Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en a revista Cartón Piedra no 329 del diario El Telégrafo (Ecuador), el 23 de febrero de 2018)
Imagen de Aurelio Valdéz de la portada del libro “Anaconda Park” de Jaime Marchán.
En respuesta a un cuestionario que hiciera la revista Sur a escritores argentinos (compilado ahora en Miscelánea de Jorge Luis Borges, ed. Penguin Random House DeBolsillo, 2016), Borges apuntaba sobre la afirmación de Anton Chejov de que él solo describía a los ladrones de caballos en sus obras, que, “si [estos] son reales, la opinión de su autor no los modifica”, aunque sí, si hay personajes malos o buenos, para el novelista estos son “inevitables” (p. 664). Y ello implica que la literatura no debe desprenderse de lo ético: “vedar la ética es arbitrariamente empobrecer la literatura” (ídem).
Esta misma cuestión es aplicable a distopía de Jaime Marchán, Anaconda Park: la más larga noche (Verbum, 2017), que retrata a un personaje que, bueno o malo, es inevitable: este cambia el rostro de un país hipotético haciendo creer a la población que está enferma de la “tristura” y que él, y sus políticas, son la medicina para recobrar la felicidad.
Inmediatamente su lectura nos hace lleva a Ecuador de los últimos diez años, en la figura de su expresidente y el discurso de un país refundado en el que se habría recuperado la esperanza y el futuro, robados por la “larga noche neoliberal”. Sin duda, en el terreno de la política, la llamada “década de la revolución ciudadana” vendría a ser la metáfora de un periodo político donde, bajo la prescripción médica de una especie de socialismo renovado, Ecuador se habría posicionado entre los países más felices del mundo.
Portada de la novela “Anaconda Park” de Jaime Marchán.
La novela de Marchán ironiza tal idea. Su título lo precisa: Anaconda Park alude a un parque maravilloso que tiene como figura a la anaconda, la serpiente de gran tamaño que puebla las regiones amazónicas de Sur América, de las que Ecuador forma parte. La anaconda es constrictora: tritura a sus víctimas para comérselas; dada sus dimensiones, hace pensar en un ser monstruoso-fabuloso que, para el caso de la novela se torna en la imagen-símbolo de un parque temático erigido por el régimen para curar al país selvático. Tal imagen-símbolo va constriñendo, en la medida que crece, la conducta de todos los habitantes, haciéndoles pasar a sus cavidades lúdicas para devorar sus fantasías, convirtiéndolas en impulsos serviles de apoyo al gobierno y su poder.
De hecho, la tapa del libro trae una imagen del diseñador ecuatoriano Aurelio Valdez sobre la anaconda como un monstruo desplazándose, sobre cuyo lomo están unas canoas con unos seres que, impávidos, gozan del paisaje edénico alumbrado por un sol que horada, al mismo tiempo, el filo de la noche. La anaconda se desliza debajo del agua, en los ríos y la espesura de la selva; espera, asfixia, tritura y devora. Tal imagen puebla la novela de Marchán: es un hombre, un ingeniero maltratado, Máximo Víaspuentes, que, de la nada, se convierte en el gobierno más despótico de su país. La anaconda es su propia representación, en un país, “una ciénaga de pesadumbre y desilusión” (Anaconda, p. 26), enfermo, para él, por un mal endémico. La serpiente, como metáfora de la “salud” (por algo el emblema que se asocia a la medicina es una serpiente enrocada en un bastón) implica el poder: Víaspuentes se plantea tozudamente sanar a esa tierra del mal, enferma por la política desde tiempos de su fundación, reconstruyéndola (para lo cual se sirve de una empresa constructora); su poder se erige cuando él, además, se instituye en el “camino para sacar a la nación [de la] crisis” (p. 54).
Dígase que la anaconda es Víaspuentes. El apellido deliberado que Marchán pone a su personaje alude a un técnico, a un arquitecto que se “totaliza” en el país como caudillo: como en el diseño de Valdez, Víaspuentes lleva a la “nación” a un destino nuevo, le saca de la negrura política hacia un horizonte apolítico; él es el destino del pueblo, de la nación enferma. Si la enfermedad es la política, su plan es la construcción de “una obra colosal, inédita, capaz de sanar, por el divertimento, a la nación entera” (p. 55). El “remedio” ante el mal de la política es el “divertimento”, el cultivo del ocio, de la recreación, con su obra el parque temático. Se trata de instalar el espejismo de un país holgado, de una nación como comunidad aunada por un espíritu y sentimiento común, si leemos a Benedict Anderson y su Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (Fondo de Cultura Económica, 1993). Es decir, de un país que, “unificado” por una férrea voluntad política, reafirma su sentido “nacional”, “originaria” y “patriota”, a la que se le ha concedido el disfrute del “buen vivir” (p. 122). Si el mal de la política minó el espíritu de la nación con la “tristura”, el gobierno revolucionario, promesa de salud, le curará con “la diversión, el circo” (p. 58).
