Frente a la desaparición del socialismo, del que sólo perduran los ruinosos vestigios de Cuba y Corea del Norte (más algunas trasnochadas versiones sudamericanas), y la solitaria vida artificial del arte conceptual (sostenida por el dinero de los contribuyentes), me parece que ha llegado la hora de preguntarse si las vanguardias políticas y artísticas del siglo XX no habrán sido el desvarío de unos pocos egos sobredimensionados.
Es posible que estas apreciaciones no sean bien vistas por el mundo progresista, pero últimamente me asalta la freudiana tentación de abordar el pensamiento de las vanguardias como una grave perturbación o deformación histérica del ego, cuyo síntoma más evidente se presenta bajo la forma de un omnipotente delirio fundacional.
Muchos alegarán que las estridencias y alharacas de las vanguardias políticas y artísticas siguen ocupando el centro de la escena, pero cabría preguntarse si la verdadera causa de semejante estrellato no habrá que buscarla en la indiferencia de los más, o en el medroso retraimiento de quienes ocultan tras el silencio su rechazo a los que pregonan una verdad presuntamente incuestionable.
En todo caso, quienes decidan aproximarse al espinoso asunto de las vanguardias marxistas leninistas y a las sucesivas vanguardias pictóricas, literarias y musicales de ayer y de hoy, obnubiladas por la aspiración de fundar un nuevo mundo y modelarlo a su antojo, pueden acercarse a la mesa de disección y examinar a cualquiera de los prototipos más conocidos.
Allí podrán reunir información y realizar la autopsia cultural de Lenin, Malevitch, Marinetti, Duchamp, Breton, John Cage, Pol Pot, Mengistu Marian, Fidel Castro, el subcomandante Marcos, el neurocomandante Chávez o cualquier otro de los narcisistas altaneros, estridentes y autoritarios que se declararon heraldos del futuro y persiguieron el éxito con la velocidad y la precisión de un misil.
Aunque hayan cambiado los actores y el título de la obra, el libreto fue siempre el mismo: el vanguardista irrumpe en el centro de la escena social para gritar “¡aquí estoy yo y conmigo se inicia una nueva historia!”; enseguida afirma que todo lo hecho desde el paleolítico hasta hoy ya no sirve para nada y se autoerige en portavoz y guía del avance hacia el futuro.
De esa fe mística en el futuro, apoyada en las leyes marxistas de la historia o en el esquivo espíritu de la época que tanto desvela al conceptualismo, el vanguardista extrae la inconmovible fuerza moral que alimenta sus decisiones: desde ordenar el tiro en la nuca o el paredón para los disidentes, hasta declarar la superioridad del automóvil sobre la Victoria de Samotracia, pintarle bigotes a la Mona Lisa o convertir en obra de arte al mingitorio que recibe nuestros orines.
Mientras el vanguardista se coloca bajo la luz de los reflectores y saca de la galera la revolución rusa, el mingitorio de Duchamp o el estallido de la bomba en Hiroshima y los convierte en los mitos iniciáticos de una nueva era, a la que sólo podremos arribar conducidos por su infalible visión política o artística, en el inmenso segundo plano prosiguen los oscuros e incesantes logros cotidianos de los ciudadanos comunes, que regulan la productividad y el progreso de las naciones.
Cualquiera sea el terreno en el que opere, el vanguardista apela a su infalible visión del futuro para legitimar su incuestionable derecho al liderazgo; propietario exclusivo del mapa que nos permitirá navegar hacia la nueva sociedad, el nuevo hombre o el arte nuevo, no está dispuesto a ceder ni un milímetro en su papel de dirigente.
Esa apelación al futuro como factor de legitimación no admite refutaciones, porque la lógica del vanguardista descarta los fracasos y reveses como accidentes menores, que no lograrán desviarlo del destino final; no importa cuántos muros de Berlín o cuántas estatuas rodaron por el barro, ni los extremos de absurdo e insignificancia alcanzados por las nuevas formas artísticas, porque después de todos los obstáculos nos espera el venturoso futuro.
La fe en el futuro, que convierte al cerebro del vanguardista en un material tan impenetrable como el granito, es una convicción desconectada de la racionalidad, un impulso religioso que no se atreve a decir su nombre, cuyo efecto más notorio es una rotunda aceleración de los egos.
Encandilado por su visión del futuro, el vanguardista abre caminos que conducen invariablemente a la nada, pero la sucesión de fracasos sólo consigue robustecer su fe y retroalimentar su santa indignación contra aquellos que se niegan a seguirlo, los merecedores del máximo anatema: ¡reaccionarios!
No hay alternativa posible: los hechos y las razones nunca podrán erosionar la superioridad moral del vanguardista, ni lograrán debilitar la fuente de sabiduría que fluye hasta él desde los fugitivos contornos del futuro.
Dicho de otra manera, y para contar con una escala aproximada, aunque Einstein asimiló el concepto de infinito al universo y a la estupidez humana, podríamos agregar un tercer elemento: el ego del vanguardista.