I. William Gaddis, novelista estadounidense, nació en Nueva York en 1922 y ahí murió en 1998, con 76 años. En España se puede conseguir la única traducción de Gaddis a nuestra lengua que circula hoy en día, las demás están descatalogadas, pero ¿cuáles son?
William Gaddis pensando en algo difícil.
Obras:-The recognitions, 1955 (Los Reconocimientos. Madrid: Alfaguara, 1987).-J R, 1975-Carpenter’s Gothic, 1985-A frolic of his own, 1994-Agapē Agape, (póstuma, 2002) (Ágape se paga. Madrid: Editorial Sexto Piso, 2008. Póstuma).-The rush for second place (póstuma, 2002)
De la vida de Gaddis no se sabe demasiado ni tampoco interesa demasiado. Él quiso que así fuera y por eso dio tan pocas entrevistas. Creía, sanamente, que la imagen de su persona podía distorsionar la obra, podía eclipsarla o condicionarla. Además, solía rechazar las entrevistas porque el prefería mantener las complejidades de su obra sin tener que explicarlas, que por algo las había escrito así, y no tenía ganas de que le hicieran el tipo de preguntas estúpidas como ¿Usted escribe a máquina o a mano? ¿A qué lado de su escritorio tiene la papelera? ¿Es usted de los que afila mucho los lápices? ¿Cuando se sienta a escribir, sabe ya sobre qué lo va a hacer o comienza a imaginar mientras escribe? ¿Escribe usted en pelota picada o con corbata? A mí, particularmente, siempre me produjo curiosidad una cosa: ¿cómo se las ingenian los escritores que salen en las películas para beber y fumar mientras utilizan sus otras dos manos para escribir? En fin, tópicos cinematográficos, perdón por la digresión. Para los curiosos podemos decir poco más que estudió en Harvard, que no se recibió de nada, que se casó y tuvo hijas, que trabajó redactando discursos para el gobierno y distintas empresas privadas para mantener a su familia y que parece que siempre fue viejo. Viejo y gruñón.Volviendo a la obra Gaddis, resulta curioso que traduciéndose la cantidad de porquería que se traduce al año a penas tengamos dos obras suyas en castellano, una de ellas descatalogada desde hace años. Es cierto que sus obras no son de fácil lectura, cierto que hubo un crítico que le agradeció públicamente cuando publicó A carpenter’s Gothic por escribir una novela más legible, cierto que el mismo crítico reconoció que J R no la había leído por parecerle demasiado extensa y complicada (lo que muestra la confianza que nosotros, lectores, debemos tener en los reseñistas de periódicos de tirada nacional; este era del New York Times, ese diario tan cool), pero la calidad de Gaddis es indiscutible. Si consideramos que un premio literario tiene cierto valor literario, lo cual es bastante dudoso para quien conozca cualquier premio relacionado con Visor, Planeta, etcétera, G. ostenta el honor de tener dos National Book Award (1976 y 1994) que, a priori, parece más serio si se observa la lista de los autores premiados (Saul Bellow, Jonathan Franzen, John Barth, Susan Sontag, Cormac McCarthy, Philip Roth, Susan Sontag, Eudora Welty, Thomas Pynchon o Don DeLillo entre otros). Pero solo una editorial mexicana que publica algunos títulos interesantes en España (como el libro de relatos inédito de Kurt Vonnegut) se atrevió a sacar otra vez a la luz a Gaddis, de quien editarán toda su obra en una arriesgadísima apuesta que probablemente perderán, aunque esto es lo hermoso de estas editoriales que, quién sabe por qué misterio ajeno a Alfaguara, Planeta, Destino, etc. siguen viviendo. Ay señor, llévame pronto.
