Es recurrente enrostrarle a algunos artistas politizados la incorrección política de los mecenas que los patrocinan.
A Doris Salcedo, con su Shimboleth, una larga grieta expuesta en el suelo de la Galería Tate de Londres, se le criticó el apoyo tácito que recibió de la empresa Unilever como patrocinadora del espacio expositivo (ver los cinco textos de Carlos Salazar publicados en esferapublica.org).
Las declaraciones de Salcedo con su obra, su alusión politizada a los “bordes”, a “la experiencia de los inmigrantes, a la segregación, al odio racial, a la persona del tercer mundo que viene al corazón de Europa”, fueron ampliadas con interpretaciones menos prosaicas, poco difundidas, pero igual de críticas: la exposición de la grieta de la civilización fue financiada por una empresa conocida a nivel mundial por contribuir a ese mismo agrietamiento. Unilever ha producido abusos laborales, civiles y ecológicos en los “bordes”, en países del “tercer mundo”, hechos trágicos que afectan a esos mismos “inmigrantes” que Salcedo representa. La artista adujo en voz baja que ella misma había pagado por el costo de producción de la obra y que durante la cena inaugural se retiró del recinto para evitar darle la mano al presidente de la empresa. Sin embargo, ninguna de estas acciones evitó que el aura de Salcedo, la fama de su escultura excepcional, su espacio negativo, fueran positivas para la multinacional y armónicas con las “Unilever series”.
Como este caso, hay muchos otros. A los artistas politizados que participan de la lotería de premios de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño les cae con todo su peso la imagen del político con tufo fascista que da nombre a esa entidad. A los artistas politizados que colaboran con las fundaciones Daros y Thyssen-Bornemisza Art Contemporary se les puede endilgar su connivencia con estas iniciativas “filantrópicas” europeas que proyectan una imagen glamurosa capaz de camuflar los orígenes turbios de los dineros y filiaciones que las sustentan (ver el texto de Guillermo Villamizar publicado en esferapublica.org)
Los artistas politizados criollos son catadores de tragedias, con sapiencia informativa y locuacidad verbal pretenden denunciar y subvertir todo lo que está mal —por estos días está de moda hacer obras contra la minería—, pero ese mismo esfuerzo va en morderse la lengua y así evitar que sus críticas se extiendan a la escena del arte de la que participan; críticos implacables con el mundo son dóciles con el mundillo del arte.
¿Qué es arte político?, es la pregunta que se hizo Susan Buck-Morss en una ponencia de 1997. En uno de los párrafos más agudos la escritora se refirió al trabajo mancomunado del politizado mundillo del arte y a su intento de respuesta. Dice Buck-Morss: “A uno le queda la sensación de que durante las últimas cinco décadas los teóricos y los artistas han estado hablando entre ellos mismos, en una conversación mediada por los críticos de arte que excluye al público en general de esta discusión.” Y en esa conversación el mundillo del arte cierra filas en torno a sus engendros mediáticos. Concluye Buck-Morss: “Los teóricos críticos legitiman a los artistas, quienes a su vez legitiman a los teóricos produciendo una tradición de arte político bastante satisfecha de mantenerse como “arte”, una sub-categoría de la historia del arte.”
A esto parece que ha llegado el arte político: es un género más, parecido al de pintar bodegones o marinas en el siglo XIX. Ahora bien, tal vez ese pintorcito decorativo, ahora tan ninguneado, sea el más político, a fin de cuentas, indiferente a todos, hace lo que le da la gana, está en otro tiempo, usa la política como material para hacer arte y no el arte como pretexto para hacer política. La política estaría en la acción muda, creativa, contingente y hasta cínica de los artistas, no en su politiquería.
(Publicado en Revista Arcadia #89)