Revista Cultura y Ocio
En abril de 2000 leí las dos novelas que resultaron ganadoras ex aequo del Premio Lengua de Trapo de 1999, que fueron La piel de Inesa de Rolando Menéndez y Silencios de Karla Suárez, ambas de escritores cubanos. Recuerdo que La piel de Inesa me gustó por su cuidado lenguaje lírico, pero la que más me sorprendió de las dos fue Silencios, por su sequedad poética y la tensión narrativa de su trama. Sé que Rolando Menéndez ha seguido publicando libros en España, y los he hojeado en alguna librería. Pero al final, sin que haya ningún factor determinante, aparte del tiempo limitado y la oferta apabullante de libros, no he repetido con él. En cambio, sí que esperé con interés que Karla Suárez siguiera publicando. Su voz femenina cubana me sorprendió bastante más que la de, por ejemplo, Zoe Valdés, de la que tanto se oyó hablar por entonces. Y Karla Suárez dejó Cuba, se fue a vivir a Italia y nunca más he vuelto a saber de una nueva obra suya. Hace no mucho Lengua de Trapo reeditó Silencios, un libro muy recomendable.
No había vuelto a leer, hasta ahora, a ningún ganador del Premio de Novela Lengua de Trapo. Creo que, en gran parte, esta decisión ha sido motivada porque intento huir de la lectura competitiva: alguna vez yo también me he presentado sin éxito a este certamen literario. Y me parece (psicoanalizándome a mí mismo) que es posible que, por evitar la pulsión competitiva, cuando leo a autores jóvenes, estos no suelen ser españoles sino hispanoamericanos.
En todo caso, me llamó la atención Alimento para moscas de Jon Obeso (San Sebastián, 1970) cuando lo vi en las mesas de novedades de las librerías. Me parece que su portada es la más atractiva que ha tenido nunca un libro de Lengua de Trapo. Y de pie en la Fnac de Callao leí su primer capítulo, que me sorprendió por su lenguaje barroco y su temática aparentemente expresionista, creando una realidad extraña de corte kafkiana.Una vez en casa se me ocurrió que tal vez a Jorge Lago, el editor de Lengua de Trapo que se puso en contacto conmigo hace unos meses para ofrecerme un ejemplar de Ensimismada correspondencia de Pablo Gutiérrez, le interesase enviarme el libro para que yo hablara de él en Desde la ciudad sin cines. (Sí, querido lector anónimo, he tardado 3 años, pero al final he vendido mi alma al Gran Capital). Muy amablemente, Jorge Lago me envió Alimento para moscas a mi casa la misma semana que se lo propuse.
Alimento para moscas está narrada por un personaje extravagante, un investigador que desde los últimos 12 años vive encerrado en un pabellón ubicado en el extremo de un complejo hípico. El objetivo de sus estudios es el análisis del sonido (aunque también del comportamiento) “del más común de los insectos dípteros del suborden de los nematóceros” (pág. 15 y 1ª del libro). Así que nuestro investigador, entre los caballos y un estanque creado para facilitar la vida a los nematóceros (las moscas), vive consagrado a su ardua tarea. Además contribuye de forma personal al desarrollo de su objeto de estudio, puesto que su cuerpo es el alimento de las moscas (las hembras): “Mi piel presenta un mundo de concentradas inflamaciones y durezas múltiples que con el tiempo, doce años ya, han hecho de mi cuerpo un lugar apenas reconocible” (pág. 16). Y al leer este tipo de frases la primera vez –de pie en la Fnac de Callao, como dije– fue cuando empecé a pensar en Franz Kafka, en las transformaciones físicas de La metamorfosis o en cuentos como Un médico rural o La guarida, donde los personajes kafkianos consagran sus vidas a creaciones absurdas. Además, las citas iniciales de la novela, del Ferdydurke de Witold Gombrowicz y de Corrección de Thomas Bernhard, ya nos acercan al expresionismo europeo de la transformación y lo alterado.
El narrador, mientras estudia a las moscas, también parece posar su mirada sobre los habitantes de la comarca en la que vive, llamada en la novela La Merindad. Aunque en una nota inicial Jon Obeso ya nos advierte: “Todos los personajes que aparecen en ese libro (…) son reales y guardan estrecha relación con los habitantes de los concejos que se extienden entre los valles de Allín, Guesálaz y Yerri”.En capítulos de extensión normalmente breve, el narrador (que a veces parece convertirse en una voz omnisciente) toma nota de las costumbres de sus vecinos. Así, por ejemplo, escribe: “Todas estas gentes se dicen las cosas con la mayor de las arrogancias” (pág. 111); “Podría decirse que estos hombres se odian, pero no sería cierto (…) estos hombres no se paran, continúan y se esquivan torpemente” (pág. 112).A los habitantes de La Merindad lo que más les preocupa es su árbol genealógico (ser o no ser descendientes de los más antiguos moradores de la comarca), la productividad de la Cantera y conversar obstinadamente sobre lo anterior en el Club Recreativo: “Porque aquí todo el mundo se observa, vigila, sitia, cerca, como si todo, aperos, lugares y gentes tuvieran un mismo sabor a pertenencia” (pág. 41).
