Revista Cine

Alex, no está

Publicado el 09 septiembre 2010 por Ventura

Alex, no está

Alex, no está

Alex, no está

En estas tres imágenes de Paranoid Park (2007) podemos observar como Alex utiliza su tabla de skateboard. La primera, con una densidad de grano y saturación cromática propias de una película de 16 mm, evoca el anhelo de Alex de llegar algún día a patinar como sus ídolos de la tabla. La segunda corresponde al momento en que toma conciencia de ese acontecimiento vital sobre el que oscila toda la película. La tercera, un imagen completamente luminosa, viene a constatar el exorcismo definitivo del recuerdo y el reinicio vital junto a la chica que le ha mostrado el camino con el que dar salida a su problema.

Alex, no está

Alex, no está

Alex, no está

Ahora opongámoslas estas tres. En la primera vemos otro sueño con unos verdaderos skaters ejecutando trucos de bastante dificultad en un pipe urbano. En la segunda, la tormenta ya no puede ser retenida por ningún paraguas. En la tercera, observamos como la oscuridad propia de un ambiente otoñal no invita demasiado a patinar.

Las seis son una muestra de toda la operación de contraposición de imágenes remisniscentes que articulan la narración de la película. Imágenes dobles, variantes en la representación de la misma acción de un sujeto perdido en un intersticio en el que resulta inconcebible la construcción de un puente que logre dar sentido a una de ellas a partir de la otra.  Por ello parece como si Alex – como individuo – se diluyera entre ellas. Pero no debemos perder de vista que antes skater es adolescente. Y si algo caracteriza ese tramo vital, es la carencia de herramientas con que relacionarse con el mundo. La evolución de la escritura, del movimiento encima de una tabla, se muestra imprescindible no ya para entender el mundo – que se entiende perfectamente –, sino para acoplarse a su movimiento. Una operación análoga a la que intenta un espectador cualquiera situado ante el devenir actual de las imágenes. Podríamos seguir hablando y lamentándonos por la desadecuación entre virtual y actual (Deleuze), entre real o ficticio, o entre cualquiera de las particiones de lo sensible imaginables. Pero quizás el debate más interesante debería encaminarse a evaluar las distintas estrategias que podemos llegar a encontrar para manejarnos en lo que parece ser un vacío – cada vez más grande – fruto de ese deseo insatisfecho nacido de la imposibilidad de proyectarle hacia lo real.

Ante el nuevo panorama, la efectividad de una película pasa por convencer al espectador de que se encuentra situado en una posición de partida por debajo de la que esta ocupa. El tiempo de las victimas también salpica al cine, prefigurando una mirada que requiere necesariamente el lamento y la melancolía por una funcionalidad perdida de la imagen para constituir un nuevo medio con que generar la consiguiente nueva realidad del espectador. Las imágenes, muy bien trabajadas por Christopher Doyle, se esfuerzan por dibujar un panorama desordenado, caótico, como se supone una mente ante un acontecimiento que le supera. Sin embargo, de ser realmente así, el espectador perdería pronto el interés por lo que está viendo. Así que un oportuno cambio de texturas en el comienzo y el final del metraje siempre ayudarán a acotar la deriva.

Alex, no está. Un coma con idéntica función ontológica que una metamorfosis de la forma. El diluirse, el parecer que no se está, se reformula en afirmación como individuo gracias a la escritura de un diario en la casa junto a la playa donde el padre de Alex no suele estar. Tampoco el relato, tal como le conocíamos, está. Solamente perviven algunas de sus figuras básicas como construcciones autónomas que parecen señalizar un trayecto a partir de la sugerencia de una futura mujer hasta el lugar donde la cámara se ve incapaz de registrar la totalidad del cuerpo del padre. Por eso no podemos hablar de que Alex no está,  sino de que está, precisamente, porque falta todo aquello que tiempo atrás hubiera propiciado no estar para llegar a ser. De esta manera,  el nuevo sentido no emerge de saber recomponer a la perfección los pedazos en que quedó roto un espejo, sino de averiguar por cual de ellos se produjo la rotura.

Por esta razón daría el mismo resultado que escogiéramos cualquier juego de palabras para definir lo ocurrido en la película – como por ejemplo No está Alex. – siempre que utilizáramos un signo de puntuación para señalar el hiato entre individuo y su identidad. La interrupción de la palabra se muestra esencial para trascender el recorrido que nos ha llevado a ocupar el lugar del padre: ese tiempo cinematográfico en que entendíamos lo que pasaba en una película gracias a la psicología. Pero en ese camino de vuelta a casa, nos afirmamos como individuos a costa de sacrificar – mediante intercambio – nuestra identidad. Después de ver un film como Paranoid Park nos sentimos satisfechos por haber recorrido un camino de superación en el que como poco hemos llegado a alcanzar la misma posición de la película. De nuevo nos encontramos con el paradigma del sueño americano en una sala de cine. Una ilusión satisfactoria que ya no se ocupa de gestionar la memoria del cine, sino la memoria de cómo debe ser el cine. Una operación que distrae del verdadero problema que plantean hoy sus imágenes: ¿cómo establecer una jerarquía de ellas?

La democracia de lo digital que ha otorgado a todas las imágenes el mismo valor de imagen, junto con la concentración de un pasado y futuro distinto al presente del espectador que las mira, convierten en cuestión urgente definir un nuevo tipo de coordenadas con que poder ubicarse ante ellas. Puesto que todas son intercambiables, ordenarlas en una misma progresión horizontal ya no debería suponer un problema. Así que el nuevo reto debe empujar a intentar elaborar diferentes rangos y escalas con que jerarquizarlas en un plano vertical que logre otorgarlas diferentes niveles de importancia. Nuestra feliz impotencia vendría a ser de esta manera similar a la de Alex: después de organizar – desordenadamente – sus recuerdos, ha sido incapaz de conocer si en su aventura resultó más importante su primer polvo, una muerte o el consejo que lo cambio todo.

Ricardo Adalia Martín.


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