Cerca de cumplirse 11 años de los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001 que desembocase en la crisis del neoliberalismo, comparto dos notas de opinión publicadas en Página/12 días más tarde del estallido. La primera es de Beatriz Sarlo, cuando todavía escribía de vez en cuando en diarios progresistas y a pesar de ser desde siempre una gorila recalcitrante no decía las barbaridades que le genera en la actualidad el kichnerismo. La otra nota pertenece al escritor Eduardo Belgrano Rawson, la comparto porque simplemente es una muestra de las demandas de la época y que la gran mayoría de dichos reclamos fueron resueltos gracias al kirchnerismo.
Por Beatriz Sarlo.
La disolución de la Argentina y sus remedios
El poder ha vuelto adonde estaba en el siglo XIX, antes de la organización nacional. Los gobernadores, los senadores que representan a las provincias y, por supuesto, también los diputados (que representarían a la ciudadanía sin divisiones provinciales) deciden la forma que tendrá nuestro futuro más inmediato. A cualquiera le queda claro que son los gobernadores quienes tienen la voz cantante y es por eso que el poder del estado nacional está repartido, desigualmente, entre los estados provinciales. La Argentina ha destruido aquella construcción nacionalestatal que le costó esfuerzo, sangre y guerras. Lo que vendrá puede ser, entonces, un país dividido entre las potencias locales que lo integran (ésta es la peor hipótesis) o una nación que decide, por segunda vez en su historia, organizarse como estado. La decadencia final o un largo y difícil camino de reconstrucción republicana, que sostenga una democracia igualitaria.
En este cuadro de estallido del poder central en poderes locales, el peronismo será el protagonista decisivo. No sólo porque ganó las últimas elecciones, sino porque obtuvo, desde antes, la mayor parte de los poderes locales. El peronismo exportará sus conflictos o sus acuerdos a toda la nación. La Argentina, una vez más, depende de este partido. Así son sencillamente las cosas: de lo que haga el peronismo, del acuerdo a que lleguen sus señores provinciales, dependerá el curso de la política. Y, se sabe, en la sala donde se sientan los grandes electores justicialistas, hay de todo: oligarcas reaccionarios, populistas conservadores, proteccionistas, liberales moderados.
En paralelo, sin duda, las fuerzas sociales reclaman ser escuchadas. Que se las escuche será una verdadera novedad porque, en los últimos diez años, tanto Menem como De la Rúa fueron ejecutores de un régimen político que tuvo en cuenta exclusivamente los intereses del capitalismo financiero más concentrado y, en los márgenes, de un grupo formado por los muy poderosos del capitalismo local.
La Argentina necesita cambiar de régimen político. Y digo esto en un sentido fuerte: es necesario que las instituciones dejen de ser una red de transmisión de órdenes de ese sector capitalista completamente minoritario, que no ha vacilado en castigar a la sociedad con los sacrificios más crueles, presentados como la única salida posible.
Las puebladas que dieron por tierra el gobierno caricaturesco de De la Rúa no son una base para pensar este cambio de régimen. Ellas estuvieron animadas por un fuerte sentimiento antipolítico, que tiene todos los motivos bien a la vista. Ese sentimiento es un síntoma, no un remedio. Los que estuvimos en las manifestaciones, vimos allí una fotografía de la sociedad: la cultura de calle de los barras bravas y la cultura de manifestación de las capas medias, la furia de los marginales y la moderación de los jóvenes que iban con sus botellas de agua mineral o sus bicicletas. Todos se sintieron estafados y victimizados. Todos rugían contra los políticos.
Y, sin embargo, lo que la Argentina necesita, además de dar comida ya mismo a millones de personas, es una larga y trabajosa construcción de un nuevo escenario político. O, más que un escenario, un nuevo tipo de relación entre política y economía, entre gobierno y capitalismo: una relación de la mayor autonomía. Escribo esto y no dejo de percibir que la tarea es gigantesca y que los protagonistas hasta hoy sólo han discutido mínimas porciones de poder. Sin embargo, la cuestión se plantea en términos nítidos: cambio de régimen o decadencia nacional que, además, comporta sufrimientos que incluso hoy no imaginamos.
Por Eduardo Belgrano Rawson.
Cómo defenderse de los políticos
Ante todo, cortándola con los diagnósticos. Es el terreno que les encanta, el pantano donde nos mantendrán entretenidos para que nos perdamos más fácil. En segundo término, no creer que bastan las buenas ideas, dejando que ellos se ocupen de instrumentarla. Por el contrario, ellos se encargarán de volverlas inofensivas. El Consejo de la Magistratura es el mejor ejemplo, el fracaso más estruendoso de la democracia. Finalmente, obligarlos a que, antes de las próximas elecciones, digan cómo harán:
para cambiar la Corte Suprema;
para impedir que los caudillos del interior continúen con sus desmadres, llevando sus provincias a la quiebra mientras prosigue el banquete;
para que los partidos políticos dejen de ser agencias de empleo de militantes desocupados;
para defendernos de la familia del presidente;
para terminar con la política del “Sí, George”;
para acabar con todas las jubilaciones de privilegio;
para que los candidatos con algún prontuario queden fuera de la carrera;
para sacar una ley antimonopólica en serio;
para desvincularse de sindicalistas que nunca se ocupan de los trabajadores;
para que el país deje de estar gobernado por una corporación financiera;
para no figurar jamás en la nómina de algún empresario.
Para qué seguir. Tampoco hay que ser maniático. A ver si porque rompimos unas vidrieras nos creemos de pronto que merecemos ser Dinamarca. Hoy por hoy, seguimos en Africa. Pero este papelucho de intenciones mínimas podría servir de algo. Si se lo mostramos a ellos, seguro que nos dirán “Frafraslafra”, mientras nos estrechan en un abrazo, con los ojos preñados de lágrimas. Entonces nosotros, “dunga dunga”. Y avanti con el voto castigo. Ma sempre avanti.