AL VOLVER A LISBOA, EN abril de 1821, el rey don Juan VI dejó atrás dos brasiles enteramente diferentes. Por un lado, había un país transformado por la permanencia de la corte en los trópicos, ya con los pies firmes en el turbulento siglo XIX, bien informado de las novedades que rediseñaban el mundo en la época y envuelto en dilemas muy semejantes a los conflictos que agitaban la naciente opinión pública en Europa y en los Estados Unidos. Este era un Brasil muy pequeño, de apenas algunos miles de personas, que tenía su epicentro en Rio de Janeiro, la modesta villa colonial de 1807 convertida en una ciudad con trazas y refinamientos de capital europea en los trece años siguientes. Por otro, un vasto territorio, aislado e ignorante, no muy diferente del lugar salvaje y escasamente poblado que Pedro Álvares Cabral había encontrado trescientos años antes al atracar en Bahia. Estos dos brasiles convivían de forma precaria y se ignoraban mutuamente. Cabría al príncipe don Pedro y a su mano derecha, José Bonifácio de Andrada e Silva, la tarea de hacerlos caminar juntos rumbo a la Independencia.
El Brasil transformado tenía compositores, maestros, bailarines, cantores, arquitectos, pintores, científicos, profesores, escuelas de enseñanza superior, libros y periódicos, fábricas de herramientas, pólvora y tejidos, molinos de harina de trigo, tiendas que vendían las últimas novedades venidas de Londres y París, navíos que ya usaban la novísima tecnología de la navegación a vapor. Era el Brasil que en Rio de Janeiro se exhibía en los conciertos del Real Teatro de São João, en las misas y Te Deum de la Capilla Real, en las ceremonias del besamanos en el Palácio da Quinta da Boa Vista y en los salones frecuentados por el cuerpo diplomático, por los oficiales y comerciantes extranjeros y por la nueva corte creada por don Juan después de su llegada a Brasil, constituida por barones del azúcar, vizcondes del café, marqueses de la ganadería, condes de las minas de oro y diamantes y gentilhombres del tráfico de esclavos, entonces todavía el gran negocio brasileño.
Era una nobleza inflada por el régimen de toma y daca que se estableció entre la riqueza colonial y la destituida corte portuguesa refugiada en Brasil después de la invasión de Portugal por las tropas del emperador Napoleón Bonaparte. El periódico Aurora Fluminense, dirigido por el poeta, librero y futuro diputado liberal Evaristo da Veiga, escribió que la monarquía portuguesa, después de 736 años de existencia, tenía dieciséis marqueses, ocho vizcondes, cuatro barones y 26 condes, mientras que la brasileña, con apenas ocho años, ya ostentaba 28 marqueses, dieciséis vizcondes, 21 barones y ocho condes. El también liberal padre Diogo Antônio Feijó describía esa nueva corte como “una aristocracia fantástica”, a la que “faltaba dinero, grandes acciones, vasto saber y prestigio”.
Localizada en el centro de Rio de Janeiro, repleta de tiendas con artículos franceses, la calle del Ouvidor sería en la época el equivalente hoy a la calle Oscar Freire, centro del comercio de artículos de lujo en São Paulo. Al pasear por ella, el aventurero alemán Carl Seidler registró: “Las clases superiores se visten según el último figurín parisino y no es raro que exageren ridículamente las modas importadas”. Otro viajero, el francés Jacques Arago, quedó sorprendido al visitar la Biblioteca Real traída de Portugal por don Juan. Con 60 mil volúmenes y obras raras, era una de las mayores del mundo. Situada, no obstante, en un país de gente analfabeta, estaba vacía. “Grande y bella y enriquecida con las mejores obras literarias, científicas y filosóficas de las naciones civilizadas, está perfectamente desierta y desconocida por los brasileños”, lamentó Arago. “La visité dos veces, y las dos me encontré ahí solo con el director”.
