A principios de los años noventa, Víctor Ullate nos invitó a un grupo de periodistas relacionados con la danza a asistir a un ensayo de su escuela, que iba a participar en un encuentro en Holanda. Bailaron una pieza, «De Madrid al cielo», con música de Chueca (que ya había utilizado para otra pieza en su etapa de director del Ballet Nacional). De entre aquel grupo de jovencísimos bailarines, magníficos, me llamó la atención un chico espigado, sonriente y de mirada viva. Pregunté su nombre. «Ángel -me contestó Víctor-. Ángel Corella».
Han pasado más de veinte años desde entonces. Y Ángel Corella se retira hoy. La última función en los teatros del Canal de «A+A», un espectáculo creado junto con el violinista Ara Malikian, será la última de su carrera de bailarín (salvo que se contagie del síndrome matador de toros). Y Ángel se despide como una de las grandes estrellas recientes del ballet. Ha formado parte del American Ballet Theatre, compañía a la que llegó en 1995, con apenas veinte años, y ha bailado como invitado junto a conjuntos como la Scala de Milán, el Kirov de San Petersburgo, el Royal Ballet de Londres o el New York City Ballet. En los últimos años, intentó una arriesgada apuesta: la de crear en España una gran compañía de ballet, con la que incluso llegó a actuar en el Teatro Real. El desinterés de los políticos (para los que un conjunto así no es rentable, ya que ha de ser construido con tiempo y choca con el cortoplacismo de sus intereses), sumado a la crisis, ha hecho que el castillo de naipes se derrumbe.
No conozco bien los pormenores de la aventura catalana de Ángel Corella; tampoco seguí con detenimiento sus pasos en Castilla y León, donde creo que al principio se le pusieron todos los medios que necesitó. He oído voces muy críticas hacia su gestión y hacia su familia, pero no tengo suficientes elementos de juicio como para formar una opinión fundada.
Seguí muy de cerca los comienzos de la carrera de Ángel. Entró a formar parte de la compañía de Víctor Ullate, junto a bailarines como Tamara Rojo, Lucía Lacarra, Carlos López o Joaquín de Luz, de su misma generación. Pero allí no se encontraba a gusto, y acudió a París, de la mano de Ricardo Cué, para participar en el Concurso de aquella ciudad. Ganó el primer premio en la categoría junior (en la categoría senior ganó Tamara Rojo) y, según me contó Ricardo Cué, buen amigo mío, fue allí donde le vio Natalia Makarova, que se lo recomendó a Kevin McKenzie, director del American Ballet Theatre.
Entró como solista en la compañía neoyorquina en abril de 1995. Sus primeros papeles fueron el ídolo de bronce de «La bayadère» y el paso a dos de los campesinos de «Giselle». En junio de aquel año viajé a Nueva York y pude ver bailar a Ángel esta última pieza. Salía fastidiado, porque se le había salido una zapatilla y no había podido actuar como él habría querido. En una gala en Murcia a la que también asistí había ofrecido también, no me acuerdo por qué razón, un rendimiento por debajo de sus posibilidades. «Espero que la próxima vez me puedas ver bailar bien», recuerdo que me dijo entonces en la plaza del Lincoln Center.
Más adelante, Ángel y yo tuvimos un desencuentro. Ricardo Cue le llevó a los tribunales porque consideraba que le debía dinero de cuando trabajaron juntos, y Ángel se enemistó conmigo porque el juez que llevaba el caso me citó a declarar como testigo. Respondí con sinceridad a lo que me preguntaron y Ángel consideró que me ponía de parte de Ricardo en su contra. Incluso años más tarde me vetó para una entrevista que su propio agente de prensa había pedido al periódico. José Antonio Zarzalejos me apoyó y dijo que si yo no hacía la entrevista no la hacía nadie.Afortunadamente, el tiempo lo cura todo, y Ángel y yo restablecimos nuestra buena relación años más tarde.
En estas dos décadas de carrera he visto bailar en varias ocasiones a Ángel Corella, casi siempre en galas o en espectáculos fragmentados. Solo una vez le he visto en un gran ballet de repertorio: «El lago de los cisnes», en el Teatro Real. Es, por encima de todo, un bailarín luminoso, que tiene en el giro -prodigioso- y los saltos sus mayores virtudes. De técnica explosiva, es carismático y brillante en la ejecución. Viéndole en «A + A», y a pesar de su evidente falta de forma, estoy seguro de que habría podido seguir unos años más sobre el escenario; pero cuando se ha perdido el entusiasmo, cuando la cabeza no está centrada en el baile es difícil afrontar con ganas los muchos sacrificios que, sobre todo a su edad, exige una carrera tan exigente como la de Ángel Corella. Le deseo mucha suerte en su nueva etapa como director del Pennsylvania Ballet.
La fotografía, de hace un par de semanas, es de mi querido amigo y compañero Ángel de Antonio