EL DESTINO CRUZÓ EN EL CAMINO de don Pedro una situación incómoda y nada elegante. Al aproximarse al riachuelo del Ipiranga, a las 16h30 del 7 de septiembre de 1822, el príncipe regente, futuro emperador de Brasil y rey de Portugal, tenía dolor de barriga. La causa de los disturbios intestinales es desconocida. Se cree que habría sido algún alimento en mal estado ingerido el día anterior en Santos, en el litoral paulista, o el agua contaminada de los caños y fuentes que abastecían las reatas de mulas en la sierra del Mar. Testigo de los acontecimientos, el coronel Manuel Marcondes de Oliveira Melo, subcomandante de la guardia de honor y futuro barón de Pindamonhangaba, usó en sus memorias un eufemismo para describir la situación del príncipe. Según él, a intervalos regulares, don Pedro se veía obligado a apearse del animal que lo transportaba para "aprovisionarse" en la densa maleza que cubría los márgenes de la carretera.
La montura usada por don Pedro ni de lejos recordaba al fogoso caballo alazán que, medio siglo más tarde, el pintor Pedro Américo colocaría en el cuadro Independencia o muerte, la más conocida escena de la Independencia de Brasil. El coronel Marcondes se refiere a un "bayo amarillento". Otro testigo, el padre minero Belchior Pinheiro de Oliveira, cita una "bella bestia baya". En otras palabras, un animal sin ningún encanto, aunque fuerte y confortable para subir la sierra del Mar en aquella época de caminos empinados, embarrados y agujereados.
Fue, por tanto, como un simple mulero, cubierto por el barro y por el polvo del camino, bregando con las dificultades naturales del cuerpo y de su tiempo, como don Pedro proclamó la Independencia de Brasil. La escena real es bucólica y prosaica, más brasileña y menos épica que la retratada en el cuadro de Pedro Américo. Y, aún así, importantísima. Ella marca el inicio de la historia de Brasil como nación independiente.
El día 7 de septiembre amaneció claro y luminoso en los alrededores de São Paulo. El litoral paulista, sin embargo, estaba frío, húmedo y tomado por la niebla. Faltaba todavía una hora para la salida del Sol cuando don Pedro salió de Santos, pequeña ciudad de 4.781 habitantes, donde pasó el día anterior inspeccionando las siete fortalezas que guarnecían la entrada por mar y visitando a la familia del ministro José Bonifacio de Andrada e Silva. Su comitiva era relativamente modesta para la importancia de la jornada que iba a emprender. Además de la guardia de honor, organizada los días anteriores de forma improvisada en las ciudades del valle de Paraíba, mientras viajaba de Rio de Janeiro para São Paulo, acompañaban a don Pedro el coronel Marcondes, el padre Belchior, el secretario itinerante Luís Saldanha da Gama, futuro marqués de Taubaté, el ayudante Francisco Gomes da Silva y los criados particulares Jõao Carlota y Jõao Carvalho Raposo.
Eran todos muy jóvenes, comenzando por el propio don Pedro, que cumpliría 24 años un mes después, el día 12 de octubre. Saldanha da Gama, de 21 años, ejercía las funciones de secretario itinerante, camarero y estribero mayor del príncipe. Tenía el privilegio de ayudarlo a vestirse y a montar a caballo. Con 31 años, Francisco Gomes da Silva, también llamado "el Chalaza" - palabra que significa burlón, vividor o bromista -, acumulaba las atribuciones de "fiel amigo y secretario, recadero y confidente" de don Pedro, según el historiador Octávio Tarquínio de Sousa. O sea, era un hace-de-todo, encargado de conseguir mujeres para el príncipe, proteger sus negocios y secretos personales y defenderlo en cualquier circunstancia, por más difícil y extraña que fuese. Marcondes tenía 42 años. El padre Belchior Pinheiro de Oliveira, el mayor de todos, nació en Diamantina en fecha incierta, entre 1775 y 1779. Por lo tanto, tendría entre 43 y 47 años. Se convirtió en testigo del Grito del Ipiranga por casualidad. Vicario de la ciudad minera de Pitangui, masón y sobrino de José Bonifacio, fue elegido diputado por Minas Gerais para las cortes constituyentes portuguesas, convocadas el año anterior. En esa condición, debería estar en Lisboa participando de los debates. La delegación minera, sin embargo, fue la única en permanecer en permanecer en Brasil debido a las divergencias internas y a las incertidumbres respecto de lo que pasaba en Portugal.