El otro Brasil de don Juan – pobre, descalzo y atrasado – todavía cazaba y esclavizaba indios indómitos que atacaban haciendas en el interior del país, viajaba a pie, en canoas o a lomo de mulas que atravesaban carreteras embarradas y agujereadas, vivía en chozas con paredes de troncos, suelo de tierra batida y techo de paja, se alimentaba de la pesca y de una agricultura rudimentaria, no sabía leer y escribir ni tenía acceso a ninguna información sobre lo que pasaba algunos kilómetros más allá de sus comunidades aisladas. Al visitar esa parte de Brasil, entre 1816 y 1822, el botánico francés Auguste de Saint-Hilaire quedó impactado con lo que vio. “Allí no interesan sino los asuntos ligados a la cría de ganado; la ignorancia es extrema”, afirmó al describir a los habitantes de la región de Campos Gerais, en el interior de Paraná. “Encontré por todas partes gente hospitalaria, excelente, a la que no faltaba inteligencia, pero cuyas ideas eran tan limitadas que la mayoría de las veces yo no conseguía conversar más de quince minutos”.
Poco más adelante, al pasar por la ciudad de Paranaguá y por la vecina villa de Guaratuba, Saint-Hilaire encontró personas en estado de desnutrición tan profunda que habían adquirido el hábito de comer tierra intentando reponer vitaminas y sales minerales.
Esta condenable práctica comúnmente se transforma en una pasión incontrolable, y a veces se ven negros con mordaza en la boca rodando por la tierra para poder aspirar un poco de polvo. Los comedores de tierra prefieren la que es sacada de los hormigueros de las termitas, y hay personas que mandan esclavos a buscar un terrón de esos termiteros para con ellos regalarse.
La práctica se extendió tanto que el párroco local abrió una campaña contra ella y contó a Saint-Hilaire que no daba confesión a un esclavo o a cualquier otra persona sin antes preguntarle si comía tierra.
Estos dos brasiles tenían algunos rasgos en común. Uno de ellos era la aversión al trabajo y la total dependencia de la mano de obra esclava. Seidler hizo un retrato devastador de la relación entre esclavos y señores en Rio de Janeiro, una sociedad que se pretendía desenvuelta y cosmopolita, pero que estaba, en opinión del viajero alemán, marcada por la “excesiva pereza e indolencia”:
Madame tiene sus esclavas, dos, tres, seis u ocho, según el infeliz esposo abra la bolsa, y esas criadas negras nunca pueden alejarse de la inmediata proximidad de su severa dueña, deben entenderla y hasta interpretarle la mirada. Estaría de más exigir que la señora, ya fuese la mujer de un simple tabernero, se sirviera ella misma un vaso de agua, aunque la jarra estuviera a su lado sobre la mesa. Tan dulce es poder tiranizar. De cocinar y lavar, entonces, ni se hable: para semejante trabajo de esclavos Dios creó a los negros…
Saint-Hilaire también habla de la aversión al trabajo al pasar por Campos Gerais de Paraná: “Como en el resto de Brasil, todo el mundo trabaja lo menos posible. La vida de los hombres muy pobres difiere poco de la de los indios salvajes. Sólo plantan lo estrictamente necesario para el sustento de la familia y pasan meses enteros perdidos en la selva”. En Curitiba, entonces una villa de 11.014 habitantes, encontró una población diferente, pero blanca y europea, muy educada y hospitalaria. A pesar de ello, se sorprendió con su indolencia: “El capitán mayor estaba obligado a demarcar la cantidad de tierra que cada uno debía sembrar, metiendo de vez en cuando a algunos perezosos en la cárcel, con el fin de intimidar a los otros”.
Otro rasgo común era la astucia y la falta de transparencia en las relaciones comerciales – el famoso carácter o “jeitinho brasileiro”, que ya amedrentaba a los viajeros extranjeros aquí llegados por primera vez después de la apertura de los puertos. Al describir el comportamiento de los comerciantes baianos, el inglés Thomas Lindley afirmó:
En sus negocios, prevalece la astucia mezquina y bellaca, principalmente al efectuar las transacciones con extranjeros, a los que piden el doble del precio que acabarán aceptando por su mercancía, mientras procuran devaluar lo que habrán de obtener a cambio, utilizando todos los artificios a su alcance. En una palabra: salvo algunas excepciones, son personas enteramente desprovistas del sentimiento de honradez, no poseyendo aquel sentido general de rectitud que debe presidir toda y cualquier transacción entre los hombres.
En 1822, Brasil tenía cerca de 4,5 millones de habitantes – menos del 3% de su población actual – divididos en 800 mil indios, 1 millón de blancos, 1 millón 200 mil esclavos (africanos o descendientes) y 1 millón y medio de mulatos, pardos, cobrizos y mestizos. Resultado de tres siglos de mestizaje racial entre portugueses, negros e indios, esta última parcela de población componía un grupo semilibre, que se extendía por las zonas interiores y vivía sometido a las leyes y voluntades de los caciques locales.