II. Alrededor de William Gaddis. La pregunta para el lector no ocioso es: ¿dónde metemos a Gaddis, este rarito? Se le podría poner como uno de los primeros autores posmodernos, entrópicos; un antecedente de los monstruos Thomas Pynchon, Don DeLillo o David Foster-Wallace. Vila-Matas comentaba que se hizo escritor por Witold Gombrowicz, quería escribir como él y se puso a imitarlo. El problema es que nunca había leído a Gombrowicz y, cuando finalmente lo hizo, se dio cuenta que no tenía mucho que ver con él pero que había conseguido, en ese momento, una voz propia. Algo parecido le sucede a la narrativa de Gaddis: es como si hubiera intentado imitar al Joyce de Ulysses sin haberlo leído, lo cual no es necesariamente malo. Aunque hay algo que lo diferencia de Joyce y de Foster-Wallace, entre otros, y es la actitud de su narrador, quien recuerda más al carácter de viejo amargado de Bukowski que al del erudito irónico Hal Incandenza, protagonista de La broma infinita. Ubicarlo, igualmente, cerca de estos autores, supone decir algo sobre Gaddis: es difícil. Es un escritor que, como diría Cortázar, requiere un lector activo, un lector curioso que no esté esperando simplemente que le cuenten una historia sino alguien que quiera algo más. No todos comulgan con esto, claro. Sin ir más lejos, Franzen, gran amigo de Foster-Wallace, alguien cuyas novelas eran de todo menos fáciles, lo apodó Mr. Difficult y fue incapaz de terminarse J R (aunque Franzen nunca se terminó ni Moby Dick, ni Don Quixote (sic), ni Mason & Dixon, ni El hombre sin atributos). El “problema” es que Gaddis, según afirmaba en una entrevista en el Paris Review, no quiere escribir algo fácil que lo mate de aburrimiento, él quiere lo difícil, tan difícil como pueda serlo. Gaddis dixit.
III. Agapē agape. O Ágape se paga. Simplificando mucho, la novela se ha comportado como la loquita de tu prima o como tu tío, ese bala perdida. Son capaces de tirarse a cualquiera en una mala (o buena, o buenísima) noche, en cualquier lugar y en cualquier postura. Digamos que esa prima o tío díscolo se casó -porque a veces es imposible obviar esa necesidad de falsa seguridad que nos da una buena estructura- con el esquema decimonónico, el de la novela por antonomasia, y tuvieron sus momentos felices, aunque la cuerda no de para siempre. Eso sí, sabemos que, felizmente, sigue escapándose por la ventana y manteniendo inverosímiles amantes que la van satisfaciendo. A ella o a tu tío, cada uno que hable de lo que sepa. Mi tío es un santo pero mi prima es una hermosa metáfora de la “vita spericolata” de la novela. Y las novelas de Gaddis son un gran ejemplo de este kamasutra literario.
IV. No pasa nada. Esa, superficialmente hablando, es una de sus premisas. No pasa nada, y me gusta que así sea, claro. No pasa nada pero pasa mucho: delirio, desesperanza, humor negro, entropía y ensayos semi-camuflados. Literatura. Aquí no existe una acción trepidante, no tenemos a un personaje profundamente interesante que encuentra a otros personajes interesantes y se enamora, y un antagonista le pone trabas y que el héroe supera arduamente para darse cuenta al final que ha aprendido poco o mucho de la vida dejándonos una hermosa moraleja o un suicidio poético. No. Tampoco hay nadie que intente descubrir a un terrible villano, preferiblemente nazi o comeniños o secuestrador, ni tampoco hay una bella historia sobre la guerra civil y un honesto maqui que sufre las penurias de haber perdido la guerra. No, nada de esto. Nada de historias. Solo un viejo con una pierna recién operada, muy jodido, y un montón de papeles, eso es toda la acción.
