Una de las lecturas de juventud que más me marcó -y que fue determinante para mi «vocación periodístico-teatral»- fue «El tragaluz», de Antonio Buero Vallejo. La leí con quince o dieciséis años en uno de los volúmenes de teatro español que publicaba en los años setenta la editorial Aguilar, y que reunía los cinco o seis estrenos más destacados de la temporada en un libro. Cada texto venía precedido por la ficha y dos o tres fotografías del montaje, y eso ayudaba a imaginar el clima de cada obra. No sé por qué, pero la historia de la familia marcada por la pérdida de una hija, niña todavía, durante la guerra civil, me cautivó más que cualquier otra de las obras que leí por aquella época (me encantaba, y sigue gustándome, leer teatro).
Antonio Buero Vallejo era uno de los escasos autores de teatro vivos (si no el único) que estaban en los libros de texto en mi época de estudiante. Su papel en la escena española de la posguerra y su teatro social y comprometido, que le distinguía de otros autores más «ligeros y populares», le otorgaban ese privilegio. Creci, por tanto, con la idea de que Buero Vallejo era un clásico. Conocer a uno de los escritores a los que había estudiado fue algo extraordinario. Le veía por primera vez después las sesiones de la Real Academia Española en las que se votaba la entrada de algún nuevo miembro: Luis María Anson, director de ABC, cuidaba mucho estas informaciones y en mis primeros años en el periódico me tocaba acercarme hasta el caserón de la calle de Felipe IV para conocer los resultados de las votaciones y tratar de averiguar sus entresijos (tendríais que ver lo cautelosos y reservados que eran los académicos: la primera nota de prensa la provoqué yo, otro día lo cuento). Antonio Buero Vallejo, con ese aspecto eternamente pesaroso y frágil, era de los más habladores. ¿Quién ha sido elegido, don Antonio?, le preguntábamos el puñado de periodistas. Y siempre nos lo decía con su voz arrugada, mientras otros compañeros cumplían la tácita ley del silencio de la RAE y nos remitían al secretario.
El 18 de diciembre de 1986, Antonio Buero Vallejo fue galardonado con el premio Cervantes -ese día, además, se estrenaba su nueva obra, «Lázaro en el laberinto». Asistí en el ministerio de Cultura a la lectura del fallo y de allí me fui enseguida a casa del dramaturgo. Llegué el primero, y me senté con él para charlar en un salón. Apenas había podido hacerle la primera pregunta, Victoria Rodríguez, su mujer, nos interrumpió. «Te llaman de la radio, Antonio. Encarna Sánchez». «Discúlpeme», me dijo, y salió de la habitación. Mientras esperaba su vuelta, llegó un compañero, que además había sido profesor mío en la facultad de Periodismo. Me saludó, me miró contrariado y me dijo con tono altanero: «¿No pensarías que le ibas a tener en exclusiva?» No, no lo pensaba, pero había llegado antes que él, y eso le escocía. Antes de que Buero Vallejo regresara, fueron llegando otros periodistas, entre ellos Juan Ignacio García Garzón, compañero mío en ABC, que vino por si acaso yo no hubiera podido llegar. Cuando el dramaturgo volvió, se hizo una pequeña rueda de prensa. Al concluir, Antonio Buero Vallejo vino hasta mí y me dijo: «Como usted estaba el primero y le han interrumpido, si quiere algo más puede quedarse y le contesto con mucho gusto». «No, gracias, don Antonio», le dije. «Tengo suficiente, y se hace tarde para el cierre».
Le entrevisté nuevamente en enero de 1999, unos días antes del estreno en el teatro María Guerrero de «La fundación», un montaje que dirigió Juan Carlos Pérez de la Fuente. Nos recibió a mi y al fotógrafo en bata y pijama; una bata azul de felpa y un pijama en tonos claros. No le importaba su imagen, estaba claro. Era un hombre en la recta final, tremendamente frágil; la muerte de un hijo suyo, en accidente de tráfico, pocos años antes, había acrecentado su pesadumbre y su carácter habitualmente taciturno. «A pesar de los años que han pasado, todavía me siento un vencido». Esta frase, que se convirtió en el titular de la entrevista, me conmovió; las huellas de los años pasados en la cárcel de Guadalajara, donde llegó a estar condenado a muerte. seguían presentes en él.
No sé por qué he recordado hoy a Antonio Buero Vallejo. Quizás porque nunca he dejado de tenerle presente de una manera u otra. Sí parece haberse olvidado de él el teatro español; desde que Pérez de la Fuente montara en el María Guerrero «Historia de una escalera», su primera obra, no recuerdo ningún otro montaje de Buero Vallejo. No sé si su teatro se ha quedado antiguo (me inclino a pensar que no), ni cómo resistirían el paso de tiempo obras como «El tragaluz», «Hoy es fiesta», «El concierto de San Ovidio», «Las meninas»..., pero creo que la obra de Antonio Buero Vallejo sigue viva y merece ser releída por los jóvenes directores, merece volver a los escenarios y ofrecerse, con nuevas miradas, al público de hoy. El teatro actual es consecuencia, entre otras muchas cosas, del teatro de Antonio Buero Vallejo. Ojalá alguien recoja este guante y pueda, en un futuro no muy lejano, hablar de nuevo de su presencia en los escenarios.