El descubrimiento de los valores y la posterior diferenciación entre ‘ser’ y ‘valer’, indudablemente, son avances importantes en la historia del pensamiento. Antiguos y modernos, sin tener conciencia de ello, incluían el valor en el ser, y medían a ambos bajo los mismos parámetros. De allí que la estética como la ética hayan dado un salto formidable al afinar la capacidad de examen del valor en tanto valor.
Ernesto Sabato afirma que ni la belleza ni la bondad pueden aspirar a un género de objetividad que sí ostenta la verdad. En otras palabras: desde el punto de vista de la objetividad, los valores estéticos y éticos no pueden equipararse plenamente a los valores lógicos. Es cierto que hay un elemento objetivo en la comprobación de que nos gusta esa pintura de Edgar Degas o aquella sinfonía de Gustav Mahler; sin embargo, la vivencia estética ante la obra de arte introduce un elemento subjetivo del que es imposible desprenderse. En cambio, una afirmación como la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos ángulos rectos, goza de una objetividad total y absoluta, a tal punto que el triángulo seguirá valiendo ciento ochenta grados aunque no sea contemplado, aunque nadie repare en su existencia. En lo ético o estético, por el contrario, el sujeto tiene una participación determinante. En estos dominios, nos dice Sabato, no se puede siquiera imaginar el conocimiento desapasionado, puesto que la obra de arte no es jamás entendida mediante la razón, sino sentida gracias a la intuición emocional.
Ortega y Gasset, en otros términos, indicaba que las obras de arte nos sobrecogen, suscitan en nosotros una participación sentimental que impide contemplarlas en su pureza objetiva. Precisamente porque nada de esta condición categórica presente en la ciencia y en la técnica puede apreciarse en los valores estéticos y éticos, es que nadie podrá demostrar –del mismo modo que se verifica empíricamente que un avión ultrasónico es más eficaz que un carruaje– que la pintura del siglo XXI es superior a la del Renacimiento. La relatividad de los juicios estéticos, en consecuencia, proviene de esa aprehensión de los valores estéticos realizada mediante una vivencia, antes que nada, personal y emotiva, variable ad infinitum según los individuos, las culturas y las épocas.
Volviendo al espinoso asunto del progreso, Sabato realiza una distinción clave: en materia de arte no hay que confundir el cambio con el progreso. Entonces se pregunta: La aparición de la perspectiva geométrica en la pintura del Renacimiento, fenómeno vinculado a la aparición de la técnica en Occidente, ¿es un progreso o no? Si se sostiene una norma objetiva y absoluta que permitiera demostrar la superioridad de una obra de arte sobre otra, la respuesta invariablemente no saldrá de la siguiente disparidad: a) sí, hay progreso; b) no, hay involución. Pero la relatividad del gusto estético, tradicionalmente, ha sido la muralla infranqueable contra la que se estrellaron cada una de las tentativas absolutistas. Sabato afirma que es innegable que en la obra del artista existe un núcleo objetivo de belleza, pero no es menos verdadero que dicho núcleo viene cubierto por ingredientes históricos y subjetivos que transforman automáticamente el juicio estético en algo relativo. Y es la objetividad del núcleo la que sin embargo asegura (cierta) universalidad a ese juicio, y hace que todo un sector o una época atribuya belleza a la obra del artista. Tales razones llevan al escritor argentino a aceptar una validez relativa del arte, para una época, un lugar, una cultura: una absolutividad relativa.