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Arrojando piedras

Publicado el 02 marzo 2011 por Kaplan
Entre las muchas prestaciones que ofrece Internet, hay una que ejerce efectos notables sobre el conocimiento propio del individuo. Contra la imperfección y el desgaste temporal de nuestra memoria, la Red se presenta como una fortaleza del recuerdo, un valladar que se erige incólume contra el olvido e impide que el paso de los años borre nuestras huellas. Si uno quiere recuperar algo de su pasado, sean imágenes, textos, vivencias escritas o relaciones perdidas, no tiene mas que sentarse delante de la pantalla y ponerse a teclear. Es una bendición.
Pero también una puñeta.
Creo que esto ya lo he contado, pero hace unos meses me dio por rebuscar en los archivos de las viejas listas de correos, que si bien hoy presentan un aspecto exangüe, hace más de diez años eran un foco de efervescencia. Fue divertido, pero a la vez algo incómodo. Ahí estaba todo aquello, ya casi olvidado, con lo que quería reencontrarme, pero también, y este es el asunto, aquello con lo que no. Si es cierto que sonreí con la relectura de algunas de las discusiones contenidas en #cienciaficcion, que disfruté con los intercambios dialécticos de un foro abierto que por aquel entonces contaba con cientos de usuarios, y que me sentí orgulloso de la validez de mis argumentos, no lo es menos que me incomodaron opiniones puntuales, vertidas por mí mismo, sobre algunos temas.
Bueno, de eso trata la evolución vital, de intentar ir dejando atrás actitudes inferiores y encaminarse hacia la perfección (dicho esto con todo el humor del mundo). Al menos se intenta, y comprobar que hay quienes años después siguen enquistados en sus viejas costumbres y modos de pensar, sin importarles que puedan estar equivocados o no, ayuda bastante a mejorar la opinión que uno tiene de sí mismo, a inflamar eso que se llama autoestima.
Como ya expliqué en esta entrada, escrita en la noche de los tiempos, sumergirse en aquellos años es hacerlo en el fandom, entonces en plena efervescencia. Es encontrarse con decenas de personas jóvenes para las que la ciencia ficción era uno de los asuntos más importantes de su vida. Uno se daba, pero también recibía. Qué de alegría, cuánta vitalidad. Cuántos aciertos. Y cuánta torpeza. Todo aquello parece ahora muy lejano. Muchas cosas han cambiado, muchas de ellas, hay que decirlo, para fortuna de todos. Otras, sin embargo, no han variado tanto.
Arrojando piedras
Sé que habrá quien se enfade si digo esto, pero lo cierto es que podría configurarse una larga lista con los defectos de conducta del fandomita (y también con sus virtudes, por supuesto), pero si quieren uno al caso, apunten, por ejemplo, lo que voy a llamar en un acceso de originalidad -por qué no- el artículo 54:
Hacer caso a una intuición propia, generalmente de origen conspiratorio, como acto de autoafirmación. Y dejarse llevar por ella en vez de documentarse.

Se podrían sorprender de la cantidad de reseñas, críticas, artículos y sobre todo guerras internas fandomitas cimentadas a lo largo de los años en el maldito artículo 54. Seduce de tal manera, arraiga con tanta fuerza, que uno ha de mantener una lucha incansable consigo mismo, permanecer en guardia continua para no caer bajo su influjo. Yo, por ejemplo, acabo de sucumbir al maldito artículo. Hace apenas unas horas.
Yo, que creía haberme librado de ciertas manías, he vuelto a emitir un juicio basado en una corazonada. Y como suele ocurrir en estos casos, he sufrido a los pocos minutos la vergüenza del desenmascaramiento. Lean el primer párrafo de la entrada anterior, dedicada a la novela Marcos Montes, del escritor gallego David Monteagudo:
Si yo fuera uno de esos reseñadores de carácter agrio que gustan de machacar con saña todo aquello que les defrauda, escribiría a continuación que es bastante fácil adivinar de qué mecánica mental procede la idea de publicar Marcos Montes en el momento en que se hizo, así como imaginar qué proceso lógico llevó a su editor a dar a esta obrita la responsabilidad de continuar la presentación novelística de David Monteagudo, exponiendo con ello los primeros pasos, siempre arriesgados, de su nuevo autor estrella. No hay que darse a complicadas elucubraciones para obtener una respuesta, se trata de una simple cuestión de suma: la tragedia de los mineros chilenos encerrados, ese texto figuradamente ad hoc de Monteagudo, fresco en la memoria del editor, y ese archiconocido dicho de origen romano, recordatorio de que en ocasiones semejantes "la ocasión la pintan calva".

Qué intuición la mía, ¿verdad? Y con qué arrostramiento expongo mi teoría, sin miedo a respuesta alguna. Y sin embargo la obtuve, claro. Un buen amigo, que de esto sabe bastante más que yo, me informa por email de que en esta entrevista al escritor, publicada el 11 de agosto de 2010, y realizada, naturalmente, algún tiempo antes, ya se cita a Marcos Montes como la próxima novela de David Monteagudo. Dado que el derrumbe de la mina San José ocurrió el 5 de agosto del año pasado, mal pueden acomodarse las fechas para dar pábulo a mi teoría.
El maldito artículo 54...
Para ser honesto, tengo que reconocer que el uso del condicional me exime un poco (no mucho) de culpa. Algo me decía que debía confrontar datos, como hago siempre, pero en esta ocasión la pereza y el afán de exhibir una vez más mi presunta y corrosiva brillantez pudieron más que mi autocontrol. Bien, ahí lo tienen, mea culpa. Lo siento. Sorry. Oprobio y deshonor caigan sobre mi cabeza.
Tras conocer mi error, sería muy fácil haber editado el texto y haber vuelto a subir la reseña de Marcos Montes libre de la metedura de pata. Pero no, no he querido hacerlo. Estoy, como casi todos, un poco cansado de estos tiempos en los que el error nunca es confeso, nunca es admitido. Harto de esta inverecundia posmoderna del todo vale y nada admito, de la deshonestidad de políticos, periodistas, opinadores... Prefiero concederle alguna validez y que quede ahí para mi posteridad, como escarnio propio Arrojando piedrasy recordatorio de que nunca se ha de bajar la guardia. Para evitar malentendidos, voy a incluir un enlace hacia esta entrada al final de la reseña, para que esta no se convierta en origen de memes o leyendas urbanas para cibernautas.
Hecho está. Pero como colofón, y una vez confesada y ojalá expiada mi culpa, emito, si se me permite, un nuevo juicio de valor, libre de influencias del pasado. Quiero expresar que el hecho de que la tragedia chilena no tuviera nada que ver en la elección de Marcos Montes como la segunda novela publicada de David Monteagudo me deja, si cabe, aún más perplejo. Teniendo, tal como ha confesado el escritor en varias ocasiones, unas diez novelas a su disposición, la elección de esta se me antoja inexplicable. Presentarle al público lector, ávido de excelencias tras la calidad de Fin, una novela de tan escaso empaque, meramente alimenticia, me parece un desacierto.
Eso sí, algo distinto al mío.

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