El jidai geki, es decir el cine histórico, había conocido a lo largo de la década de los 50 un periodo de pocas innovaciones que, a la altura de 1960 ya parecía agotado y pronto sería superado. Tanto por la voluntad de diversos autores como por la necesidad industrial de renovación que ya advertían las distintas productoras. Según el excelente A new history of Japanese cinema: a century of narrative film de Isolde Standish (el cual sirve de guía para esta introducción) el mayor cambio durante la década entrante fue la descripción de la violencia y la puesta en escena en la cual los personajes se desenvolvía, el recurso al realismo y el regreso a la filmación en blanco y negro. Todos elementos que construyeron el nuevo discurso exterior del género. Sus marcas de reconocimiento. En cuanto a la narración, esta envolvía a sus protagonistas en una batalla solitaria contra una sociedad corrupta, burocratizada, tiránica y, en último termino, decadente. En el centro de todo el samurai o bien aparecía escindido entre el deber y la voluntad (el giri y el ninjo) o bien era retratado como un individuo sumido en la más violenta de las neurosis; un auténtico cultor de la muerte contrafigura del héroe romántico de clásicos como el tríptico Samurai, volcado sobre la figura de leyenda de Miyamoto Musashi que Hiroshi Inagaki filmó en exuberante color a mayor gloria de Toshiro Mifune entre 1954 y 1957. Un ejemplo ideal de aquello contra lo que el nuevo tratamiento reaccionaba en todos los órdenes.
Si bien Kurosawa introdujo la mayor parte de la modificaciones más aparentes en su memorable díptico Yojimbo (1960) / Sanjuro (1962) donde ya se presentaba anti-héroe cínico y solitario que seria largamente explotado en un puñado de sagas de cambiante forma pero idéntico fondo tanto durante los 60 como a lo largo de la primera mitad de los 70 (de Zatoichi a el Lobo Solitario pasando por Samurai Wolf, por ejemplo), la verdadera paternidad, rotunda, desoladora paternidad, del llamado cruel-jidaigeki(1) habría que reconocérsela a Masaki Kobayashi y otra producción la Toho, Harakiri (1962) que sería a partir de la cual se desarrollaría el ethos de una variante genérica adaptada por multitud de directores de mayor o menor talento y realizada como ambiciones de igual categoría. Entre ellos El propio Kobayashi con Samurai Rebellion ya en el 66, Hideo Gosaha a través de títulos como Tres samurai fuera de la ley (1964) Sword of the beast (1965) o ya a finales de los 60 y con el regreso del color Tenchu! o Goyokin, ambas de 1969 o Kihachi Okamoto, creador de un clásico mayor como es la francamente necrófila The Sword of Doom (1966)
pero también de otras como Samurai Assassin (1965) o Kill! (1968), una curiosa variación sobre Yojimbo de tono casi paródico e ímpetu revisionista. Al lado de estos, más o menos recordados, hay que alinear a los otros, a los olvidados; directores de estudio sin nombre propio. Gente como Tadashi Imai que aportaríala singular Bushido: samurai saga (1964), la cual recuenta la historia de una saga de guerreros, todos encarnados por el actor Kinnosuke Nakamura, a través del tiempo hasta el presente y Revenge (1965) ambas, o Tai Kato con Bakumatsu zankoku monogatari (1964). Ellos y un puñado más de directores de estudio a sueldo de la activa Toei facturando producciones rodadas en los estudios que la productora poseía en Kyoto y que eran los dedicados a las producciones de época, mientras los de Tokyo se dedicaban a las de ambientación contemporánea, los gendai. A la cabeza de todos Eiichi Kudo, ligado a la Toei durante paracticamente toda su carrera y director de esos que, desde la sombra, impulsan los cambios y avances estilísticos a golpe de artesanía e intuición. En 1963 filmaba 13 asesinos el primer cruel-jidaigeki de la productora y por lo tanto uno de