Nuestra historia comienza en el año 59 a. C., momento en el que los optimates –bando “conservador” de la política romana- intentan bloquear la entrada de Julio en los más altos peldaños de la política romana, es decir, el consulado. Por si alguien no lo recuerda, estos eran los altos más cargos del estado y estaban ejercidos por dos magistrados, los llamados cónsules.
Como les resultó imposible impedir que César se presentara bajo la bendición de la facción de los populares –facción más “progresista”- y que, por supuesto, ganara -la estrategia de publicitaria de éste había sido magistral y su popularidad entre el pueblo era altísima-, los optimates buscaron un candidato que equilibrara la balanza de las decisiones que César pudiera tomar. Este fue Bíbulo, que tenía fama de tipo bastante cerrado en la tradición y en las costumbres de antaño y que favorecían a la clase alta.
Durante su consulado, el bando optimate se parapetó fuertemente en la personalidad y el prestigio de Catón para hacer que las propuestas de César no salieran adelante. Para que os hagáis una idea, la estrategia de Catón era hacer ver ante el Senado –siempre de corte conservador- que sus enemigos eran unos rebeldes contra la tradición de los antepasados y las costumbres de Roma y hacerles perder todo el crédito.
Sin embargo, Julio anduvo más listo. Llevó sus leyes directamente a los Comicios, en los que podía votar el pueblo, y comenzó a apoyarse en los tribunos de la plebe, que agitarían a las masas para que aquellas votaran en favor de las propuestas de César. Esto bloqueaba en parte las medidas que los senadores pudieran tomar en contra.
Además, nuestro viejo conocido se ganó poderosísimos aliados, que también habremos visto nombrados cientos de veces o incluso en películas: Marco Licinio Craso y Cneo Pompeyo Magno. Estos dos hombres controlaban Roma por encima de cualquier otro, el primero de ellos gracias a su incalculable riqueza y el segundo debido a su prestigio como militar y el número de sus legiones. Entre los tres, dirigieron los destinos de Roma a su antojo en lo que se conoció como el Primer Triunvirato.
Así, el pobre Bíbuloen su consulado no tuvo mucho que hacer, ya que incluso los intentos de parar las leyes a través del veto no surtían efecto gracias a los Comicios y los tribunos, como hemos dicho. Y aunque intentaron agitar las calles –práctica política muy popular en la época-, uno de los días le salió mal la jugada y le lanzaron una cesta de estiércol a la cabeza. Imaginaos cómo quedaría el muchacho.
Posiblemente traumatizado después de aquello, Bíbulo se entregó a la vida contemplativa de observar los cielos y las estrellas para observar los augurios y el destino que le estarían reservados a Roma por apoyar a César, que publicaba diariamente para que todo el mundo se enterase. Con esta táctica sucia, al no acudir a su puesto, intentaba parar las decisiones, ya que él no acudía a depositar su voto.
No le sirvió de nada, claro, y César seguía aprobando por ley cuanto quería. Esta imposibilidad ante el gobierno férreo de Julio, llevó a que en la época se acuñara una expresión que ha quedado para la historia.
Los Romanos no nombraban el año con un número, como nosotros, normalmente, sino que lo nombraban diciendo los nombres de los cónsules que habían ejercido el poder aquel año. Así, para referirse a aquel año de 59 a. C., los romanos decían que ese había sido “el año de Julio y César”, en vez de “el año de Bíbulo y César”, por ejemplo.
Con esto, dejaban patente que la función de Bíbulo en el consulado había sido nula.
Fuentes:
- Vida de los Césares - Suetonio (Libro electrónico)
- Césares - José Manuel Roldán (Libro electrónico)
- Wikipedia - Gayo Julio César
- Wikipedia - Marco Calpurnio Bíbulo
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