Revista Cultura y Ocio
San Juan, que toca a fuego y salta junto al agua. Para que ardan los días y la sed no se pierda. El corro de los ojos asomados al brillo de la luz fugitiva y las dulces costumbres. El cuenco donde vibran, en medio de la noche, partículas que aguardan el milagro del alba. Y saber que es preciso,
entre hierbas y pétalos, morir en cada gota, arder en cada llama. Ritos que, como lienzos que envuelven la memoria, son surcos del deseo, vieja sabiduría: la mano de mi madre viene, remueve el agua y veo su sonrisa meciéndose en las olas.
Qué fuerza tienen los símbolos y los ritos de la Noche de San Juan.
Son capaces de imponerse sobre la indolencia, la tristeza, el desasosiego o los estados de ánimo tendentes a la planicie mental.
Por no hablar de los calores precoces y traidoramente sobrevenidos.
Ni de otras trampas escondidas en los caminos del día, como fieras rugientes en medio de la maleza. Por no hablar..., en general.
De los muy variados ritos con que se celebra esta noche mágica, sin despreciar los del fuego y su poder en verdad hechizante y purificador, prefiero la sencillez del agua nueva, una tradición que aprendí de mi madre, Generosa, y que ella, a su vez, aprendió de la suya, Josefa.
Provistos de algunas hierbas sencillas y unos pocos pétalos de flores comunes, incluso sólo con la desnudez de los deseos y la caricia de la costumbre, basta con poner un cuenco con agua al oreo de la noche para lavarnos con ella –ojos, sienes, labios– a la mañana siguiente.
Y hasta puede beberse, si fuera menester.
Imágenes: Sol mayor en el Mar Menor y Cunca de Josefa.
©AJR, 2017