La instalación del gran parque o la transformación del país selvático en un gigantesco circo sugiere la edificación de un país donde la política del mal se confunde con el mal de la política. Víaspuentes erige a su imagen y semejanza un país “utópico”, un país soñado por él. A falta de una casa originaria, de un hogar de afecto del que Víaspuentes pareciera no haber disfrutado, roba al país su destino y hace de este su propia patria y empresa. Con ello Marchán perfila al dictador. Sin embargo, ya no sirve la estética de la novela de dictador clásica (piénsese en Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos o El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, entre otras); ahora es la distopía que invierte la utopía hasta mostrar el país y su régimen en una antiutopía y, para el lector, esa visión abismal, en la distopía que parece haber vivido Ecuador en los últimos diez años.
El país de Víaspuentes es la utopía revolucionaria lograda. Incluso su “política” de la “Curación de la República” está connotada por la “Revolución Lúdica” (p. 101), donde se requiere del ciudadano para mantener el sistema. Su participación (consciente o no) es como espectadores que aplaudan cómo el poder acusa y hace desgraciados a quienes se le oponen. El despliegue informativo y propagandístico del ideario de la revolución lúdica hace que la gente confunda la arena política (p. 94) con el circo represivo que se va montando poco a poco de manera soterrada y al mismo tiempo espectacular.
Pero el problema es que el montaje de ese espejismo para el pueblo a cargo del Estado absoluto en manos de Víaspuentes, implica la nacionalización de la empresa constructora que le llevara al poder. La estatización de las empresas, unificándolas en una nacional que gestiona y administra los recursos, conlleva que los perjudicados pronto sean los socios del proyecto nacional. Con ello Marchán interpreta la corrupción estatal: es el pretexto para que la infraestructura para hacer del país un circo sea congruente con el proyecto político en ciernes. Se trataría de “construir la alegría popular” (p. 142) donde el régimen sería “fuerte” (represivo) y se mantendría “unido a condición de basarse en el centralismo en la dirección y en el apoyo popular a través de los mecanismos de una nueva forma de democracia: la democracia participativa” (ídem).
¿Marchán hace una lectura paródica del modelo empresarial con un gobierno abusivo? Si Víaspuentes es el modelo del gestor único, de la anaconda envolvente, del administrador eficiente, dueño de los destinos de la nación y de la “patria nueva” (138), cuya voluntad se cumple sin miramientos, ¿no es acaso la representación del gerente autosuficiente y, con ello, de esa mentalidad neoliberal que la misma revolución ciudadana o, mejor dicho, que la revolución lúdica criticaba?
En tal sentido, el proyecto de la revolución lúdica se muestra perversa y oculta a un tipo de gobierno vergonzoso, con su política del ejercicio administrativo del mal. La utopía del socialismo en el siglo XXI para Marchán se asemeja a la utopía hitleriana donde, gracias al populismo el divertimento, es decir, la administración circense y espectacular de la política, deriva en los campos de concentración y el exterminio sistemático, administrativo, del enemigo político y económico, haciendo que se implante la ideología del superhombre. Un diálogo en la novela Anaconda Park: la más larga noche entre una periodista, Adriana Bernales y su círculo hurga este sentido:
“—Si lo vez desde el punto de vista populista, el acudir al divertimento para solaz del pueblo no es ninguna idiotez —acota una de sus amigas—. Al postular la teoría del superhombre nazi, Hitler fue el primer inventor de Superman. Sí, no se rían. Al pueblo le encantó. Era algo poderoso y, en el fondo, divertido. Mañana el gobierno te hará trepar a una gran máquina y te hará creer que eres el Hombre Araña. Todo con tal de que te rías, te olvides del triste pasado y no jodas” (p. 119).
La política del mal hace pasar la diversión como algo justo y necesario, y hace confundir el mal de la política como si fuera bueno e ineludible. Dicho de otro modo: el mal de la política contemporánea es su falta de ethos, de sostener y sustentarse en una comunidad ética, de hacer las cosas en “nombre” de un pueblo, cuando en realidad es en nombre de un grupo que ve en el Estado un “emprendimiento” al cual se le explota. Marchán repite en la novela la finalidad del proyecto político de Víaspuentes y, con sutileza, desnuda que tal proyecto está basado en la parafernalia y el palabrerío que finalmente son vacíos. Por ello, en el diálogo, como una lectura de Platón en La República (Alianza, 2003, III389b), la amiga de la periodista le señala que es necesario que el gobierno cree mitos, en este caso, historias vacías, entretenimiento y haga partícipe falsamente del juego político al ciudadano con el prurito de la “democracia participativa”, para que luego aquel piense que es el Hombre Araña. Manipulación pura y descarada es el remedio de todo populismo para desembarazarse de la responsabilidad para con el pasado y más aún con el futuro.