En las primeras dos horas, aún bajo la luz difusa del amanecer, la comitiva recorrió en barco los canales y ríos de agua oscura de los mangotales entre Santos y el puerto fluvial de Cubatão, villorrio con menos de doscientos habitantes al pie de la sierra del Mar. En ese lugar, don Pedro encontró los animales ensillados y el resto de la guardia que lo acompañaría hasta São Paulo. La subida a la sierra, sin embargo, tuvo que ser retrasada. Postrado por los problemas intestinales, el príncipe se refugió en la modesta posada situada cerca del puerto. Maria do Couto, responsable del establecimiento, le preparó un té de hojas de guayabera, remedio ancestral usado en Brasil contra la diarrea.
La acción del té alivió temporalmente los dolores del príncipe, pero le dio ánimo para proseguir el viaje. A media mañana, la comitiva comenzó la lenta subida por la calzada del Lorena. Era una de las más sinuosas y pintorescas carreteras de Brasil. Bautizada con el nombre del capitán general Bernardo José de Lorena, que la mandó construir en 1790 siguiendo una antigua vereda de los padres jesuitas, soportaba el incesante tráfico de las caravanas de mulas que bajaban o subían la sierra con mercadurías del puerto de Santos. Tenía ocho kilómetros de extensión, tres metros de anchura y más de 180 curvas en zigzag debruzadas sobre el precipicio. El declive del terreno era tan empinado y peligroso que los viajeros tardaban por lo menos dos horas para llegar a la cima de la sierra. Al pasar por allí diecisiete años más tarde, el misionero metodista norteamericano Daniel P. Kidder anotó:
El francés Hércules Florence, que también recorrería la calzada de Lorena en 1825, tres años después de la Independencia, registró que Cubatão era un depósito comercial muy frecuentado, aunque no pasase de "una población con veinte o treinta casas". En los ocho días que permanecería en el lugar, vio llegar todos los días tres o cuatro caravanas. Eran, según él, convoyes bien organizados, compuestos de cuarenta a ochenta mulas y divididos en grupos de menos de ocho animales, que quedaban bajo la responsabilidad de un mulero. "Bajaban de São Paulo cargadas de azúcar grueso, aguardiente y tocino, y volvían con sal, vinos portugueses, vidrios y herramientas", relató Florence. Encontró la subida a la sierra pésima debido a la mala pavimentación, hecha de grandes losas que se movían fácilmente bajo el peso de las caravanas y volvía la jornada muy agotadora. "Trepamos la mitad del camino a pie, a fin de preservar nuestros animales", relató. "A cada paso, las bestias paraban jadeantes de cansancio".
Desde lo alto de la sierra se tardaban más de seis horas para atravesar el trecho de planicie en dirección a la capital paulista, incluyendo parada de una hora para almuerzo y descanso. Por eso, sólo al caer la tarde de aquel 7 de septiembre la comitiva llegó a la colina del Ipiranga. Por orden del príncipe, que más de una vez se vio compelido a interrumpir su jornada debido a los cólicos intestinales, la guardia de honor se adelantó y lo esperó en una venta situada seiscientos más al frente, junto al riachuelo que se haría famoso antes del anochecer.
En tupi-guaraní, Ipiranga significa "río rojo" debido a las aguas fangosas del riacho. En aquella época, a pesar de la tonalidad oscura, era un arroyo de aguas limpias en medio de rozas y pastizales salpicados por los termiteros de alquerías y sitios que se extendían en un lugar yermo, de población diseminada. De las márgenes del Ipiranga hasta la ciudad de São Paulo había apenas ocho casas, donde vivían 42 personas. Hoy, el riacho es un canal de desagüe encajonado bajo el asfalto y el cemento de una de las mayores metrópolis del planeta. De los 24 manantiales originales, situados dentro del Parque Estatal de las Fuentes del Ipiranga, cuatro desaparecieron por la reducción de la capa freática en la región. Algunos kilómetros delante, después de recibir una cantidad monumental de basura y descargas domésticas e industriales, desagua en el río Tamanduateí. Allí, el índice de polución es altísimo. La tasa de oxígeno, próxima a cero en los meses sin lluvias, hace de él un riachuelo muerto, incapaz de albergar peces o cualquier otra forma de vida.