La masa poblacional todavía se concentraba en la franja litoral entre la ciudad gaucha de Rio Grande y la bahía de Marajó, en el estuario del río Amazonas, pero el mapa de Brasil ya tenía más o menos sus contornos actuales, con dos excepciones: la provincia Cisplatina, que ganaría su independencia como Uruguay en 1828, y el estado de Acre, que en la época formaba parte de Bolivia y sería comprado por el barón de Rio Branco e incorporado al territorio brasileño a comienzos del siglo XX.
Una novedad fue la llegada de suizos a la futura Nova Friburgo, en la sierra fluminense, en 1818, dando inicio a la inmigración extranjera en Brasil. De los primeros 2 mil inmigrantes, 531 murieron de hambre, enfermedades y violencia – 26,5% del total -, pero la colonia se desquitó y hoy es una agradable estación de veraneo. Formaba parte de un proyecto de “blanqueo” de la población, defendido por diferentes ministros y consejeros de la corona, en Portugal y en Brasil. Le cupo a una de las colonas suizas de Nova Friburgo, Maria Catarina Equey, el honor de amamantar al príncipe Pedro de Alcântara, futuro emperador Pedro II, nacido el 2 de diciembre de 1825. La familia imperial creía ser más saludable emplear en esa tarea a una mujer blanca, europea y católica que a las negras amas de leche tan comunes en las casas de los señores de esclavos del Brasil colonial.
Ningún otro periodo de la historia brasileña testimonió cambios tan profundos, decisivos y acelerados que los trece años de permanencia de la corte portuguesa en Rio de Janeiro. En el espacio de menos de una década y media, Brasil dejó de ser una colonia cerrada y atrasada y comenzó a pavimentar su camino rumbo a la independencia. Presionado por las circunstancias, durante ese periodo don Juan tomó innumerables decisiones que resultaron en un impulso de prosperidad sin precedentes en la historia de la América portuguesa. La providencia más importante fue la apertura de los puertos, anunciada en Salvador el día 28 de enero de 1808, una semana después de que la familia real atracara en Bahia. Combinada con otras dos medidas – el fin de la prohibición de manufacturas y la concesión de libertad de comercio -, representaba en la práctica el fin del periodo colonial brasileño. Por primera vez, en más de tres siglos, el país estaba libre del régimen de monopolio portugués para integrarse al sistema internacional de producción y comercio.
Principal beneficiaria de la apertura de los puertos, la Inglaterra de la Revolución Industrial inundaría Brasil con sus productos. Eran tejidos de algodón, lino y lana, piezas de vidrio, botas y zapatos, armas de fuego y municiones, hilos, clavos y cuerdas, serruchos, martillos, palas y hachas, utensilios de toda naturaleza que llegaban a precios muy accesibles y prácticamente sin competidores. En 1822, la mitad de los 434 navíos extranjeros atracados en Rio de Janeiro era inglesa. Las exportaciones británicas a Brasil alcanzaban los 2 millones de libras anuales, cuatro veces lo que el gobierno conseguía recaudar en tasas e impuestos en el país entero en aquel año.
Don Juan mandó mejorar la comunicación entre las diversas regiones, estimular la población y el aprovechamiento de las riquezas de la colonia. La apertura de nuevas carreteras ayudó a romper el aislamiento que hasta entonces vigoraba entre las provincias. Su construcción estaba oficialmente prohibida por ley desde 1733. Las áreas más remotas fueron exploradas y cartografiadas. La navegación fluvial también fue estimulada. El primer barco a vapor, comprado en Inglaterra en 1818 por Felisberto Caldeira Brant Pontes de Oliveira e Horta, rico fabricante y futuro marqués de Barbacena, comenzó a navegar un año más tarde en las aguas del Recôncavo Baiano. Las ciudades más próximas a la corte crecieron en tamaño y riqueza. Convertida en capital del imperio colonial portugués, Rio de Janeiro pasó por transformaciones drásticas. La población, que, en 1808, era de apenas 60 mil habitantes, saltó a 112.695 en 1821, incluyendo el área rural, ahora repleta de granjas y casas de campo habitadas por nobles y extranjeros. El número de esclavos se triplicó.
