Es curioso como realizar todos los días desde hace 16 años menos 20 días el mismo camino me provoca el mismo estado de ánimo. La calma me invade cuando quito la tertulia política, engancho la música o el podcast y me dejo llevar por el coche. Miro las cigüeñas posadas en las farolas de la la M31 y todos los días pienso, debería pararme y hacer una foto. Y nunca me paro. Tras la calma y según me voy acercando a Mordor el estado de ánimo que me invade es, por llamarlo de alguna manera, el laboral, el obligatorio. Me gusta mi trabajo (ahora) pero es trabajo. Llega la monotonía que se va haciendo más y más densa mientras sumo kilómetros. Todo esto no lo pienso, voy sumida en ese estado de ánimo como si me metiera en una nube gris.
Conduzco dentro de esa nube gris ensimismada en mis cosas. Probablemente no hay nadie en el mundo que encaje mejor en la definición de "conducir con el piloto automático". Muchos días, la mayoría, cuando por fin aparco en el polígono, a la entrada de mi trabajo me sorprendo como si despertara de un sueño. ¿Ya he llegado? ¿Cómo he venido? ¿Ya estoy aquí? ¿Cuándo ha empezado a llover? A veces me asusto.
El otro día me desperté de mi ensoñación justo en la última rotonda. Llegué bruscamente a la consciencia al tener que frenar por la lentitud del coche blanco que llevaba delante y que no sé de dónde había salido. El frenazo hizo que lo que fuera en lo que iba pensando se esfumara y la realidad entrara con fuerza en mi cabeza. Me puse a pensar en los mails que tenía que enviar, en los datos a revisar, en ir a nadar, en escribir, en llamadas. En la pereza que me daba todo.
El coche blanco siguió yendo lentísimo, tanto que pensé fugazmente que debía ser alguien nuevo en el polígono, quizás alguien contratado en su trabajo de manera temporal y que no sabía que puede ir un poquito más deprisa en este tramo final de la recta.
No me lo podía creer, el coche blanco me quitó el sitio donde siempre aparco. No tiene mucha importancia, hay hueco de sobra en medio de los descampados pero me molesta aparcar 4 metros más allá. Es una manía como otra cualquiera. Aún así, lo olvidé según maniobraba, apagaba la música y guardaba el móvil en el bolso junto con las gafas de sol. Mi cabeza ya estaba otra vez en modo trabajo, invadida por el estado de ánimo profesional, plomizo y monótono.
Al bajarme y cerrar la puerta del coche atisbé un flashazo azul eléctrico en el coche blanco que me acababa de robar el sitio.
Pero ¿Quién se atreve a llevar unos pantalones de ese color?
—¡Pero sí eres tú!—Hola—Joder, ¡qué alegría verte! ¡estás estás fenomenal!—Sí, sí... estoy muy bien.—Pero joder, ¿cuándo te has incorporado?—No, no me he incorporado. He venido a traer los papeles de la baja...— ...pero qué buen aspecto, en serio. —Sí, está todo yendo muy bien.—Es que el día que te vi hace meses antes de saber qué estabas enfermo, que tenías cáncer, ¿te acuerdas que estuvimos hablando?—Sí, te dije que estabas flaquísima y, por cierto, sigues estándolo.—Eso da igual, el caso es que me contaste que estabas haciendote pruebas de celiaquía....—Sí...me acuerdo y me dijiste "tienes un aspecto horrible"—Ya, bueno, ya me conoces pero el caso es que joder, qué alegrón me ha dado verte. —Gracias, yo también me alegro.
Le dejé atrás en control de accesos saludando a otros compañeros. Me sentí ligera. Fuera de la nube gris de monotonía. Deseé vivir en una peli musical de los años 40, llevar una falda de vuelo o pantalones de pinzas y zapatos de claqué y bailar alegremente todo el camino sorteando los charcos, entrar en el vestíbulo cantando y subir los peldaños de tres en tres de pura alegría por haberme encontrado con él y que estuviera tan bien.
Cuando llegué a la pradera me preguntaron ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan contenta?
Pues porque parecía que iba a ser un día como todos y no lo fue. Un encuentro casual lo convirtió en un día para bailar.