En 1822, don Pedro aún estaba en lo alto de la colina cuando llegó al galope, viniendo de São Paulo, el alférez Francisco de Castro Canto y Melo. Ayudante de órdenes, amigo de don Pedro y hermano de Domitila de Castro Canto y Melo, la futura marquesa de Santos, el alférez era parte de la comitiva que había salido de Rio de Janeiro con el príncipe tres semanas antes en dirección a São Paulo. También había bajado la sierra del Mar el día 5 de septiembre, pero en Cubatão fue despachado de vuelta por don Pedro, con órdenes para avisarlo de cualquier novedad venida de Rio de Janeiro - señal de que, por intuición o información, don Pedro era consciente de que algún acontecimiento muy grave le aguardaba en aquellos días. Y fue exactamente eso lo que ocurrió allí en la colina del Ipiranga.
Al encontrarse con la comitiva real, Canto y Melo traía noticias inquietantes, pero ni siquiera tuvo tiempo de transmitirlas a don Pedro. Tras él llegaron dos mensajeros de la corte de Rio de Janeiro. Exhaustos y sofocados, Paulo Bregaro, oficial del Supremo Tribunal Militar, y el mayor Antonio Ramos Cordeiro habían recorrido a caballo cerca de quinientos kilómetros en cinco días prácticamente sin dormir. Eran portadores de mensajes urgentes enviados por José Bonifácio y la princesa Leopoldina, mujer de don Pedro y encargada de presidir las reuniones del consejo de ministros en ausencia del marido. Antes de partir de Rio de Janeiro, Bregaro había recibido de Bonifácio instrucciones categóricas respecto de la urgencia del viaje: "Si no revientas una docena de caballos en el camino, nunca más serás correo. ¡Tú verás!".
Los meses anteriores habían sido de gran tensión y enfrentamiento entre portugueses y brasileños. Había resentimientos y desconfianzas acumulados a los dos lados del Atlántico. En Portugal, se conspiraba para que Brasil volviese a la condición de colonia, situación que perduró durante más de tres siglos hasta la llegada de la familia real portuguesa a Rio de Janeiro, en 1808, huyendo de las tropas del emperador francés Napoleón Bonaparte. El rey don Jõao VI volvió a Portugal en abril de 1821, después de nombrar al hijo don Pedro príncipe regente de Brasil. Atrás, quedaba un país transformado. Entre los muchos cambios ocurridos en esos trece años, Brasil había sido promovido, en 1815, a Reino Unido con Portugal y el Algarve. Por eso, en 1822 todo el esfuerzo de los brasileños estaba concentrado en asegurar la autonomía y los beneficios ya conquistados con don Jõao. También por esa razón las noticias recibidas por don Pedro aquel 7 de septiembre eran tan malas.
El día 28 de agosto, el bricbarca Três Corações atracó en el puerto de Rio de Janeiro trayendo las últimas novedades de Portugal. Eran papeles explosivos. Incluían los decretos en que las cortes constituyentes portuguesas en la práctica destituían a don Pedro del papel de príncipe regente y lo reducían a la condición de mero delegado de las autoridades de Lisboa. Sus decisiones tomadas hasta entonces quedaban anuladas. A partir de aquel momento, sus ministros serían nombrados en Portugal y su autoridad ya no se extendería por todo Brasil. Quedaría limitada a Rio de Janeiro y regiones vecinas. Las demás provincias pasarían a regularse directamente desde Lisboa. Las cortes también determinaban la apertura de proceso contra todos los brasileños que contrariasen las órdenes del gobierno portugués. El objetivo principal era el ministro José Bonifácio, defensor de la Independencia y gran aliado de don Pedro.
