El uso de la historia suele encarnar, a menudo, muchos peligros que pasan desapercibidos cuando se recurre a inflamar los corazones y a enaltecer el ánimo. En el día a día actual observamos el nefasto empleo que se hace de la historia por parte de opciones políticas nacionalistas que, con todo su derecho, apelan a un pasado —sometido a una mitificación considerable— para propugnar un cambio presente, para modificar el estado social. Es un pasado que, pese a la complejidad que entraña —como tratamos de desembrollar los historiadores (o aspirantes a ello) —, es usado de forma monolítica y dicotómica: no es un pasado con medias tintas, es un pasado digno, nítido, ideal; en fin, digno de imitar y de traer a colación en la actualidad. Es, al mismo tiempo, un pasado en el que caben todos los elementos positivos y paradigmáticos en forma de bloque: un bloque sólido, homogéneo, discernible, donde no hay arrugas ni imperfecciones, sino lecciones inapelables, enseñanzas casi “técnicas” e irrefutables.
Por desgracia, no sólo son las diversas opciones nacionalistas las que acostumbran a echar mano de este tipo de discursos que, por otra parte, son bastante rentables electoralmente —algo que, en realidad, es bastante atávico: sólo es necesario recordar los alegatos painitas o los cartistas. Cada año, cuando se acerca el mes de abril y nos aproximamos a los días 12 y 14, volvemos a revivir este uso bajo la forma republicana. Son muchas las plataformas y asociaciones de convicciones republicanas que llevan a cabo una enorme labor —una tarea encomiable y necesaria— en los pueblos y ciudades; no obstante, a menudo caen en las construcciones monolíticas y reduccionistas de enaltecer un pasado visto como perfecto e ideal. No es mi intención criticar estas asociaciones, con las que incluso colaboro, ni mucho menos criticar una época histórica pasada (¡no podría caer en tal error!), pero sí llamar al rigor histórico y a la sensatez. ¡No caigamos en el uso que hace la derecha de la historia falseando el relato para obtener beneficios que, en el caso de este país, tanto rédito político han traído en las últimas décadas! No podemos caer en esa simplificación absurda ni usar la historia como arma política. La reivindicación por una forma de Estado republicana debe ir más allá de los ingenuos argumentos a los que estamos acostumbrados; debe incidir, no sólo en la forma política republicana, sino en una conciencia social y cívica republicana. “Res publica”: el origen latino de la palabra es muy claro; es el amor por lo público, por la cosa pública y por las instituciones comunes lo que debe mover esta conciencia. Días atrás, el reconocido historiador Julián Casanova publicaba un artículo en El País donde, mucho mejor de lo que yo lo pueda hacer, trataba de ilustrar en qué consiste una forma de actuación republicana. Aprendamos de estas sabias palabras en un contexto en que las tradicionales conmemoraciones engarzan con la débil legitimación que sufre la monarquía:
“El cambio en España tiene que ir acompañado de una renovación cultural y educativa, de nuevas ideas sobre el mundo del trabajo y de una lucha por la democratización de las instituciones. Un movimiento político que reaccione frente a los excesos del poder, que persiga el establecimiento de un Estado laico, que recupere el compromiso de mantener los servicios sociales y la distribución de forma más equitativa de la riqueza. Esa nueva cultura cívica y participativa puede, y debe, alejarse del marco institucional monárquico y retomar la mejor tradición del ideal republicano. Hacer política sin oligarcas ni corruptos, recuperar el interés por la gestión de los recursos comunes y por los asuntos públicos. En eso consiste la república”.