La ciencia ficción tiene que ver con el futuro. La antiutopía con cómo el futuro se hace presente y, desde sus fisuras, ver que todo proyecto político es una falsedad. A su vez, la distopía con el futuro varado, quebrado por un régimen totalitario. Así, el cuento del país anaconda-Víaspuentes como la solución a la mala política, a su enfermedad, la tristura, con su devenir silencioso en el interior de la patria, asemeja a una gran mentira sobre el futuro: en realidad el circo-país que la novela cuenta es la figuración de un país que se ha detenido en el tiempo, que ya no se mira en tiempo futuro, sino en el de la propia enfermedad que sigue operando de otro modo. Pues la política del mal (escondida en la declaración estatal y política de la felicidad) es la enfermedad misma; por ello, un médico, quien es acusado de traidor al régimen, Leonardo Revelo, lo describe en un libro apócrifo dentro de la novela: es la “peste del poder” (p. 281). La política del mal se erige sobre el poder mismo, lo determina; como la anaconda, el poder maligno se constituye en una fuerza omnímoda que se manifiesta con el signo del “decisionismo” (p. 285) donde el tirano decide unívocamente, abrigado en las loas y coartadas que hacen dócilmente los colaboradores “ovejunos” los cuales, además, viven de las prebendas y de las comisiones (ídem). La peste del poder, por lo tanto, es un trastorno que hace del ser humano un “monstruo abusivo y prepotente” (p. 330), según el doctor Revelo. Ya que tal cáncer copa el aire mismo del país, a la final la pestilencia hace la atmósfera sea contamine.
Y acá cabe volver al título del libro Anaconda Park: la más larga noche. En el subtítulo, se habla de una “más larga noche”. Es una enunciación paradójica si se piensa en los discursos de los populistas latinoamericanos sobre la “más larga noche neoliberal”. Marchán connota la frase con la distopía del país de su novela. La “utopía” empresarial neoliberal disfrazada de supuesto socialismo a la final asemeja a una noche de pesadilla.
Un hecho sustancial en la ciencia ficción es, desde este punto de vista, el distanciamiento que el escritor hace de la realidad para producir un nuevo conocimiento de tal realidad: Marchán escribe una novela que lee la política de los últimos tiempos. La realidad de un gobierno que empieza como utópico y que con el tiempo se transforma en autoritario y, como tal, en antiutópico, lleva a Marchán a hacer una interpretación histórica de Ecuador como la distopía contemporánea. Con ello, también toma posición: es un narrador omnipresente (p. 19) declarado. Lo que narra es, dice, la versión de lo que para él es un proceso de acumulación de hechos de los que nadie se percata hasta que estos estallan en otro tiempo. Su finalidad es la verdad (p. 348), tratando de desentrañar el tejido de ese proceso que, como se ha dicho, está trasuntado por “un mal extraño y misterioso” expresado en “descalabros políticos, corrupción y saqueo” que llevan a que el país en cuestión se encamine “al encuentro de [un] azaroso destino” (pp. 19-20).
Pues bien, siguiendo a Borges, es claro que Marchán describe a un actor ominoso cuyo discurso caudillesco seduce a un país ficticio; en este sentido, lo presenta como inevitable o “necesario” ante la incertidumbre “histórica” que vivía el país ficticio dada su política de traspiés. Y va más allá, pues, en el ejercicio de hacer ciencia ficción distópica, desnuda al tirano y su política envolvente de un modelo socioeconómico ya superado. La toma de posición de Marchán se alinea a lo que Borges decía: si bien la descripción de personajes y sucesos son ineludibles en toda novela, pasando por alto todo juicio moral del autor, su manera de narrar hace que leamos tales hechos y personajes desde el lado del ethos. La tarea del lector en Anaconda Park: la más larga noche es acaso lo que sugiere Marchán: hacerse una representación de un país y con ello reflexionar el sentido histórico que adquiere el paso en el tiempo de las políticas ejercidas en una cierta gestión gubernamental que, aunque ficticia en la novela, inquiere a una realidad política que vivió Ecuador. No olvidemos, para el caso, que Jaime Marchán (1947- ) como profesional, es politólogo y jurista; esto le ha llevado a desempeñar diversos papeles de importancia en el campo de las relaciones exteriores de Ecuador, además de embajador en varios países. Sin duda, esta su quinta novela, Anaconda Park: la más larga noche no es una obra más, sino una que se puede interpretar como metalectura intencionada de la realidad política de Ecuador.
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