La creación de una escuela de medicina en Salvador y otra en Rio de Janeiro inauguró la enseñanza superior en Brasil. Después vinieron una escuela de técnicas agrícolas, un laboratorio de estudios y análisis químicos y la Academia Real Militar, cuyas funciones incluían la enseñanza de ingeniería civil y minera. Una nueva estructura del Estado, que hasta entonces funcionaba en Portugal, se transfirió a Brasil con la organización del Supremo Consejo Militar y de Justicia, la Casa de Súplicas (que sería el equivalente hoy al Supremo Tribunal Federal), de la Intendencia General de Policía de la Corte (mezcla de prefectura con secretaría de seguridad pública), del Erario Regio, del Banco de Brasil, del Consejo de Hacienda y del Cuerpo de la Guardia Real. En el Real Teatro de São João se presentaban cantantes, compositores, bailarines y compañías teatrales venidas de Europa.
Un cambio de gran impacto fue la aparición de la prensa, prohibida en Brasil hasta 1808. Ella cambió el ambiente intelectual y político del país y pasó a diseminar y debatir las ideas políticas que llegaban de Europa y Estados Unidos. En sus primeros trece años de funcionamiento, la prensa estaba sometida a tres instancias de censura. “Quien quisiese, en Brasil, publicar algo, recorría un largo camino”, escribió la historiadora Isabel Lustosa, autora de un excelente estudio sobre el tema. Todo original debía, inicialmente, ser enviado al ministro de Negocios Extranjeros y de la Guerra. De allí, si se aprobaba, seguía para el Despacho de la Corte y, finalmente, para la Real Mesa Censora. Con la creación de la Imprenta Regia, comenzó a circular, el día 10 de septiembre de 1808, la Gazeta do Rio de Janeiro, primer periódico publicado en territorio nacional. Solo imprimía noticias del interés del gobierno. El mismo año fue lanzado en Londres, para huir de la censura, el Correio Braziliense, del periodista Hipólito José da Costa. La censura cayó, finalmente, con un decreto del 2 de marzo de 1821. A partir de ahí, todo ciudadano podría manifestar sus opiniones sin censura previa.
Libres de la censura, los periódicos se transformaron rápidamente en el escenario en que se trataban los principales debates durante la Independencia y el Primer Reinado. El año de la Independencia ya había 53 periódicos en circulación en todo el imperio. Los nombres eran reveladores de las ideas que defendían: O Repúblico, O Tribuno do Povo, A Nova Luz Brasileira, Aurora Fluminense, Sentinela da Liberdade. Algunos defendían la deportación y el confinamiento de todos los nacidos en Portugal. Otros eran francamente republicanos. Fue este “el laboratorio donde tuvieron lugar embrionarias e imprevisibles formas de competición política”, según Isabel Lustosa.
Como resultado, el país vivió “un momento extremadamente vibrante, donde se asistió a un proceso de liberalización política sin precedentes en nuestra historia”, en evaluación de la historiadora. “Cada cual escribía y firmaba lo que bien entendía”. Los artículos, a veces publicados en periódicos manuscritos, cuya tirada no iba más allá de algunas decenas de ejemplares distribuidos de mano en mano, incluían “el insulto, la indecencia, los ataques personales, las descripciones deformadoras de aspectos morales o físicos” y muchas veces resultaban en agresiones corporales. Curiosamente, como se verá en el capítulo 7, hasta el príncipe regente y futuro emperador participaba de los debates impresos escribiendo artículos firmados con seudónimos.
Un ejemplo de ese nuevo ambiente intelectual puede ser observado en un anuncio publicado en el periódico Volantim, el 5 de octubre de 1822. Ofrecía libros de pensadores franceses hasta entonces prohibidos:
En la tienda de Paulo Martim, nuevamente se encuentra la obra Contrato Social, o Principios del Derecho Público, traducida del original francés de Rousseau, en portugués, a 2$880 en folleto; y encuadernado 3$600; así como el original en francés, un volumen en encuadernación dorada por 4$000 rs. Esta obra, otrora prohibida, hoy debe ser una obra que todos deben leer.
