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Zúñiga

Publicado el 19 octubre 2011 por Anarod
Un reciente número de Babelia se ocupaba de algunos escritores de extraordinaria calidad literaria que sin embargo no conseguían abrirse el merecido camino que les llevara a más lectores. Uno de ellos es Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1929). Sería largo de relacionar aquí por qué, dado que influyen factores de variada naturaleza. pero en fin, lo que más perpleja me ha dejado siempre es que, dado el interés de los últimos años por lo relativo a la Guerra Civil, no hubuiesen circulado más los libros donde Zúñiga reúne sus cuentos sobre el tema (es uno de los "niños de la guerra", como llamó Josefina Aldecoa a los escritores de su generación), Largo noviembre de Madrid y Capital de la gloria.
Y sin embargo, cuando se da a leer, difícil es que Zúñiga no entusiasme. Lo comprobé años atrás durante más de algún curso, cuando los alumnos leían y analizaban (el perspectivismo) la novela Flores de plomo, en torno al suicidio de Larra.
Ahora bien, si hubiera de elegir, destacaría que a mí Zúñiga me enseñó muchísimo sobre una de mis grandes pasiones: la literatura rusa.
Por fortuna, recientemente Galaxia Gutenberg ha recupera la memoria de las lecturas que Zúñiga les dedicó (destacando Turgueniev), en el finísimo libro Desde los bosques nevados, lectura que además nos muestra la influencia o el magisterio que los escritores rusos han ejercido en nuestro autor, especialmente en lo que atañe a su capacidad para bucear en los recovecos del alma de los personajes, a su talento para describir los conflictos de las conciencias o los matices del temperamento y la personalidad, o bien a la hora de aplicar ciertos recursos, como la llamada “acción indirecta”, tan característica de Chéjov, o el empleo de ruidos externos que anuncian un hecho fuera del marco acotado y que profundizan el espacio físico de la acción (según nos a enseñado a “ver” y percibir el propio Zúñiga).
Pero nada de eso es fácilmente transferible, y menos aún amalgamarlo con la honda raíz hispánica simepre presente en la literatura de Zúñiga. Su último libro de cuentos, Brillan monedas oxidadas, es otro prodigio.
Formalmente, está dividido en tres partes, tituladas de manera tan sugestiva como certera: “La fuerza del vendaval agitaba las cortinas como un gran pájaro…”, “Se olvidan tantas historias de orgullosa pasión y de rebeldías…” y “Sus vidas eran demasiado iguales…”. Y, aunque casi en ninguno de los cuentos se concreta el tiempo de los sucesos que se narran, al lector se lo instala de inmediato en ese fluir, trazado o evocado a partir de elementos reconocibles pero que atañen más al espacio y los ambientes (presentados estos sí con el exacto dibujo de una miniatura, a partir de la selección y la intensidad, que no de la acumulación y la extensión, como procedería un realista de manual) y, por supuesto, a los personajes y los aconteceres.
Si en la primera parte se agrupan una serie de relatos de ambientación contemporánea que tienen como tema recurrente el anhelo de libertad y la pugna por romper con las varias ataduras que ligan a las gentes a un lugar, las historias reunidas en la segunda parte se remontan a distintos momentos del pasado histórico, y también tratan de pasiones (orgullosas o no: el miedo, la ira y la venganza, la humillación, el deseo carnal, los celos, la codicia… son algunas de ellas) y de rebeldías. Las de la tercera parte, de inspiración cosmopolita, se desarrollan en los escenarios de la bohemia moderna y finisecular, y están protagonizados por personajes reales: Franz Kafka, Eugenio de Andrade, Mário Sá Carneiro.
Sólo un maestro del relato como lo ha demostrado ser Juan Eduardo Zúñiga, a la vez que un escritor inclasificable (y no apegado a ninguna escuela, pese a lo que digan los manuales y los historiadores de la literatura), que ha manejado con destreza diversos moldes o maneras según convenga o requiera la peculiaridad y naturaleza de la historia que se propone contar; y, sobre todo, sólo un impar y escrupuloso tallador del lenguaje es capaz de agavillar este plural haz de historias en un libro de cuentos unitario por cuyas páginas el lector se desliza deslumbrado. Para analizarlo, para intentar dar con algunas de sus claves (más allá de los rasgos o elementos apuntados), es preciso releer. Y entonces advertimos la fuerza de las imágenes que operan en el corazón mismo del relato o la extraordinaria eficacia con que resuena una frase aparentemente banal –“No es bastante, no es bastante”-, pronunciada por “una voz fatigada, como de persona muy vieja”, y que el estudiante Luis Bravo acierta a oír cuando “dormía en la cama de hierro, en el cuarto, sencillo y pequeño, de su pensión”.
En “El molino de Santa Bárbara”, el noble caballero Manuel Guzmán una mañana “dejó su casa y desatendió a negocios y familia y canceló y canceló deberes de parentesco y parroquia”; y “cruzó el postigo de Santa Bárbara, paseó por el camino de Hortaleza y vio unos carros con toldos altos y dos hogueras y gente que se movía entre caballos y perros”; y verá danzar a una joven “de piel oscura, quemada por soles y vientos, lavada sólo por la lluvia”; y por ella aprenderá a herrar caballos, el cuidado de las hogueras o a reparar arreos; y, como dice una canción gitana, también por ella aprenderá que “todo vivir obedece a una orden que nadie da pero que es preciso obedecer”. En “El festín y la lluvia”, un grupo de gentes distinguidas se ve obligado a atrincherarse en un albergue ante el persistente aguacero que les amenaza desde el exterior y distraen su espera hablando de temas superficiales y amables, cuando una joven se levanta y anuncia que se marcha fuera y, al hacerlo, condena al resto a un silencio mortal que se verán obligados a romper para librarse de la impresión que les causó tal acto; “Interminable noche de los miedos narra el espanto con que viven quienes se ven obligados a guardar un “secreto que hiere el alma” y a olvidar su verdadero nombre y a callar años y años.
Además, en Brillan monedas oxidadas sabemos de un niño que se ve obligado a abandonar la escuela para hacerse hombre –“dándole un empleo, responsabilidad y cansancio”- porque de qué le servirá que “La gran mancha verde” del mapa es la China y que allí…; de “El campanero de San Sebastián”, que al final de su vida ve reveladas en las heridas del mártir las suyas propias y decide vengar humillaciones y ofensas; del marino Marbec, que un día ve llegar al puerto donde vive ya anclado un hombre de una tristeza indecible al que observa consumirse en la quietud cotidiana y en quien se reconoce, y por eso echa a correr “en persecución del olor a pescado muerto que el mar despedía en aquellas horas de la noche” (“El ramo de lilas”); y de Carmela, la joven repartidora de pizzas que ha de cruzar la ciudad y de pronto decide rebelarse contra la fealdad y la miseria de la noche que va atravesando a lomos de su moto en un gesto liberador (redentor) que le devuelve “todo lo que alienta alegría, placer y juventud”.
Y todas estas historias (y las demás) nos las cuenta Zúñiga valiéndose de una pluralidad de registros y moldes narrativos donde resuenan y brillan “viejas monedas oxidadas”: relatos de aventuras, cuentos tradicionales, leyendas bíblicas, el subsuelo dostoievskiano o la errabundia cervantina.

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