Como ya apunté, el lenguaje de la novela es barroco, con un trabajo léxico que continuamente remite al mundo biológico (con abundancia de términos en latín, por ejemplo) y al mundo rural; incide en los humores del cuerpo humano, en los fluidos, en lo íntimo y corpóreo (venas, úteros…), como si se tratase de una película de David Cronenberg y su nueva carne. En todo caso, el vocabulario no usual es frecuente. Por ejemplo, leemos en la página 149: “Tal vez una sola imagen aliente al Guarda, postrado en una extraña gratitud, ante el tenso respirar pausado del quercus: su saliva de tanino curtiendo la piel astringente del mundo”.
Los personajes de la novela son designados por la función que cumplen en el orden de la comarca: el Guarda, el Veterinario, el Alguacil, el Enterrador… y tan sólo Matías, un trabajador de la Cantera que se suicidó 30 años antes del comienzo de la narración (y sobre quien el texto vuelve continuamente), es poseedor de un nombre; quizás, especulo, se marca con esta diferencia la ruptura con el orden social que supuso su muerte violenta.
Jon Obeso ya publicó una novela, Las edades del agua, en 2006, pero principalmente ha desarrollado su quehacer artístico en el campo de la poesía, donde ha obtenido diversos galardones. En 1997 (leo en Internet) ganó el segundo premio de poesía del concurso Villa de Pasaia con un poemario titulado, curiosamente, Alimento para moscas. Y quería comentar esto porque el pulso narrativo de esta novela –también titulada Alimento para moscas– lo encuentro muy cercano al de la poesía. La narración, en 37 capítulos de extensión más o menos breve, va explorando el mundo expresionista creado, a través de la sugerente voz narrativa del investigador de las moscas, desde distintas posiciones más o menos radiales, y cuyo epicentro sería el aire pausado inherente a La Merindad.
Y yo pasaba páginas del libro y aguardaba el momento de la ruptura: es decir, siguiendo el orden lógico que achaco a la construcción de una novela, esperaba que el mundo creado se desquebrajara para dar lugar a la acción narrativa.Este momento aparece en la página 46: “Un acontecimiento viene a sumarse estos días a las ventajas que favorecen un examen exhaustivo de mi tesis”. Una epidemia empieza a matar a los caballos del centro hípico (otro de los centros de La Merindad, junto a la Cantera y el Club Recreativo) donde nuestro investigador realiza sus estudios. Las hipótesis del investigador comienzan, así como las del Veterinario y las demás personas de la zona. También empiezan a darse comportamientos extraños: el Guarda se obsesiona con enterrar los restos de los caballos muertos bajo su encina favorita, como si del ofrecimiento a un tótem se tratase.Y quizás, este es el problema que puedo achacar a este libro para que no haya acabado de engancharme: los capítulos radiales sobre el carácter de los habitantes de La Merindad se suceden, alternándose con otros donde se atiende a la evolución de la epidemia; y a pesar de que, por ejemplo, en la página 141 nos encontramos con un apunte que marca el tiempo de lo narrado: “Han pasado ya seis meses desde que se registró la primera baja en la hípica”, me ha dado la impresión de que este libro no tenía voluntad de evolución novelesca, si entiendo por “evolución novelesca” la idea de “evolución en el tiempo” (apunto que mi vocabulario técnico sobre teoría literaria puede ser débil. Al fin y al cabo yo soy como ese personaje del aforismo de Stalislaw Jerzy Lec: “Era un tipo tan ignorante que tenía que inventarse sus propias citas de los clásicos”).
Así que, como conclusión, de Alimento para moscas voy a destacar su cuidado lenguaje barroco y poético, con una elección de vocabulario que crea una curiosa atmósfera de extrañamiento expresionista; y algunas de sus escenas, como la de la relación entre la sexualidad de los adolescentes y los caballos, la relación del Guarda con su encina, o el capítulo 19, titulado Dominios del número, donde el narrador nos conduce a su infancia y al surgimiento de su vocación entomológica en el colegio (y aquí me doy cuenta de mi necesidad de un discurso narrativo más clásico, con explicaciones sobre el carácter de los personajes); también podría destacar la elección del jurado del premio de Lengua de Trapo de esta obra entre 699 posibles, dada su fuerte vocación literaria pero su difícil (a mi entender) rentabilidad comercial. Y le achacaría a Alimento para moscas, como debilidad, el lastre que supone (a mi entender, de nuevo) la falta de evolución narrativa de la trama.