La música era, de lejos, el arte preferido por la corte portuguesa en Rio de Janeiro. El pintor Jean-Baptiste Debret, que llegó a Brasil con la Misión Artística Francesa de 1816, estimó que don Juan gastaba 300 mil francos anuales, una fortuna para la época, en el mantenimiento de la Capilla Real y su cuerpo de artistas, que incluían “cincuenta cantores, entre ellos magníficos virtuosi italianos, de los cuales algunos famosos castrati, y cien ejecutores excelentes, dirigidos por dos maestros de capilla”. En 1811, llegó a Rio de Janeiro el más renombrado músico portugués, el maestro Marcos Antônio da Fonseca Portugal. Hasta la partida de la corte, en 1821, compondría innumerables piezas y músicas sacras en homenaje a los grandes eventos de la corona. En 1816, el compositor y maestro austríaco Sigismund Neukomm llegó a Brasil.
Uno de los mejores organistas de su época, nacido en Salzburgo, Austria, en 1778, Neukomm fue alumno de Joseph Haydn y colega de estudios de Ludwig van Beethoven, en Viena. En Brasil, compuso 71 obras, que hasta hoy sorprenden a los especialistas por su refinamiento y complejidad. Incluyen la Marcha triunfal à grande orquestra, una orquestación de seis valses del príncipe don Pedro, de quien fue profesor, además de una marcha sinfónica, una misa y un Te Deum para la ceremonia de aclamación de don Juan VI, en 1818. Otra gran contribución suya fue el registro de cantigas del violinista y compositor Joaquim Manuel Gago da Camera.
En Rio de Janeiro, donde vivó cinco años, Neukomm frecuentaba la casa del barón Von Langsdorff, cónsul general de Rusia, cuya mujer era su alumna. Era un punto de encuentro de músicos, compositores y cantantes de la corte, que allí se reunían para conocer y ejecutar las novedades llegadas de Europa. Entre los frecuentes estaban la princesa y futura emperatriz Leopoldina y su marido, don Pedro. Los dos eran amigos del padre José Maurício Nunes Garcia, también profesor de música de don Pedro al lado de Marcos Antônio Portugal y Neukomm. Mulato y padre de seis hijos, el padre está considerado hoy el más importante compositor brasileño de la corte de don Juan. Neukomm le tenía gran admiración y amistad. Después de verlo dirigir la primera ejecución del Requiem de Mozart en suelo brasileño, escribió, en 1820, un artículo fascinado para el periódico Allgemeine Musikalische Zeitung, de Leipzig, elogiando el desempeño del amigo brasileño.
La obra musical de Neukomm es relativamente bien conocida. Su trayectoria personal, al contrario, permanece rodeada de misterios. Uno de ellos es su actividad política. Algunos historiadores levantan la sospecha de que habría sido un espía al servicio de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, el más poderoso ministro de Francia a comienzos del siglo XIX. Como la corte portuguesa adoraba la música y Neukomm era uno de los maestros más prometedores de la época, esto habría facilitado su acceso al círculo próximo a don Juan, con el objetivo de informar a Talleyrand de las alianzas y conspiraciones en marcha en Rio de Janeiro. Un segundo enigma tiene que ver con su vida privada. Guapo, famoso, soltero y sin hijos, Neukomm tiene su nombre en una lista de cuatro homosexuales no asumidos de la corte de don Juan, elaborada por el antropólogo Luiz Mott, fundador y expresidente del Grupo Gay de Bahia. Los otros tres serían don João de Almeida de Melo e Castro, conde de las Galveias; Francisco José Rufino de Sousa Lobato, vizconde de Vila Nova da Rainha; y el propio don Juan.
En los trece años de don Juan en los trópicos, Brasil fue redescubierto por los extranjeros, autorizados por primera vez a visitar la hasta entonces misteriosa y prohibida colonia portuguesa. Misiones artísticas, científicas y culturales escudriñaron su territorio documentando paisajes, riquezas y tipos humanos. El pintor Debret, principal nombre de la Misión Artística Francesa de 1816, se convertiría en gran amigo de don Pedro I. Al lado de Nicolas-Antoine Taunay, dejó el registro más precioso de aquel momento de gran transformación en la realidad brasileña.
