Vista desde la Catedral de Grossmünster
Zurich despierta temprano. En el aire se mezcla un olor a pan recién horneado con el de verduras frescas, con el de chocolate caliente. La ciudad se mueve en silencio. Cruza la calle un hombre montado sobre un monopatín que lo va a llevar más cómodo hacia su trabajo, dos cuadras más arriba. Otro, espera en la esquina que las bicicletas y el tranvía sigan su ruta para caminar sin prisa hacia el otro lado de la calle, donde dos señoras están muy quietas mirando hacia el río mientras toman un café. No hay ruidos excesivos en este ciudad donde todos parecen llegar a tiempo al lugar que van. Zurich es puntual, muy puntual y la gente se ve relajada. Eso es algo que se entiende cuando te enteras que ha sido declarada dos veces (en el año 2006 y luego en 2008), como la ciudad con mayor calidad de vida del mundo.
Sólo se nota cierto ajetreo en las inmediaciones de Zürich Hauptbahnhof, la estación central de trenes conocida como Zürich HB. Es la más grande de Suiza y se estima que pasan a diario 340 mil pasajeros que van y vienen de Ginebra, Basilea o Berna -la capital- pero que también conectan con otras localidades y países sin dificultad alguna. Esta estación es un punto de referencia importante; no tan sólo está allí desde 1847 con un estructura que abarca todos los sentidos, sino que está llena de detalles que la hacen única: sus mercados repletos de frutas y flores, sus tiendas curiosas y sus obras de arte entre las que más llama la atención “El Ángel de los viajeros”, una pieza de 12 metros, creación de Niki Saint Palle. Se encuentra al frente del Museo Nacional de Suiza y justo en su entrada principal se levanta un monumento a Alfred Eschner, pionero de los trenes y que arranca muchas fotografías para el recuerdo.
Zurich no sabe de apuros.
El ángel de los viajeros, la obra de Niki Saint Palle
La ciudad está dividida por el río Limmat. De un lado, su casco antiguo es una fiesta de curiosidades, calles como laberintos, restaurantes, galerías de arte, iglesias que sobreviven al tiempo, edificios públicos llenos de historia y que contrastan con todo lo que está al otro lado del río: un distrito financiero muy activo, tiendas de lujo, discotecas y más restaurantes en los que se come bien, aunque a precios elevados.
La zona antigua de Zurich es exclusivamente peatonal y está rodeada de muchos comercios y calles estrechas que van llevando hasta la zona financiera y a otras calles como la Niederdorf, ideal para hacer compras o, mejor aún, hasta la Bahnhofstrasse, conocida como una de las más caras del mundo y de la que saltan tiendas como Dior, Giorgio Armani, Chanel, Salvatore Ferragamo o Louis Vuitton y a la que, casi de manera elegante y desenfadada, la atraviesan las vías del tranvía a lo largo de su 1,4 km de extensión.
De este lado de la ciudad, la vista se fija sin esfuerzo en las iglesias, uno de los principales atractivos de Zurich. La iglesia de San Pedro, tímida, sin muchas pretensiones arquitectónicas, es la más antigua de la ciudad -construida en el siglo XIII- y toda una referencia, pues su reloj de 8,7 metros de diámetro es el más grande de toda Europa. Un poco más allá, la iglesia de la Abadía de Fraumünster destaca por esa cúpula que termina tan afilada como una aguja y que se ve desde varios ángulos de la ciudad. Fundada en el año 853, fue alguna vez un convento y hoy es una visita obligada: sus vitrales, obra del artista Marc Chagall, son asombrosos e inolvidables.
Otra, desde la Catedral de Grossmunster
A un ladito del río
Las dos torres de la Catedral de Grossmünster, construidas entre los años 1110 y 1230, también cautivan al viajero. Una iglesia sobria, cuyo nombre significa “gran monasterio”, brilla con los vitrales modernos de Augusto Giacometti. Se puede entrar completamente gratis, pero hay que pagar para subir a las torres y apreciar una hermosa vista de Zurich, que bien vale el precio.
Del otro lado del río, la ciudad toma una agite peculiar que no deja de ser atractivo. Los tranvías van y vienen, cruzándose a un compás casi perfecto con los carros y las bicicletas. Las aceras, repletas de comercios, son la excusa ideal para explorar y encontrar el souvenir o el chocolate que llevarán de recuerdo a casa.
Camino Zurich, con mi amigo Mike, la única tarde que tengo libre después de estar en la ciudad durante ocho días y viajando a diario en tren hasta Basel, donde asistí a Baselworld, la feria de relojes más grande del mundo para cumplir con la asignación de una revista. Subimos las escaleras de la Catedral de Grossmünster y la brisa me reconforta. La vista es de postal, una muy ordenada en la que todo parece estar en su lugar. Vamos al lago y caminamos al borde de sus flores y en medio de una tarde que terminó lluviosa y fría. No sé si me gusta Zurich, no estoy segura del todo. Me hace falta más días para verla y no pasar por ella como quien no va advirtiendo más nada que la hora en la que parte el tren. A lo mejor, nos encontraremos en otra ocasión.