Revista Cine

Alex no está

Publicado el 27 julio 2010 por Ventura

Si algo debe llamar la atención de una película como Paranoid Park esto es una contradicción de apariencia insignificante pero a la postre determinante: ¿por qué nunca Alex aparece manejando su monopatín, ese indestructible objeto de deseo?, ¿qué lleva a Gust Van Sant a dejar fuera de campo lo que aplicando una lógica muy simple constituiría el desenlace más oportuno: montar con destreza su monopatín?

Para tratar de responder a estas preguntas vuelvo a tronar con el cansino soniquete de la imagen, de su presunta dignidad, de la pulsión identitaria a la que está sometida. Necesitamos la imagen que se acomode a nuestro estilo, que corone nuestro modo de vida. Nuestra imagen debe de ser digna, distinguida, pero sobre todo debe diferenciarse de las otras que también circulan libremente. Las imágenes son intercambiables. Proporcionan identidades de recambio, procuran el placer parásito y fugaz de hacer creer que detrás de la máscara hay un cuerpo fuerte y definitivo que la sostiene.

La trama, la concepción y el estatuto de la imagen con la que trabaja Gus Van Sant trata de cuestionar la inquebrantable solidaridad entre cuerpo y máscara, lenguaje y discurso, imaginación y sentido que está en la base la pulsión identitaria anterior y sobre la que gravita buena parte de la historia del cine. La irrupción del acontecimiento – eso que el mismo Alex reconoce que “le ha pasado” – altera para siempre la disposición de las cosas conforme al orden del discurso. Ya no hay un espacio donde ubicarse ni un tiempo desde donde asumir los hechos del pasado; todo se sucede caóticamente, como si el dominio del lenguaje mismo hubiera desaparecido y fuese la escritura misma la que se apoderara del cuerpo endeble y vulnerable de Alex. No sólo no hay sujeto para lo que ha sucedido sino que todo intento por constituirlo es culpable. La película escapa por completo al régimen de interacción entre instancias receptivas, pasivas -lo que ocurre- y la palabras determinantes que ofrecen a lo que ocurre una posibilidad de destino. De ese modo no sólo se suspende el juego conciliador entre cosa e imaginación que hasta entonces funcionaba precariamente en la mente de Alex sino que entre ambas se abre un hiato que introduce la discontinuidad en la escritura y que aproxima la constitución de una imagen única, que de una explicación y ofrezca un sentido, a una empresa paranoica que deja al infante muy próximo a la locura. Su mente, como su imaginación se asemeja a un parque paranoico, en el que la interacción entre sueño y vigilia suspende toda diferencia lógica entre realidad y ficción. En la medida que no es posible aplicar un filtro objetivo o proyectar la mirada mediante sus ojos, advertimos que Alex no es real ni ficticio, incluso ni siquiera es un personaje.

Alex no está

En cierto modo la imaginación de Alex radicaliza la experiencia de Narciso frente al espejo que está a la base de todo proceso de reconocimiento. En la figura de Narciso se lleva al extremo la experiencia negativa del yo en el momento de producción de imágenes en que se ha convertido la mente esquizoide de Alex: la imagen reflejada nunca puede asir o garantizar su propia consistencia más allá de a propia consistencia del discurso, en nuestro caso la propia emergencia aparentemente casual de las imágenes. En la parte final del filme el cataclismo beatífico de la imaginación se traduce en la masiva proliferación de imágenes, cuyo anárquico movimiento no deja de sucederse. Libradas a sí mismas esas imágenes ya no tienen lugar y no están en condiciones de ofrecer dirección alguna; no poseen centro, de ahí que su fuerza visual no consista en la posibilidad de fijar referentes sino en la fuerza que la relaciona con otras imágenes.

Sin embargo, la operación de escritura posterior, esa que compete al ejercicio artístico del director, va más allá de la constitución de un caso paradigmático. La experiencia de ese vacío es en su caso también el vacío de toda experiencia. Pero la imposibilidad de poder recoger en un relato el orden de unos hechos -el ocaso y la poca atención que merece el trabajo policial lo ponen definitivamente de manifiesto- no debe entenderse trágicamente como la proclamación de un fin sino como la apertura a una potencia que hace del hiato, del vacío y de la nada algo memorable que debe celebrarse en una posibilidad infinita de escritura. De este modo, la escritura visual del filme se hace cargo de la experiencia común de esta nada desde toda su fuerza creadora. Es más, creamos, imaginamos y pensamos por aquello que, pese a permanecer separado y hacer imposible un decir consistente habilita el vínculo y parece apuntar a una dimensión más allá de la fractura, de ahí que, pese a lo tentador, acusar a Alex y con él a la película de inmadura a infantil, además de recubrir con psicología el armazón sensible de las imágenes del filme, suponga dejar a oscuras su verdad más iluminadora.

La imposibilidad de que el presente de Alex se constituya en experiencia nos habla de que la verdad más singular del filme es esencialmente una verdad temporal. Si la articulación entre real y ficticio se ha visto superada es porque el imposible anclaje en un presente permite a la imaginación de Alex vincularse a un antes y a un después indistintamente. De este modo, como testimonio visual de la escritura de Alex, lo que filma la cámara no se hace cargo de lo que ocurrió sino de lo que por su intensidad o por su proximidad permanece en su mente como no vivido y que, por contradictorio que parezca, determina la trama psíquica del personaje y la dignidad artística de su escritura. Son esas imágenes ausentes, donde se materializa el sueño adolescente de bailar sobre ruedas y suspenderse sobre el mundo, las que por su ausencia escriben el resto de la trama y determinan el rango de lo que vemos. A través de la aparente contradicción inicial, Paranoid Park revela que ese pasado no vivido que regula el régimen de lo visible no sólo es contemporáneo al presente sino su única vía de comprensión.

José Miguel Burgos Mazas.


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