Poesía. Fue Joseph Brodsky quien reconoció el inusual vuelo de la poesía polaca, y en reiteradas ocasiones declaró que Polonia estaba dando lo mejor de la poesía del siglo XX. Sólo hay que recordar los nombres de algunos poetas excelentes (Tadeusz Rózewicz, Zbigniew Herbert, Wislawa Szymborska o Adam Zagajewski) para saber que estaba en lo cierto.
Pero sin duda la figura de Czeslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911-Cracovia, 2004), premio Nobel en 1980, destaca no sólo como uno de los más grandes poetas de ese siglo en el que la historia de su vida y la historia de su tiempo caminaron juntas, sino como una de sus conciencias morales y estéticas más claras: “Un recolector de formas visibles en este amargo / Siglo sin armonía”. Su escritura se mece en el filo de la imaginación y la realidad padecida, en esa frontera “entre fuera y dentro, la luz y el abismo”, allí “donde termina el yo y el no yo”. Obligado por la historia a vivir lo invisible en su forma más literal y obsesiva, entre el gentío de los muertos y de las cosas perdidas, es un superviviente que a veces murmura versos sobrios y terribles: “Y el corazón no muere cuando parece que debería morir”. Una voz inconfundible, como un salmodiar seco sobre el hilo del canto que incide como un punzón sobre una tablilla: “Un dialecto rural en algún lugar lejano de las montañas”. Y ese dialecto lo encontró en el polaco, lengua en la que siempre escribió a pesar de su exilio en París y Estados Unidos, y aunque su obra fuera prohibida durante años en su país natal.
Milosz sabía que la poesía es esencial para toda comunidad que desee sobrevivir, que es la única capaz de condensar la experiencia de esa comunidad haciéndola comprensible por todos. Y sólo en ese territorio suspendido donde habita la imaginación es posible el sueño de encontrar un lugar en el que las cosas puedan ser nombradas: “En el sueño desaparece la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo. / Somos a la vez sujeto y objeto, / Es decir, nos miramos a nosotros mismos volar”. Es en el poema ¿Ars poética? donde, en un espléndido oxímoron, viene a afirmar negando que “Ésta es la utilidad de la poesía, que nos recuerda / cuán difícil es seguir siendo la misma persona, / pues nuestra casa está abierta, sin llaves en la puerta, / e invisibles huéspedes entran y salen”. Pero la verdad se esconde, “pasa a ser una ficción que otros pueden leer”, sombras mentirosas en el contorno real del mundo, y sólo en la escritura es donde “Podría finalmente surgir la verdad definitiva”. Una escritura que está marcada por una tendencia a la objetivación de la emoción, plena de alusiones e insinuaciones, donde la pasión, la ironía y el sarcasmo quieren transmitir un mensaje moral. Una poesía que, en sus últimos libros, se hace cada vez más concisa y disciplinada, creando no una poesía nueva, sino una nueva dicción que “recorre el mundo / eternamente clara”.
Cada página es una esquirla, pues “las cosas perduran en sus fragmentos”. Un lenguaje sencillo que penetra en la realidad del misterio a través de una poesía nutrida de una profunda y atenta benevolencia, de una grandiosa compasión y una insobornable esperanza: “Para esto he sido llamado: / Para loar las cosas por el hecho de que existen”. La grandeza de Milosz ha sido no ceder a la cultura de la queja, situándose en medio de los escombros del mundo para dar cuenta del bien cuando todo parecía hundido en el horror y la brutalidad: “Lengua mía fiel, / quizás sea yo quien tiene que salvarte. / Así, te seguiré poniendo delante cajitas de colores / claros y puros, si es posible, / porque en la desgracia es necesario algún orden o belleza”. A pesar de las contradicciones y las dudas existenciales, de los abusos y atropellos del poder, siempre entendió que los versos eran, como el título de uno de sus poemas, un “regalo” que le visitó casi como un demonio benigno. Esos momentos de salvación y de esperanza que le fueron concedidos, lo son también para un lector capaz de escuchar ese hilo de voz que, al borde del precipicio, llama a las cosas por su nombre: “Dejó los símbolos para los orgullosos, ocupados en sus cosas. / Quería extraer con la mirada el nombre auténtico de la cosa”.
Buena parte de su mejor obra ensayística y narrativa ha sido editada en España, pero hasta ahora su obra poética era escasamente conocida y sólo a través de Poesía, una breve muestra temática que Barbara Stawicka publicó en Tusquets en 1984. Coincidiendo con el año de su centenario, la publicación de Tierra inalcanzable, la selección más amplia publicada hasta la fecha en español, está llamada a ser uno de los acontecimientos del año, una magnífica y generosa antología, cuyas ausencias se justifican cabalmente, y en una devota traducción capaz, a pesar de las dificultades propias de la lengua polaca, de hacer sentir la sensibilidad y la fuerza verbal de este enorme poeta que hace grande lo pequeño y abarcable lo inmenso, “afirmadas la humanidad y la ternura”.