los títulos clásicos de una escuela que él mismo prorrogaría en 1964 con Dai Satsujin, con la innovación de una cámara en mano frenética, y en 1966 con Eleven Samurai. Cintas en las cuales extremaba un estilo cada vez más rudo, áspero, alejado, según él mismo cuenta a Chris D. en el excelente Outlaw masters on Japanese Film, de sus acercamientos anteriores al chambara ligero o al jidai-geki gentil (incluso musical) al servicio de diversas estrellas juveniles de la época (en su caso al cantante Hibari Misora) y divergentes, así mismo, de sus incursiones en las aventuras de/con ninjas, muy populares entonces, como Castle Of Owls en 1963. Al parecer si anunciaban, en cambio, la futura dedicación del autor al yakuza eiga más acre desde finales de los 60, cambio de género y escenario abierto con un film al servicio del ex-gangster Noboru Ando, Japan’s Underworld History, dos partes, Blood Feud y Futile Compassion entre 1967 y 68.Eiichi Kuudo recuerda así como el cruel-jidaigeki se estableción en la Toei en contra del estilo distintivo de la casa: “(…)before I made Thirteen Assassins I and other directors at the studio would be communicating with each other about ideas and approaches to style. Just like any studio situation, even now, where you’re coming into contact with other filmmakers. At the same time, it was the Toei policy to generally produce pictures that were happy and entertaining. But some people at Toei were starting to have their doubts about moving exclusively in that direction. So, at the top, Toei’s attitude about doing the majority of their pictures in that vein was weakening. We decided to try to do this more serious kind of jidai-geki picture, and Toei agreed.“
Por su parte la Daiei sería la casa que con mayor empuje exploraría la variante más abiertamente comercial del nuevo estilo dentro de unas coordenadas que ella misma había creado con la temprana Zatochi, un memorable chambara del 62 que suponía mucho más que un exploit de Yojimbo gracias tanto al vigoroso estilo de Kenji Misumi como al genial personaje central, un masajista ciego de infalible espada incorporado por el carismático Shintaro Katsu. En cualquier caso este bosquejo da idea sobre la pujanza del nuevo estilo y su rápida asunción por parte de los estudios como medio para permanecer apegados a los gustos del público.
De esta manera podemos situar en su correcto contexto tanto el film original de Kudo como su formidable remake presente por parte del proteico Takashi Miike, rauda y facilonamente colocado a la estela kurosawiana, cuando, en realidad, los parentescos que pueda tener con respecto a Los siete samuráis (que los tiene aunque sean muy superficiales) vienen no de parte directa sino interpuesta, ya que el 13 asesinos de 1963 se presentaba, en origen, como una versión recrudecida y al gusto de los nuevos tiempos de aquel film ya clave del 54 al que, de todos modos separaba un abismo en cuanto a tratamiento argumental, estilo, enfoque y ética humanista. En definitiva: parecidos pero
nada que ver.Rizando el rizo se podría decir que lo que Miike realiza es un neo-cruel jidaigeki que, a su manera, funciona como furibunda respuesta, directa, visceral, despiadada, a los títulos lírico-crepusculares de Yoji Yamada, rápidamente escorados hacia lo melodramáticos tras el éxito de su hermosa El ocaso del samurai en 2002 (a saber: The hidden blade en 2004 y Love & honor en 2006), colocándose entre medias, de modo coherente, la revisión de Zatoichi por parte de un juguetón Takeshi Kitano en 2003 (en 2010 el personaje regresó rejuvenecido de la mano de Junji Sakamoto en Zatoichi: The last, un film que no he visto pero cuya existencia sirve para acreditar el renovado interés por el chambara más genuino) y antecediéndolas la personal y turbadora Gohato de Nagisa Oshima ya en 1999.
