- Veo, en un pase televisivo, Mi mujer es una actriz, film francés reciente (2001), que supuso el debut en la realización del actor y director francés Yvan Attal, que protagoniza la película junto a su esposa (tanto en la vida real como en la peli), Charlotte Gainsbourg, en un ejercicio de comicidad autorreferencial que va deslizando dulces gotas de equívoco a lo largo de todo el metraje. Más allá de la fascinación que, en general, ejerce sobre mí el cine francés -con ese punto de encanto tan indefinible como difícil de encontrar para toda aquella gente que, con el mismo fervor con el que yo lo adoro, lo detesta...-, la peliculita, una obra menor y sin grandes pretensiones, me pareció una pieza simpática y de muy agradable visionado, una comedia romántica y tierna que, sin grandes alardes, ofrece algunos momentos particularmente gratos, y en la que, por encima de todo -y ya se encarga bien de ello su responsable, a quien la admiración amorosa por su conyuge se le trasluce en cada uno de los planos en que ésta aparece en pantalla-, brilla la esplendidez de la presencia de la actriz protagonista. Adoro a Charlotte Gainsbourg, que ya me impactó cuando la ví, por primera vez, protagonizando la más que correcta versión que de Jane Eyre rodara en 1997 Franco Zeffirelli, y que, aunque nunca se suele hablar de ella, pese a su magnífica labor -ensombrecida, sin duda alguna, su presencia por el fulgor con que brilla el trío protagonista (Sean Penn, Naomí Watts y Benicio del Toro)- cuando se alude al rubro interpretativo de 21 gramos, la magnífica segunda película de Alejandro González Iñarritu, me parece uno de los puntos más estimulantes de ese film. Es de esas bellezas extrañas, poco convencionales y difícilmente catalogables que tienen la facultad de engancharte desde la pantalla con un magnetismo avasallador. Eso, magnetismo, quizá sea esa la palabra más concreta, más exacta...
- La edición española de febrero de Le Monde Diplomatique ofrece un interesantísimo artículo de Guy Scarpetta acerca de la figura de Pier Paolo Pasolini. Me ha hecho rememorar -un recuerdo nostálgico y cariñoso- cómo tuve ocasión de conocer una buena parte de su obra, comprobando, a través de esa remembranza, cuánto nos puede llegar a condicionar en la percepción de cualquier obra artística una coyuntura concreta (la de un tiempo y de un país, parafraseando el título de aquel fabuloso disco recopilatorio del maestro Serrat). Les cuento, amigos lectores, la "batallita" en cuestión. A principios de los años 80 del pasado siglo, Televisión Española (por aquel entonces, la única en nuestro país, las privadas aún tardarían en llegar) comenzó a emitir, en las madrugadas de los viernes (y, precisamente, bajo el título de Cine de madrugada), películas caracterizadas por su contenido más o menos erótico (las dosis eran altamente variables...). El episodio, visto ahora, resulta de un tono hasta naïf, pero no podemos perder la perspectiva: no hacía ni diez años que Franco había muerto, y aun cuando los despendoles "destapísticos" de los primeros momentos posteriores al feliz suceso habían sido una espita abierta por la que este país había podido respirar aliviado, tras cuarenta años de "dieta rigurosa", una iniciativa de este tipo, aun en tales circunstancias (horas verdaderamente intempestivas para pases seudoclandestinos), todavía levantaba ciertas ampollas. En mi caso personal, aquello constituyó una total y genuina celebración, que disfruté con fruición y a conciencia: pocos fueron los títulos que no me eché al coleto, y aun guardo cierto recuerdo de buena parte de ellos. La primera película que se emitió fue Defensa (Deliverance), de John Boorman, y a ésa siguió un auténtico reguero de títulos (relativamente) míticos, desde la japonesa El imperio de los sentidos (Ai no corrida), de Nagisa Oshima, a varios films del ínclito Valerian Borowczyk (quintaesencia de la pretenciosidad al servicio de pajilleros irredentos: de otra forma, no se explica...), entre los cuales se encontró una buena parte de la filmografía pasoliniana. Su encaje en un ciclo de ese carácter tenía bastante lógica, si tenemos en cuenta la profusión de escenas sexualmente explícitas que cabe encontrar en un buen número de películas de Pasolini, pero también me quedaba muy claro, desde mis cortas entendederas cinematográficas, que en esas películas había más, algo más, que el mero atractivo morboso que pudiera derivar de sus contenidos eróticos -que también estaba ahí, obviamente-. Y no es que sea un gran entusiasta del cine de Pasolini, pero no puedo dejar de reconocer el atractivo poético y la visión personalísima que se desprende de sus imágenes -incluso de las de una película tan espeluznante como Saló o los 120 días de Sodoma, probablemente la única que me ha hecho abandonar una sala de cine por mi incapacidad para soportar la dureza de su tramo final; pero ésa es otra historia, que en otra ocasión será contada...-.
- Si han sacado ustedes la conclusión, a tenor de lo contado en los párrafos anteriores, de que este humilde escribiente tiene una especial querencia por el cine europeo, he de confesarles que están ustedes en lo cierto. Tengan una feliz semana, amigos lectores...* Grageas de cine V.-* Antecedentes penales-El (viejo) glob de Manuel XIII.-