Quentin Massys, retrato de mujer.
Es indiscutible y sabido que el arte atraviesa épocas luminosas y épocas oscuras, y que ésta que supimos conseguir es una época sin pena ni gloria, rendida a la primacía absoluta de la moda y sometida a lo Nuevo, lo Último, lo más Contemporáneo, Lo-que-se-está-haciendo, sea un zapato, un tiburón, una foto desenfocada, una declaración antisistema, un urinario, un ruido de cornetas o un trozo de cartón recogido en el escenario de un crimen.
(Fíjese usted, no es un cartoncito de morondanga, es un cartón que estaba allí, junto a los cadáveres, es un cartón-testimonio, un cartón que gime y denuncia, un metacartón que testimonia y simboliza el desgarramiento y la incertidumbre de la sociedad contemporánea, un cartón antisistema, un cartón que trasciende el despreciable cartonismo neoliberal y transforma al mundo porque es un cartón único, un cartón universal y tan pleno de significados como la Victoria de Samotracia o la hamburguesa de Oldenburg, se lo digo yo que soy el curador.)
Sin embargo, el hecho consumado no deja espacio para el pesimismo: lo real es que la Humanidad, ese colectivo heterogéneo e intercambiable que por el momento cuenta con nosotros, conserva el acervo riquísimo y resplandeciente de las grandes épocas del arte, siempre dispuestas a retribuir con ilimitada generosidad el homenaje de nuestra admiración.
Hoy informa el diario El País que la baronesa Thyssen acaba de prestar por 15 años 250 obras de su colección al recién inaugurado museo Thyssen de Málaga. Son pinturas del siglo XIX, firmadas por Sorolla, Zuloaga, Romero de Torres, Fortuny, Regoyos, los Madrazo y muchos otros, que hasta el momento estaban en las mansiones de la baronesa para su disfrute personal y totalmente fuera de nuestro alcance. La noticia puso a funcionar mi floja cabeza hasta que llegué a una feliz conclusión: qué importan la ruptura de la tradición artística y la torpe magia de querer convertir un meadero en arte, si en los grandes museos podemos disfrutar las maravillas de Botticelli, Rubens, Monet o Chagall, si más allá de las bellas artes podemos suplir la carencia de grandes novelistas leyendo a Balzac, Tolstoi, Proust, Celine o Nabokov, olvidar la música que nos resulta un mecanismo de tortura escuchando a Mozart, Bizet, Charlie Parker o Julio de Caro, saltar por encima de la poesía ilegible y volver a Lope, Neruda, Vallejo o Borges. Ergo, si el arte oficial de hoy es un gran pedazo de nada, no hay por qué afligirse: nos espera la magnificencia del arte que atraviesa las barreras del tiempo.