V. William Gaddis o la dinamita. Esta es la gestación del libro, atención: William Gaddis tuvo una idea. Esta idea era poco original y a medida que pasaba el tiempo y él seguía trabajando en su poco original idea, se da cuenta de que “su” idea es muchísimo menos original, encima, de lo que pensaba. Por esta época, Gaddis estaba obsesionado con las pianolas, unos pianos eléctricos que funcionaban al introducir un rollo de un papel troquelado de forma tal que cada hueco equivalía a una nota. Esto puso de los pelos a Gaddis y le sirvió como metáfora de la pérdida de la figura del artista que él tanto valoraba (tanto se valoraba). Así, aparece una de sus obsesiones: la diatriba contra esta máquina que simboliza la posición del artista en la sociedad del siglo XX, y que si por estos aparatos fueran qué habría sido de Glenn Gould y dónde estarían Bach o Chopin o Stravinski; ¡ay!, si levantaran la cabeza, Oh my God! Gaddis critica, pues, esta sustitución del artista, del pianista, en este caso, por un maldito rollo de papel que hacía que cualquier imbécil del populacho (un sector de la población no demasiado apreciado por Gaddis ni por otros queridísimos carcas como Tolstoi o Flaubert) pudiera convertirse en un “músico” –matando de paso al verdadero- tan solo sentándose al piano, activando una tecla y haciendo el paripé, ampliando su repertorio ad infinitum según la capacidad económica de dicho burgués wannabe populachero. Claro que jodió a Gaddis enterarse de que alguien ya había escrito una historia de la pianola. Más aún lo fastidió que ya varios años antes Walter Benjamin hubiera escrito La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, aunque esto Gaddis lo sabría bastante tarde debido al tiempo que tardó en aparecer dicho ensayo en los EEUU. El panorama, como vemos, era bastante negro para Gaddis; al menos dos personas ya habían escrito sobre temas muy similares y, además, uno de ellos era Walter Benjamin (vé y plágiale, anda). La solución de Gaddis no pasaba exactamente por el abandono del tema ni por el reciclaje; su solución fue la dinamitación de su obra. Imaginen una buena carga de TNT entre sus papeles y él, imaginen una inmensa explosión y el resultado: el caos. La misma obra pero ficcionalizada conseguida a partir de desestructurar cualquier tipo de orden lógico (en un amplio sentido; entiéndase que la obra no es un conjunto de estupideces sino de intervenciones desestructuradas, cortadas, sí, fragmentadas) en el marco de un anterior discurso teórico que pasa a segundo plano. Él mismo hace una referencia al tema al comienzo de la novela cuando dice que <>. Este es el tema propio de la posmodernidad, de los autores antes mencionados, pero el prisma de G. (llamémosle G) varía, ya que mientras una de las consignas estéticas de nuestra época y que muchos autores bastante conocidos aquí como Jordi Carrión, Eloy Ferández-Porta o Manuel Vilas, por influencia de los estadounidenses, es rechazar las nociones de “alta” y “baja” cultura fusionando erudición con cultura de masas, la posición de G. es reaccionaria y critica severamente la degradación del arte al mero entretenimiento, a la total pasividad.
VI. El elemento Bernhard. Dije Bukowski, pero no, donde pone Bukowski poned Bernhard. Thomas Bernhard, el narrador austríaco que estaba bastante más jodido que Buk. Podéis encontrar, por cierto, una reedición de algunos de sus relatos biográficos en la nueva colección de Anagrama y también una biografía a cargo de su traductor, Miguel Sáenz, en Siruela. De hecho, sus personalidades (o digamos que la personalidad de los narradores en primera persona que utilizaban) se acercaban muchísimo, de ahí que G. encontrara en las novelas de Bernhard la mejor forma de ligar toda aquella masa caótica de notas: lo canalizó todo a través de la figura del narrador (Jack Gibbs, personaje extraído de J R, donde se menciona el proyecto de Ágape se paga) enfermo, mustio, gruñon, amargo, lúcido, inteligente, sensible, alienado. La influencia bernhardiana no solo se ve en cómo crea G. al narrador sino también en la misma prosa. Thomas Bernhard solía escribir novelas más o menos breves de un solo párrafo, con una puntuación muy austera y convirtiendo el monólogo interior desesperanzado en su principal arma, creando una atmósfera densa y pesimista, lo cual parece agradar a G. que hace unos larguísimos párrafos con una puntuación hermosamente arbitraria, a penas dejando aparecer los puntos y dando gran importancia a los puntos suspensivos que ponen de manifiesto el stream of consciousness o corriente de la conciencia, desordenada que va desarrollando ideas a medida que se va viendo interrumpida constantemente por factores externos. Así, puede que con Gaddis demos con el paso del modernismo faulkneriano al mundo post. Él es, tal vez, el eslabón perdido.17/11/2010 para la revista que fuera El último dodo.