Vistas las dos 13 asesinos de manera consecutiva resulta llamativo el grado de fidelidad de Miike con respecto al material original (llega a utilizar momentos puntuales de puesta en escena y frases completas) y, a la vez, su capacidad para trascenderlo, apropiárselo y superarlo en cuanto a intensidad dramática, vigor en la planificación y limpieza narrativa, algo que no había conseguido con un remake anterior, el emprendido en 2002 sobre la mercurial Graveyard of honor (1973) de Kinji Fukasaku (a la espera quedamos de ver su propia versión ¿en 3D? del Harakiri de Masaki Kobayashi, ya realizada de acuerdo al cinerreico sentido del oficio del realizador). En esta ocasión todo lo que Miike añade o varía en su versión enriquece el conjunto y las escasa partes que obvia ayudan a una más correcta fluidez narrativa pese a que su film es aproximadamente unos 25 minutos más largo con respecto al de 1963 (eso en el metraje original, no en el extirpado que ahora se estrena en cine, al cual le han sido escamoteados otros tantos minutos).
Pero la esencia de lo que se cuenta se encuentra ya de modo muy similar en el original, aunque aquí de nuevo Miike sea más contundente a la hora de exponerlo; tanto por diversas decisiones de guión que atañen a cambios sutiles en la relación entre los personajes (Shinzaemon, el líder de los asesinos y Hanbei, el guardia de corps del depravado Naritsugu, son en la versión 2011 antiguos compañeros de dojo y armas, amén de representantes de sendos caminos de la espada divergentes. Pero si esto es todo un acierto no resulta tan bien perfilado el carácter trágico de la elección vital de Hanbei como en la versión Kudo, consciente de modo aun más patético de su condena al encontrase al servicio de un señor que no merece que nadie muera por él) como a una capacidad mayor para no resultar farragoso a la hora de exponer los intrincados equilibrios de poder, clase social y origen que se dan no solo entre los personajes sino que a modo de resorte narrativo vital en el avance de la trama (que el señor Narigutsu tome un camino u otro y por tanto llegue al pueblo donde los asesinos ha decidido establecer su emboscada depende únicamente de una “vergüenza de clase” es decir de su decisión de pasar o no por un territorio de menor categoría social que el suyo propio).
El 13 asesinos de 1963 presenta, de modo prístino, condensado, todos los cambios estilísticos más notorios introducidos por el cruel-jindaigeki. En primer lugar el blanco y negro de rigor, de tono adusto, áspero en combinación con el uso preferente de la profundidad de campo. En este sentido toda la parte inicial está dominada por un rigorismo a golpe de plano general casi estático, que busca el contraste con el frenesí de su última media hora o con las puntuales explosiones de violencia por ejemplo la escaramuza en el callejón que sirve para demostrar las letales habilidades del ronin Hirayama (en cuya presentación Miike remedando puntillosamente el bello ritualismo de Eichi Kudo pero que luego aprovecha/desarrolla mucho mejor, al concederle un aire todavía más oscuro, casi fantomático cuando no directamente apocalíptico, tal es su aparición entre un verdadero bosque de espadas, a juego con el fascinante rostro anguloso de Tsuyoshi Ihara, mientras que el original parece un blando remedo del genial Seiji Miyaguchi de Los siete samurais) o el flashback que cuenta la violación y asesinato de una joven recién casada y su marido, hijo de un noble por parte de Narigutsu en al misma casa que lo acoge durante su viaje diplomático una larga escena planificada de forma casi exacta en ambos filmes aunque mejor rematada por Miike en una ligera pero esencial variación final que incluye un monólogo por parte del noble que comienza a explicar su carácter, algo que se rematará en otra escena posterior, muy similar en ambas cintas: la masacre de al familia en el patio, niños inclusive.Aquí Miike introduce tanto un cambio de arma, el arco por la espada. Con lo cual cambia el tono incorporando un ambiente de juego cruel en lugar del tono de ejecución. Narigutsu se entretiene intentando hace diana en el niño pequeño, único superviviente ya mientras discursea sobre su absoluta falta de estímulos vitales y sobre la condición de inferiores y por tanto utilizables, y descartables, de todos cuantos le rodean. Aquí la interpretación (excelente Goro Inagaki) multiplica el interés de un personaje que ya presentaba diversas aristas en el
