Ser un dictador que ha conseguido su poder gracias al abuso de la fuerza debe suponer una ardua tarea. Imagínate la cantidad de gente que tienes que comprar o acallar o piensa en la cantidad de regalos y dádivas que tienes que hacer para mantener a los que ya te quieren contentos. Y no olvides la tarea de luchar contra la desconfianza de todos los que te rodean y desechar los pensamientos de que seguramente querrán quitarte del medio, bien por envidia o bien porque no están de acuerdo con lo que haces.
En estas andaba César tras llevar la Guerra Civil a Roma, arrasar con su amiguísimo enemigo Pompeyo, conseguir ser nombrado dictador perpetuo y, encima, terminar por matar a los hijos de aquél, que aún se le oponían. Corría el año 45 a.C. y no podía quitarse esa obsesión de la cabeza cuando, para rematar la faena, Cicerón le invitó a una cena.
Sí, Cicerón, el famosísimo orador, el mismo que había salvado a Roma de la desgracia de la conjuración de Catilina y aún era considerado un héroe por el pueblo romano. Un miembro del partido contrario, de los optimates, que no ocultaban su preferencia por las políticas que favorecían al Senado, al contrario que el partido de César, los populares. A César, inevitablemente, le saltaron todas las alarmas.
La cena debía celebrarse en diciembre de ese mismo año en víspera de las fiestas Saturnales, una de las más importantes en la sociedad romana y de la que nuestra Navidad cristiana ha bebido mucho, y debían reunirse en la villa de Cicerón.
César estaba pasando unos días, para alejarse de la ciudad por el ajetreo de las fiestas –entiéndase “ajetreo” como agitación política y posibles sublevaciones-, en la residencia que Cayo Octavio –más conocido como Augusto- tenía en Puteoli, hoy Pozzuoli, y como acompañantes se había llevado a nada más y nada menos que a dos mil hombres como escolta… Imaginaos lo claro que tenía que su vida acabaría a cuchillo.
Ante esta invitación, ni corto ni perezoso, se llevó con él a esta escolta y, cuando llegaron, cuenta Cicerón que hicieron falta tres salones para recibir a César y su séquito. Sin embargo, a pesar de esta incomodidad, la cena fue un gran éxito para el orador, ya que ambos comieron y bebieron hasta la saciedad y hablaron solo de temas sublimes y agradables, es decir, de literatura.
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