Pitidos. Ruido de pasos. Silencio, un silencio opresivo y pegajoso. Una imagen borrosa, de una persona con traje, ¿o es un uniforme? Silencio. Voces, palabras sueltas, explosión, gas, peligrosa… Un tirón y, de nuevo, silencio.
El pitido del aparato que monitoreaba el pulso de Julia era el único sonido que se escuchaba en la habitación. Era un cuarto de hospital como cualquier otro: tenía sus muebles asépticos, su dispensador de desinfectante en la pared, y su inmensa cama de hospital entre dos cortinas. En ese colchón estaba postrada la doctora Murillo, malherida y semiinconsciente. De su brazo derecho salían varios tubos que transportaban diferentes líquidos y sangre.
Una enfermera entró y se acercó hasta la cama de Julia para acomodarle la cabeza. El movimiento hizo que ésta entreabriera los ojos y mirara a su alrededor consciente como no había estado desde la explosión. Intentó hablar pero sólo le salió una especie de graznido. La enfermera se percató de que su paciente estaba despierta e, inmediatamente, le acercó un vaso de agua que Julia bebió con avidez.
—Despacio, despacio. Llevas puntos en el cuello.— Dijo la enfermera sujetando el vaso de agua.
—¿Cu…cuánto…cuánto tiempo…?— Jadeó Julia.
La enfermera reflexionó mientras contaba con los dedos.
—Cuatro días, sí, cuatro días hacen hoy. Te has salvado de milagro, ¿sabes?—
Julia paró de beber y dejó caer su cabeza sobre la almohada. Habían pasado cuatro días, ya no tenía la ventaja con la que contaba, se había creído muy lista, demasiado. Todo lo que necesitaba estaba en su piso, todo lo que Isaac se había empeñado en que tuviera, como “plan de contigencia” según decía él. Le dolía la cabeza como si la tuviera rota por mil sitios, era incapaz de pensar con claridad y una sola idea ocupaba su mente: salir de ahí.
La doctora Murillo intentó incorporarse en la cama y enseguida se dio cuenta de su error. Parecía que con cada movimiento, por pequeño que fuera, alguien la acuchillara por todo el cuerpo. Era insoportable pero tenía que conseguirlo. Trató de levantarse de nuevo, pero la enfermera la sujetó con dulzura y la obligó a recostarse.
—No podrás moverte hasta dentro de un par de semanas, cariño. Toma, bebe más agua.— Le dijo acercándole de nuevo el vaso.
Julia lo rechazó como pudo.
—No, no lo entiendes… El proyecto…está en peligro.—
La enfermera la miró convencida de que la mujer estaba delirando. Era normal después de varios días recibiendo el cóctel de analgésicos que le habían administrado. Dejó el vaso en la mesa y puso su mano sobre la de Julia.
—Mira, será mejor que avise al doctor de que te has despertado, querrá hacerte unas preguntas.— Aseveró y se encaminó hacia la puerta.
Julia sabía lo que significaban esas preguntas. Había sobrevivido a una explosión intencionada y la policía querría despejar algunos interrogantes. Eso, o los agentes querían terminar el trabajo. No podía quedarse en el hospital, pero tampoco tenía dónde ir. Paso a paso, pensó, primero llegar a la calle y después ya pensaré algo.
Se incorporó de nuevo reflejando el dolor en su cara. Era un esfuerzo titánico y tenía que agarrarse a las cortinas para poder levantarse. Consiguió mover las piernas hasta el borde de la cama y se detuvo ahí, sentada sin soltar la cortina. Se sentía mejor después del doloroso trance pero, en ese momento, la cortina cedió por el peso y se desenganchó de la barra. Al verse sin asidero, Julia perdió el equilibrio y cayó al suelo de la habitación, arrancándose en la caída todas las vías que llevaba en el brazo. Tuvo que morderse el labio para no gritar y estuvo a punto de perder de nuevo la consciencia.
Esta vez se ayudó del monitor para levantarse y no se detuvo ni para mirar las heridas que se había hecho y que no dejaban de sangrar. Una vez estuvo de pie, se serenó y trató de evaluar los daños que había sufrido. Al margen de los cortes en el brazo, parecía que la caída no había agravado su ya lamentable situación. Recogió la cortina del suelo y se la enroscó en el antebrazo para detener la hemorragia, era un remedio provisional, tendría que servir.
Junto al monitor había una silla y una mesa. En ésta última había un sobre y lo que parecía la cartera de Julia. En la silla estaba lo que había quedado de sus ropas. Los pantalones y la camisa estaban destrozados, pero las zapatillas Nike parecían en buen estado. Sin dudarlo ni un segundo, cogió las deportivas y lo que había en la mesa y cojeó hasta la puerta de la habitación. Asomó la cabeza y, para su alivio, comprobó que el pasillo estaba desierto, debía ser de noche. Julia se deslizó hasta el ascensor sin hacer ruido y pulsó el botón del parking.
Minutos más tarde, la doctora Murillo se escondía entre dos coches y se dejaba caer pesadamente en el sucio suelo. Necesitaba recuperar el aliento y planear su siguiente paso, así que aprovechó para analizar más detenidamente las cosas que había sacado de la habitación. Sus Nike estaban irreconocibles por la suciedad pero, al margen de eso, podían cumplir con su cometido. La cartera la desechó nada más abrirla y ver el lamentable estado de su contenido, le quedaba el sobre que, sin saber por qué, había considerado suficientemente importante como para llevarlo consigo. En el envoltorio estaba escrito: “Julia Murillo, Hospital de la Santísima Trinidad, habitación 504”. Quién fuera el que lo había entregado estaba muy bien informado. Julia lo abrió y se encontró un folio en el que había apenas un párrafo escrito. La cara de la doctora se transformó cuando reconoció la horrible caligrafía de Isaac Smithson.
Continuará…