Revista Cine

Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)

Publicado el 12 junio 2013 por 39escalones

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Roger Corman ha pasado a la historia del cine por su prolífica carrera dentro de los cánones del cine fantástico y de terror, con preferencia por las adaptaciones literarias de Edgar Allan Poe y la presencia de actores inolvidables como Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff o Lon Chaney Jr., entre muchos otros, además de una joven promesa llamada Jack Nicholson. Dentro de su abundantísima relación de títulos, casi siempre enmarcada en los estrechos márgenes de los bajos presupuestos y de la mediocridad del acabado final de buena parte de las cintas debido precisamente a esta limitación, se esconden no obstante pequeñas joyas fuera de las líneas habituales del cine de Corman, pertenecientes, cosa rara en él, a géneros como el bélico -Secreta invasión (The secret invasion, 1964), antecedente directo de Doce del patíbulo (The dirty dozen, Robert Aldrich, 1967) o el clásico El barón rojo (Von Richthoffen and Brown, 1971), sobre el famoso aviador alemán- o el western (La cabalgada de los malditos, A time for killing, 1967), siendo esta faceta del director probablemente superior, técnicamente hablando, que no quizá en cuanto a empleo de la imaginación, a sus empeños cinematográficos más comunes. A esta corriente minoritaria pero mucho más que estimable pertenece La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s day massacre, 1967), crónica casi periodística de los sucesos acaecidos en Chicago el 14 de febrero de 1929.

Al Capone (Jason Robards) ha pasado en apenas seis años de ser un simple guardaespaldas a convertirse en la cabeza del crimen organizado de Chicago. Es el más osado, el más implacable, el más vengativo y el más violento. En los últimos años ha eliminado a otros hampones importantes de la ciudad que podían intentar hacerle sombra ante los grandes jefes del sindicato del crimen. Pese a su enorme poder, el líder de los gangsters de la zona norte, ‘Bugs’ Moran (Ralph Meeker), jefe de una banda de alemanes, polacos e irlandeses, desea arrebatar a los italianos el primer lugar en el escalafón de la delincuencia en la ciudad e idea un meticuloso plan para ir ocupando poco a poco el área de acción de los hombres de Capone, con la ayuda, entre otros, de su matón Pete Gusenberg (George Segal). La guerra de bandas está servida, porque los intentos de negociación que sugieren algunos de los hombres de Capone ya han fracasado en ocasiones anteriores con otros jefazos revoltosos a los que finalmente hubo que borrar del mapa. Por tanto, el deseo de Capone triunfa y sus hombres comienzan a preparar la respuesta, que culmina con la famosa matanza, llevada a cabo por esbirros disfrazados de policías, el exilio y posterior encarcelamiento de Moran y la investidura de Al Capone como jefe supremo de la mafia de Chicago.

La película, de apenas 95 minutos de duración, está construida en un formato casi periodístico. Una voz en off ayuda al espectador a situarse identificando a los personajes más importantes del drama, con sus lugares de procedencia, sus más relevantes antecedentes penales y los aspectos más cruciales de su futuro, o su marcha de este mundo antes de tiempo, una vez superado -o no- el episodio de la matanza. De este modo quizá no demasiado efectivo desde el punto de vista de la narración cinematográfica, Corman logra que su película cobre dinamismo y ritmo, además de ahorrar en economía narrativa. Los personajes y las situaciones son así situados desde el inicio, y asistimos sin más a conversaciones y tiroteos que hacen avanzar la acción paulatinamente hacia su esperado final, el cual es ya anunciado al comienzo del film. Dos aspectos destacan en el desarrollo: en primer lugar, que nos encontramos de nuevo ante una película de Corman con un presupuesto muy limitado, si bien en esta ocasión el talento del director y los esfuerzos del equipo de decoración y ambientación logran dar bastante el pego. En segundo término, el manejo de la tensión en una situación violenta de confrontación cuyo clímax es conocido y esperado y que, aún así, resulta dramático, violento, excesivo.

Corman elabora sofisticadas secuencias de tiroteos que sin duda inspiraron a uno de sus más jóvenes colaboradores de aquellos tiempos, un tal Francis Coppola, algunas de ellas en consonancia con el avance de la acción y otras en cambio como flashbacks de anteriores episodios de violencia, como cuando Capone rememora el más importante atentado sufrido por él apenas unos años atrás: una fila larga de vehículos con ametralladoras Thompson disparando sin cesar contra el restaurante donde se encontraba comiendo, obra de la banda de O’Bannion, el primer rival que intentó liquidarle antes que Moran. Igual de inspiradora debió resultar para Brian De Palma y Robert de Niro la escena, ya al final, habiéndose erigido como rey absoluto del crimen de Chicago, en la que Capone-Robards blande un bate de béisbol con el que castiga a dos de sus colaboradores más negligentes o, directamente, traicioneros. Un tanto estática en las secuencias que no son de acción -o incluso éstas-, en algunos momentos concretos incluso surrealista, anticlimática (la discusión de Gusenberg-Segal con su mujer porque ésta se ha comprado un abrigo de pieles de 3.000 dólares que él pretende que devuelva, y su posterior bronca y pelea con mordiscos, bofetones e incluso rodillazos en las partes bajas y mujer abandonada en el descansillo en ropa interior…), la película apuesta por la presentación más o menos objetiva de los hechos, despreocupándose quizá demasiado de la psicología de los personajes, de sus relaciones y de la mínima atención debida para entenderlos como tales: la abundancia de éstos y la necesidad de contar la crónica exacta de lo ocurrido hacen primar la narración de los hechos históricos -o de hechos que aspiran a tales- por encima de la presentación dramática de un guión.

En lo interpretativo, además del terceto principal, en el que Robards destaca por su histriónica, probablemente exagerada, composición del estereotipo de mafioso italiano, cabe señalar la presencia en el reparto en papeles muy breves, casi meramente testimoniales,  de secundarios importantes como Bruce Dern, el propio Jack Nicholson, Frank Silvera o John Agar, al que dan pasaporte en cuanto asoma, cosa que siempre es de agradecer.

En suma, una buena oportunidad para acercarse a otro perfil de la carrera de Roger Corman, así como para conocer de forma exhaustiva los detalles de uno de los episodios violentos más relevantes de la historia criminal del siglo XX, cuyo legado, en el cine y fuera de él, roza con el territorio del mito.


Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)

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