -la generación nativa de la revolución tecnológica y futuros usuarios adultos- pasan más tiempo enredando con su móvil que en el ordenador. Si un dispositivo te ofrece las mismas virtudes que un ordenador, permitiéndote además desplazarte con comodidad, la elección es clara. Al igual que las videoconsolas volvieron obsoletos los juegos de ordenador, los móviles y tabletas es previsible que acaben desplazando también a los ordenadores. Los dos grandes mercados emergentes son la televisión 2.0 y los dispositivos móviles de última generación (teléfonos y tabletas).
La tecnología ha experimentado en diez años una mutación extraordinaria, que no solo ha afectado a aspectos económicos y prácticos de nuestra existencia, sino también a nuestra cultura, nuestra vida social y a la forma como procesamos la información. Antes, la tecnología de la comunicación y la información tenía un alcance limitado y su uso se circunscribía a un ámbito local. Cuando hablábamos por teléfono, lo hacíamos en un espacio reducido y en privado. Hoy, la tecnología va con nosotros a todos lados, la llevamos en el bolsillo, y nos permite estar en contacto con muchas personas a la vez y tener información de última hora acerca de cualquier asunto público o privado. Esto ha provocado que el concepto mismo de noticia haya mutado hacia el formato instantáneo del tweet, efímero y fácil de asimilar, sin necesidad de reflexión. La mayor parte de los mensajes externos que recibimos a diario tienen este formato. Un adolescente lee y visiona más mensajes instantáneos breves que libros leerá en toda su vida. Esta realidad comienza a afectar de manera radical a la capacidad que tienen los alumnos de asimilar los contenidos que se les enseñan en clase, minando su concentración e interés. El uso de las nuevas tecnologías en el aula puede ser un aliado privilegiado del docente, pero también su peor enemigo. Podemos mostrarle a un alumno los contenidos de manera interactiva, pero al final deberá comprenderlos y reproducirlos por sí mismo. Las nuevas tecnologías en ningún caso pueden sustituir al cerebro humano; es él quien debe procesar la información y deconstruirla creativamente y con espíritu crítico. Y esto no se puede conseguir mediante mensajes cortos. Tarde o temprano, hay que pensar.
Ramón Besonías Román