Convocadas en ausencia de don Jõao VI, las cortes venían tomando decisiones contrarias a los intereses de Brasil desde el año anterior. A finales de 1821, habían ordenado la vuelta de don Pedro a Portugal, de donde pasaría a viajar de incógnito por Europa con el objetivo de "educarse". El príncipe decidió quedarse en Rio de Janeiro, pero desde entonces su poder venía siendo reducido. Tribunales y secretarías en funcionamiento en Brasil durante la permanencia de la corte habían sido extintos o transferidos a la antigua metrópolis. Las provincias recibieron órdenes para elegir cada una su propia junta de gobierno, que se dirigiría directamente a Lisboa y no al príncipe en Rio de Janeiro. En otra tentativa de aislar a don Pedro, las cortes habían nombrado gobernadores de armas, o sea, interventores militares, encargados de mantener el orden en cada provincia y que solo obedecían órdenes de la metrópoli. La radicalización se expresaba en el tono de los discursos en Lisboa. El diputado portugués Borges Carneiro había llamado a don Pedro "desgraciado y miserable rapaz" o simplemente "el muchachito".
La correspondencia entregada por los dos mensajeros a don Pedro en la colina del Ipiranga reflejaba ese momento máximo de enfrentamiento entre Brasil y Portugal. Una carta de la princesa Leopoldina recomendaba al marido prudencia y que oyese con atención los consejos de José Bonifácio. El mensaje del ministro decía que informaciones venidas de Lisboa daban cuenta del embarque de 7.100 soldados que, sumados a los seiscientos que ya habían llegado a Bahia intentarían atacar Rio de Janeiro y vencer a los partidarios de la independencia. Ante eso, Bonifácio afirmaba que solo había dos caminos para don Pedro. El primero seria partir inmediatamente para Portugal y allí quedar prisionero de las cortes, condición en la que ya se encontraba su padre, don Jõao VI. El segundo era quedase y proclamar la Independencia de Brasil, "haciéndose su emperador o rey".
"Señor, el dado está lanzado y de Portugal no hemos de esperar sino esclavitud y horrores", escribiría Bonifácio. "Venga Su Alteza Real cuanto antes, y decídase, porque vacilación y medidas de agua tibia [...] para nada sirven, y un momento perdido es una desgracia. Una tercera carta, del cónsul británico en Rio de Janeiro, Henry Chamberlain, mostraba cómo Inglaterra analizaba la situación política en Portugal. Según él, se hablaba en Lisboa de apartar a don Pedro de la condición de príncipe heredero como castigo por sus repetidos actos de rebeldía contra las cortes constituyentes. La carta de Leopoldina, la más enfática de todas, terminaba con una frase que no dejaba dudas sobre la decisión a tomar: "Señor, la manzana está madura, ¡cójala!".
Cuatro años más tarde, en declaración por escrito, el padre Belchior registró lo que había presenciado a continuación:
Don Pedro, temblando de rabia, arrancó de mis manos los papeles y, arrugándolos, los pisó y los dejó en la hierba. Yo los arreglé y los guardé. Después se volvió hacia mí y dijo:
- ¿Y ahora, padre Belchior?
Yo respondí rápidamente:
- Si Su Alteza no se hace rey de Brasil será prisionero de las cortes y, tal vez, desheredado por ellas. No hay otro camino sino la independencia y la separación.
Don Pedro caminó algunos pasos, silenciosamente, acompañado por mí, Cordeiro, Bregaro, Carlota y otros, en dirección a los animales que se encontraban a la vera del camino. De repente, se detuvo ya en medio de la carretera, diciéndome:
- Padre Belchior, ellos lo quieren, tendrán su responsabilidad. Las cortes me persiguen, me llaman con desprecio niñato y brasileño. Pues ahora verán cuánto vale el niñato. De hoy en adelante están rotas nuestras relaciones. Nada más quiero con el gobierno portugués y proclamo Brasil, para siempre, separado de Portugal.
Respondimos inmediatamente, con entusiasmo:
- ¡Viva la Libertad! ¡Viva Brasil separado! ¡Viva don Pedro!
El príncipe se volvió para su ayudante de órdenes y dijo:
- Diga a mi guardia, que acabo de proclamar la independencia de Brasil. Estamos separados de Portugal.
El teniente Canto y Melo cabalgó en dirección a una venta, donde se encontraban casi todos los dragones de la guardia.
