Revista Talentos

Zaragoza es pornográfica

Por Sergiodelmolino

El domingo se publicó en HERALDO el artículo que copio abajo y que manifiesta la más que perentoria urgencia de unas vacaciones para mi cuerpecillo (llegarán pronto, ya casi puedo tocarlas). Necesito perder de vista estas calles aunque sea por unos breves días.

Mi hartazgo tiene muchas causas, no todas achacables a la ciudad en sí. Yo tengo buena parte de culpa. Mi actitud y mi cansancio puntúan negativo. Pero a estas razones que no siempre son razonables se ha unido una más. Otra gotita: la reacción a unas líneas que pergeñé para el suplemento Artes y Letras de HERALDO y que recogí en el blog literario de la edición digital. Si les va el morbo cultureta, échenle un ojo a los comentarios.

Aquí les dejo La ciudad pixelada, con dibu de Álvaro Ortiz. Otro día les cuento lo del Hiperhuevo.

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Zaragoza es pornográfica

ZARAGOZA ES PORNOGRÁFICA

Miles y miles de ciudadanos han hecho cola para ver el vagón de tranvía expuesto en la plaza de España. Les he visto formar con disciplina y paciencia, sonrientes, charlando, saludándose, desafiando incluso al cierzo que ha malogrado esta dubitativa primavera. Cuando los visitantes llegaron a 25.000 y este periódico publicó la cifra, una compañera exclamó, casi con pánico en la voz: “¡Pero si es un maldito tranvía! ¿Qué misterio tiene?”.

Evidentemente, no utilizó el adjetivo ‘maldito’, pero a mí me riñen cuando suelto tacos delante de los niños -y soy muy de soltar tacos: grandes, redondos y rotundos, bien emplastados en la garganta-, y ustedes, improbables lectores, son como niños para mí, no me gusta herir su sensibilidad. Improperios al margen, tiene razón: es un p. tranvía. Pero la sorpresa de la compañera indica que no conoce o no quiere conocer la ciudad en la que vive. Me da envidia su actitud, pues Zaragoza todavía le sorprende, mientras que para algunos se nos ha vuelto tediosamente previsible y repetitiva.

Al zaragozano le gusta ver, especialmente si no hay que pagar entrada por el espectáculo. El zaragozano sale a mirar. ¿A mirar qué? A mirar lo que sea, siempre que no le cobren ni le intenten vender una moto. Sufre de lo que los pedantes discípulos de Roland Barthes llaman ‘pulsión escópica’: un irresistible impulso por verlo todo y por hacer que se muestre todo. El ejemplo paradigmático de pulsión escópica es el porno, donde importa que se vea todo con mucha claridad y en primerísimo primer plano, sin sombras ni efectos de montaje. Así que Zaragoza es algo así como una peli porno en sesión continua. Y, como el porno, es reiterativo, no tiene misterio y acaba siendo una gran decepción.

Zaragoza es una ciudad de paseantes que miran. Se miran entre sí y miran sus cosas. Pero rara vez miran fuera de sí. Su mirada es reconcentrada y ensimismada. En otros tiempos se diría que provinciana, pero ese término ya casi no se usa ni en Francia, que es donde se inventó. En realidad, no es provinciana porque le falta la complacencia propia del provincianismo. La mirada zaragozana es terriblemente crítica y desconfiada, nada de lo que ve le gusta, todo le parece feo, mal hecho, chapucero, falto de perspectiva, que no da la talla. Arrancarle un elogio a un zaragozano es un mérito enorme.

A veces pienso que esa actitud tiene algo que ver con la invisibilidad general de Zaragoza. Los zaragozanos que viajan por el mundo saben que es inútil intentar explicar a la gente dónde está esa ciudad que no es Madrid, ni Barcelona, ni Bilbao, ni Sevilla, ni Valencia. Solo los argentinos, y gracias al fútbol, pueden ubicarla más o menos en un mapa.

Pero en España pasa más o menos lo mismo. Yo he descubierto la ciudad a unos cuantos amigos de Madrid que apenas sabían nada de Zaragoza, más allá de que sus habitantes se llaman ‘mañicos’ (sic), adoran a la ‘Pilarica’ (resic) y de que un tío suyo hizo la mili en ella allá por el año mil chorrocientos y pico. Los zaragozanos, esos que casi nunca salen en los Telediarios, los vecinos de esa gran ciudad invisible, de ese obstáculo-estación más o menos insalvable entre Madrid y Barcelona, se vengan del desprecio ajeno mirándose con saña obsesiva su propio ombligo. Y de él sacan unas pelotas de bilis enormes que, al final, se tienen que tragar.


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