original pero que se malograban por la afectación de su intérprete (Kantaro Suga). En la actual recibe un tratamiento hierático, deshumanizado, perlado de elementos extrañamente sadianos, lo cual lo convierte en mucho más terrorífico por cuanto permanece ajeno por completo al dolor que causa. En torno a este personaje, o a sus acciones, Miike aporta una escena original, la chica mutilada que el ministro del Shogun utiliza para convencer de manera definitiva a Shinzaemon y la cual, con su boca, dibuja en un papel entre espeluznantes estertores y en un primer plano terrible los pictogramas que marcarán la segunda hora de metraje: Masacre total. Quizás un primer rasgo de autor al incorporar plenamente ese horror que se mueve entre lo patético y lo repulsivo.El equivalente a esta escena resulta en exceso gélido en la obra primigenia a razón de la distribución de los personajes en el espacio y a la constancia del plano general, la dinámica correspondencia de primeros planos y los elegantes movimientos de cámara extraen un inusitado voltaje dramático de una escena, quizás excesiva, pero desde luego imborrable y que, además, se cierra con otro excelente diálogo que explica la manera en la cual Shinzaemon recoge la oferta de asesinar al hermano del Shogun, que para él significa la oportunidad de culminar su vida de samurai con una muerte heroica que la justifique y la convierta en plena; más en una época en la cual los samurai eran un elemento ya ornamental dentro de la vida social y cortesana.Este componente, entre crepuscular y anacrónico, se encuentra subrayado en ambos títulos casi por igual, haciéndose hincapié en el hecho de que todos, a excepción de los que malviven alquilando su espada, carecen de verdadera experiencia en combate (de hecho la expedición original la forman solo 12 hombres pues son los únicos suficientemente hábiles que han podido encontrar en Edo) pero en la versión Miike existe un momento estremecedor, ya casi al final de la carnicería, donde un entusiasmado Nasiguro le pregunta a Hanbei si
los tiempos de la guerra eran así, alo cual el samurai responde que muy probablemente. Nasiguro afirma entonces que cuando gobierne (recordar que al necesidad de su asesinato proviene de que en 30 días será nombrado segundo del Shogun, su medio hermano) volverá atraer los tiempos de la guerra. La mirada de Hanbei es de puro terror, reconociendo, de manera definitiva lo equivocado de su posición en la batalla. Es curioso como este personaje prefigura y remite (paradojas de la doble versión) al de Robert Ryan en el Grupo salvaje de Sam Peckinpah, otro film con el cual resulta goloso emparentar el de Miike, un hombre de verdadero honor situado, consciente pero inevitablemente, en el lado equivocado de la última aventura.Otro elemento privativo de la película de Kudo es la presencia, como fue habitual en la época, de una voz en off de tono documental que no solo da cuenta de avances de la trama sino que la concluye explicando como las acciones vistas fueron borradas de la historia oficial (un recurso este que resultó igualmente socorrido en el cine setentero de Kinji Fukasaku, cuyo espíritu crudo, verista y desmitificador para con los mitos populares e históricos del Japón cuadra a la perfección con el que animo este cruel-jidaigeki). En la versión de 2001 esto se ve reducido a una lacónica nota final sobreimpresionada en pantalla.Otro rasgo compartido, y equilibrado en cuanto a brillantez, es la valoración dramática de la escenografía, rasgo nuevo del género en los 60 que a las reconstrucciones suntuosas y lujosamente rodadas en estudio oponía una estilización arquitectónica de dramático hiperrealismo. Levantado a base de espacios laberínticos, tanto en los interiores (largos pasillos, espacios confinados, como en los exteriores repletos de intrincadas callejuelas y cortantes muros, todo metaforizando el carácter/situación de unos personajes por lo común atrapados en encrucijadas morales que refutaban sus concepciones del honor, del bien, del mal y de lo que hay que hacer. Obligados por tanto a reaccionar violentamente contra unas estructuras sociales que sostenía, siendo ellos mismo pilares, unos sistemas aberrantes. Quizás a razón de la dura, poco flexible, planificación, de la luz blanquinegra y de la misma construcción de un