Los cambios tendrían su punto culminante el 16 de diciembre de 1815. Ese día, víspera de la conmemoración del 81 cumpleaños de doña María I, “la reina loca”, don Juan promovió a Brasil a la condición de Reino Unido con Portugal y el Algarve, quedando Rio de Janeiro como sede oficial de la corona. Había dos objetivos en la medida. El primero era homenajear a los brasileños que lo habían acogido en 1808. El otro era reforzar el papel de la monarquía portuguesa en las negociaciones del Congreso de Viena, en el que las potencias victoriosas en la guerra contra Napoleón discutían el futuro de Europa. Con la elevación de Brasil a la categoría de Reino Unido, sugerida por el ministro francés Talleyrand, la corte portuguesa demostraba al mundo que no estaba de hecho refugiada en los trópicos y ganaba el pleno derecho de voz y voto en el congreso, aunque estuviese a miles de kilómetros de Lisboa, la capital hasta entonces reconocida por los demás gobiernos europeos.
Mientras Brasil prosperaba, su antigua metrópoli vivía una crisis sin precedentes. Los trece años que don Juan VI permaneció en Rio de Janeiro fueron de grandes sufrimientos para el pueblo portugués. Entre 1807 y 1814 Portugal perdió medio millón de habitantes. Un sexto de la población pereció de hambre o en los campos de batalla o simplemente huyó del país. Nunca, en toda su historia, el país había perdido un número tan grande de habitantes en tan poco tiempo. La apertura de los puertos de la antigua colonia, en 1808, y el tratado especial de comercio con los ingleses, en 1810, habían sido golpes durísimos para los comerciantes portugueses, que hasta entonces intermediaban en todos los trueques de Brasil con la metrópoli y el resto del mundo. Perjudicado por la competencia británica, el comercio de Portugal con Brasil se desplomó. Las exportaciones a la colonia, que eran de 94 millones de cruzados entre 1796 y 1807, cayeron a apenas 2 millones de cruzados en los diez años siguientes. En el sentido contrario, las exportaciones de Brasil a Portugal se redujeron de 353 millones de cruzados a la mitad, 189 millones. En 1810, un total de 1.214 navíos portugueses entraron en el puerto de Rio de Janeiro. Diez años más tarde, en 1820, no pasaron de 212, siendo que, de ellos, solamente 57 venían de Lisboa.
En Portugal, se alimentaba la esperanza de que, terminada la guerra contra Napoleón, el tratado con Inglaterra sería revocado y la corte volvería a Lisboa. No aconteció ni lo uno ni lo otro. El tratado continuaría en vigor aun por mucho tiempo. Y don Juan simplemente no quería volver. Los resentimientos explotaron la mañana del 24 de agosto de 1820, cuando tropas rebeldes se reunieron en el campo de Santo Ovídio, en la ciudad de Porto, y se declararon contra el dominio inglés. Tres semanas después, el 15 de septiembre, la revuelta llegó a Lisboa, donde se registraron varias manifestaciones populares pidiendo el fin del absolutismo monárquico. El día 27 fue constituida en la ciudad de Alcobaça la Junta Provisional Preparatoria de las Cortes, que quedaría encargada de redactar una nueva Constitución liberal. Las cortes eran un consejo de Estado previsto en el régimen monárquico portugués, que se había reunido por última vez en 1698, más de 120 años antes. Su simple convocatoria, después de tanto tiempo ausente del escenario político portugués, indicaba en qué medida el poder del rey estaba amenazado. Por decisión de los insurrectos, la dinastía de Braganza sería perdonada, pero el regreso del rey a Portugal era una cuestión de honor.
En abril de 1821, don Juan embarcó de vuelta a Lisboa. Antes de partir, recibió del ministro Tomas Antônio Vilanova Portugal una carta en tono profético:
La unión de Portugal con Brasil no puede durar mucho. Si S.M. tiene nostalgia de la cuna de sus abuelos, regrese a Portugal; pero si quiere tener la gloria de fundar un gran Imperio y hacer de la Nación brasileña una de las mayores potencias del globo, permanezca en Brasil. Donde Su Majestad vaya, será suyo; la otra parte la ha de perder.
La profecía habría de realizarse más rápido de lo que el ministro tal vez imaginase. La elevación de Brasil a la condición de reino unido, seis años antes, era la confirmación de una realidad nueva e irreversible. El espíritu de la independencia planeaba sobre los brasileños. El nuevo país enfrentaba grandes dificultades, pero nada de esto parecía atemorizar a los resueltos brasileños de 1822 ante la perspectiva de conducir su propio destino tras más de tres siglos de sometimiento a Portugal. La confusión política reinante en la metrópoli daría una contribución decisiva para que los acontecimientos siguiesen en esa dirección.
Laurentino Gomes