Por la descripción del padre Belchior no hubo sobre la colina del Ipiranga el grito "Independencia o Muerte", hecho célebre un siglo y medio después por el actor Tarcísio Meira, en el papel de don Pedro en un filme de 1972. El famoso grito aparece en otro relato, del alférez Canto y Melo, registrado bastante más tarde, cuando el acontecimiento ya había entrado en el panteón de los momentos épicos nacionales. La versión del alférez, de tono obviamente militar, muestra un príncipe resoluto y determinado. Por ella, don Pedro habría leído la correspondencia y, "después de un momento de reflexión", habría explotado, sin pestañear: "¡Ahora! ¡Independencia o muerte! ¡Estamos separados de Portugal!".
El tercer testigo, el coronel Marcondes, infelizmente no estaba en lo alto de la colina del Ipiranga, en condiciones de esclarecer las contradicciones entre los relatos del padre Belchior y del alférez Canto y Melo. Marcondes, como ya se vio, recibió órdenes de don Pedro para adelantarse con la guardia de honor y en aquel momento descansaba con sus soldados en una venta próxima al riachuelo, lugar hoy conocido como "Casa del Grito". Por precaución, sin embargo, había destacado un vigía para avisarlo de la eventual aproximación del príncipe. Fue desde ese punto de observación que Marcondes primero vio a Bregaro y a Ramos Cordeiro, los dos mensajeros de la corte, cruzar al galope rumbo a la colina. Pasados algunos instantes, notó que el centinela venía en sentido contrario, en dirección a la guardia de honor. Avisaba de la llegada de don Pedro, también al galope.
El relato del coronel:
Pocos minutos podrían haber pasado después de la retirada de los referidos viajeros (Bregaro y Cordeiro), de repente percibimos que el guarda, que estaba de vigía, venía apresuradamente en dirección al punto en que nos encontrábamos. Comprendí lo que aquello quería decir e, inmediatamente, mandé formar la guardia para recibir a don Pedro, que debía entrar en la ciudad entre dos flancos. Pero tan apresurado venía el príncipe, que llegó antes que algunos soldados tuviesen tiempo de alcanzar sus sillas de montar. Serían las cuatro de la tarde, más o menos. Venía el príncipe delante. Viéndolo volverse para nuestro lado, salimos a su encuentro. Delante de la guardia, que describía un semicírculo, detuvo su animal y, con la espada desenvainada, bramó:
- ¡Amigos! ¡Están, para siempre, rotos los lazos que nos unían al gobierno portugués! ¡Y en cuanto a los lazos de esa nación, os invito a hacer esto!
Y arrancando del sombrero que traía la cinta azul y blanca, la arrojó al suelo, siendo en esto acompañado por toda la guardia que, quitándose de los brazos el mismo distintivo, le dio igual destino.
- ¡Y viva Brasil libre e independiente! - gritó don Pedro.
A lo que, desenvainando también nuestras espadas, respondimos:
- ¡Viva Brasil libre e independiente! ¡Viva don Pedro, su defensor perpetuo!
Y aún rugió el príncipe:
- Será nuestra divisa de ahora en adelante: ¡Independencia o Muerte!
Por nuestra parte, y con el más vivo entusiasmo, repetimos:
- ¡Independencia o Muerte!
La proclamación de don Pedro descrita por el coronel Marcondes es llamada por algunos historiadores "Segundo Grito del Ipiranga". Aconteció algunos minutos después del primero, ya a media ladera de la colina, cerca de cuatrocientos metros del riacho. Es interesante observar las sutilezas entre los dos gritos del Ipiranga. El primero ocurrió de forma más simple, en presencia de un grupo restringido, y revela trazos de indecisión en la actitud de don Pedro. El segundo, solemne y convencido, ante la guardia de honor, es el quedó registrado en la memoria nacional. El relato del padre respecto de ese segundo grito confirma la versión de Marcondes, aunque con palabras diferentes. Por él, ante la guardia, el príncipe repitió, ahora en tono más enfático, la declaración que hiciera momentos antes:
- Amigos, las cortes portuguesas quieren esclavizarnos y perseguirnos. De hoy en adelante, nuestras relaciones están rotas. Ningún lazo nos une ya.
Y, arrancando del sombrero el lazo azul y blanco, decretado por las cortes como símbolo de la nación portuguesa, lo tiró al suelo, diciendo:
- ¡Lazo fuera, soldados! Viva la Independencia y la libertad de Brasil.