lenguaje expresivo renovado estos rasgos arquitectónicos sen mucho más penetrantes en el film de 1963 que en su remake, que por otra parte cuenta con un protagonismo mayor de los exteriores, aunque en ambos encuentran su perfecta simbología en el escenario final: un pueblo convertido en ratonera mortal en el cual tanto Kudo como Miike ofrecen sendos recitales de dominio espacial.De cualquier modo Miike replica, con asombrosa elegancia además, los cambios estilísticos más notorios (y definitivos) introducidos por el cruel-jindaigeki pero en modo alguno los remeda, sino que, de nuevo los adapta a sus propias necesidades (la decisión de emplear el color, naturalista y bien diferenciado entre los interiores cercanos al tenebrismo y los exteriores de colores densos, principalmente verdes y marrones en coherencia con la naturaleza, frente al blanco y negro de rigor) y a un trabajado formalismo, reflejado especialmente en la laboriosa iluminación y el exacto, fluidísimo montaje, con unas transiciones verdaderamente primorosas (tras un duelo en una callejuela Miike encuadra en contrapicado con el primer plano de una papel ardiendo que sirve, además, como foco de luz. La consumición del papel produce una transición por fundido a negro de modo natural). Todo ello revela un enorme conocimiento
del material de base, tanto como para poder cambiar algunos arreglos sin que la melodía se resienta. Introduciendo así puntos de humor disolvente (la magnífica presentación de Shinzaemon pescando pacientemente, un anuncio de cómo ganará su batalla y una sutil definición cinemática de su carácter. En palabras de Hanbei: “No era el más rápido, ni era el más fuerte pero nunca se rendía y al final ganaba”), ramalazos grotescos o incluso insinuaciones fantastique que se completarán con una inopinada resurrección que hace pensar, junto a otros elementos, en al posibilidad de que el treceavo asesino (moldeado en la cinta del 63 de acuerdo a la imaginería del Toshiro Mifune de Los siete samurais y sin peso alguno en la trama) pudiera ser algún tipo de criatura sobrenatural, una especie de trasgo burlón que ridiculiza incansablemente a los samurais como clase y como guerreros. En cualquier caso un elemento chocante, iconoclasta, que en algún molesto sentido casi parece una reafirmación de autoría por parte de Miike dentro de un film que si algo revela es la total falta de necesidad que tiene de reafirmar nada un director que es capaz de rodar como rueda y contar como cuenta aquí él.El último y definitivo aspecto que distinguió al cruel-jindaigeki ocupa al completo el tercio final (o más) de ambos trabajos: la violencia.
Si en el 63 la aparición de la sangre con fines realista era una novedad en 2010 es una “naturalidad”, por lo cual la ruptura no está en la cantidad, ingente, sino en la falta de regodeo. Pese a contar con una hora de matanza Miike nunca se recrea y a estas alturas eso sorprende, pese a que sí hiperbolice al aumentar hasta lo imposible el numero de enemigos a abatir. Estas dos formas de percibir/mostrar separadas por el tiempo buscan una análogo ascetismo brutal más allá de las convenciones coreográficas de sus respectivos periodos (por más que el de
2010 no pueda evitar arrastra la herencia de unos filmes definitorios que para Kubo aun no existían, ya que él estaba creando el estándar sobre el cual ahora se apoya Miike), que abandonan la idea de una plasmación iconográfica de la lucha del bien contra el mal (pese que si haya una lucha singular, ganada en la versión Miike con trampas, ya que el barro no es el dojo) para centrarse en las consecuencias físicas, y por extensión psicológicas, de las armas, dos factores sintetizados en admirable economía dramático-expresiva. Una re-evaluación (en su momento y ahora también, a la vista de la vulgarización grosera del cine del presente) de la violencia misma, su ejercicio y sus consecuencias que, de forma natural, impone que cualquier distinción moral entre el héroe y el villano resultase/resulte más y más difusa. Todo lo cual se traduce en un agreste fatalismo, cuando no un nihilismo de penetrante hedor a muerte.(1) La denominación de zongoku jidaigeki en japonés deriva, parece ser, de una colección de relatos publicada en 1959 por el escritor Norio Najo, especializado en temáticas de espadachines e históricas, bajo el título de Zongoku monogatori, literalmente “cuentos crueles”