El día en que nació, sus ojos le negaron la mirada; sus oídos lo enclaustraron en el silencio; su voz, sin savia que lo hiciera crecer, se marchitó para siempre. Desde entonces, el olor del llanto o el aroma de la risa fueron su único cordón umbilical que lo mantenía unido al mundo. Los años pasaron entre las frías fragancias del invierno y los resecos amaneceres del verano; entre las rebeldes esencias de primavera y la fetidez otoñal de lo caduco. Así, su nariz se convirtió en su alma, donde se acumulaban sus sentidos, que daban forma a sus sensaciones, sus sentimientos, sus emociones. Husmeó mil lugares, con sus emanaciones tan particulares que los rondaban: la pestilencia del vicio y la degradación; el hedor penetrante del egoísmo; pudo diferenciar donde se respiraba solidaridad y bondad de aquellos otros lugares que apestaban a maldad y codicia.Texto: Marcos Alonso
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