Respondimos con un viva a Brasil independiente y a don Pedro.
El príncipe desenvainó la espada, en lo que fue acompañado por los militares. Los acompañantes civiles se quitaron los sombreros. Y don Pedro dijo:
- Por mi sangre, por mi honor, por mi Dios, juro hacer la libertad de Brasil.
- Juramos, respondimos todos.
Don Pedro envainó nuevamente la espada, en lo que fue imitado por la guardia, se puso al frente de la comitiva y se volvió poniéndose de pie en los estribos:
- Brasileños, nuestra divisa de hoy en adelante será Independencia o Muerte; y nuestros colores, verde y amarillo, en sustitución de los de las cortes.
Aunque haya pasado a la historia como el marco decisivo del rompimiento de los vínculos coloniales entre Brasil y Portugal, el lema "Independencia o Muerte" nunca fue exclusivo de los brasileños. Acuñado dentro de las logias masónicas de finales del siglo XVIII, fue usado en la época en las diversas luchas de liberación nacional alrededor del mundo. Aun hoy aparece, por ejemplo, en la letra del Himno Nacional de Rumanía, en un verso que dice:
En el brazo armado a fuego de vuestros hidalgos,
¡Independencia o Muerte! gritamos vehementes
Aquel fin de tarde de septiembre de 1822, acompañado por la guardia de honor, después rebautizada con el pomposo nombre de "Dragones de la Independencia", don Pedro fustigó a su "bayo amarillento" para vencer los últimos cinco kilómetros del total de setenta que recorrería aquel día. Faltaba una hora para la puesta de sol cuando entró en São Paulo saludado por las campanas de las iglesias y por los escasos moradores que se aglomeraban en las calles de tierra batida. Exhausto, sucio y todavía debilitado por los problemas intestinales, se recogió en el Palacio de los Gobernadores, el mismo que lo había hospedado días antes al llegar de Rio de Janeiro.
Las noticias de los extraordinarios acontecimientos de aquella tarde en las márgenes del Ipiranga se extendieron rápidamente. Frente al pequeño teatro del Pátio do Colégio un grupo de partidarios de la independencia ligado a la Iglesia y a la masonería se reunió para decidir lo que hacer. Era preciso homenajear al príncipe, pero nadie sabía cómo proceder. Obviamente, no había tiempo de preparar un Te Deum o una recepción de gala, como las circunstancias pedían. Era necesario improvisar. Por eso, se decidió aprovechar la escenificación de la pieza El convidado de piedra, anunciada para aquella noche. A don Pedro le gustaba el teatro y su presencia en el palco principal ya estaba confirmada. "Dijeron que era necesario que se declarase monarca y formar una monarquía brasileña", relató cuarenta años más tarde el padre Ildefonso Xavier Ferreira, integrante del grupo. "Nadie lo merecía más que el ínclito príncipe de Portugal, que nos acababa de dar la independencia". El propio Ildefonso fue el encargado de realizar la aclamación.
Don Pedro entró en el teatro a las 21h30 y, como estaba previsto, se dirigió al palco principal sin saber del homenaje que le dispensarían a continuación. Antes de que el espectáculo comenzase, el padre Ildefonso se levantó del palco número 11, donde se reunía el grupo de masones, y se dirigió a la platea. Allí, se puso de pie en la tercera bancada, justo frente al lugar ocupado por el príncipe, respiró hondo y se preparó para cumplir su papel. En el momento de hacer la aclamación, sin embargo, se detuvo inseguro y se resistió por algunos segundos. "Temía que el príncipe no aceptase", contó después. "Entonces, yo sería preso como revolucionario". Por fin, reunió coraje y soltó el vozarrón: "¡Viva el primer rey brasileño!".
Para su alivio, don Pedro se inclinó en señal de aprobación y agradecimiento. Fue la indicación para que todo el teatro se viniese abajo y repitiese el grito del padre Ildefonso: "¡Viva el primer rey brasileño!", explotó la multitud.
Animado por la repercusión, el padre Ildefonso repitió el grito tres veces. "Se convirtió en el héroe de la noche ante aquél que había sido el héroe del día", en la inspirada definición de Octávio Tarquínio de Sousa.
Laurentino Gomes.