Creemos que los niños son gilipollas. Que no se enteran. Que podemos engañarlos con facilidad, haciéndolos cómplices de nuestros prejuicios, torpezas y limitaciones. Pero nos equivocamos. Esos diminutos seres con cara de panoli son formidables desarrollando intuiciones magistrales y conclusiones perspicaces. Su capacidad de observación, de intuición extrema y casi animal, su honradez intelectual incontaminada por las convenciones sociales que más tarde acabarán atrapándolos, son asombrosas. Nadie tan coherente, recto y tenaz como ellos al construir mundos propios y defenderlos, aplicar el sentido común, ilusionarse con desafíos, razonar sobre evidencias. Tan consecuentes y honrados, a veces hasta la crueldad, con el mundo que ven o creen ver. Tan próximos todavía a las reglas naturales de la vida; a esas realidades inexorables que los adultos aún no hemos podido hacerles olvidar, ni enmascarar y manipular estúpidamente para ellos. O más bien para nosotros. Para nuestra comodidad y sosiego.
Me hace pensar en esto una moda reciente relacionada con la cabalgata de la noche de Reyes: confiar el papel de Melchor, Gaspar o Baltasar a una mujer. Todo, naturalmente, como cuota políticamente correcta: un tercio de sus majestades de Oriente, para cumplir con el qué dirán. Lo que se traduce en señoras disfrazadas de varón, con barba, corona y demás parafernalia. En los días siguientes al último de Reyes, algunos lectores y amigos me hicieron llegar cartas con sus opiniones sobre la cosa; y algunos, incluso, recortes de prensa con otras cartas publicadas en periódicos locales. Comentarios jocosos o indignados, según el talante de cada cual: mucha chufla y algún cabreo, como el de esa madre cuyo hijo de seis años, embozado con bufanda y gorro de lana bajo los que sólo podían verse sus ojos atónitos, le zarandeaba una mano gritando: «¡Mami, mami, ese rey es una mujer!».
No pasa nada, dirán algunos, por que un rey mago, incluso los tres, sea una mujer. Si ciertas señoras creen que su presencia ahí ayuda a conseguir más respeto para su sexo, pues oigan. Bendito sea. Adelante con los faroles. A fin de cuentas, una cabalgata de Reyes toca menos el rigor que el folklore. Puestos a disfrazarse y a dar espectáculo, sería como negarse a que en las fiestas de moros y cristianos, o en las de cartagineses y romanos -pura y divertida murga sana-, haya señoras que quieran salir de guerrero almohade o legionario romano. Allá cada cual con sus fiestas, sus disfraces y sus botas de vino. Otra cosa es cuando se trata de una reconstrucción histórica calculada y rigurosa, como Las Navas, el 2 de Mayo o la batalla de La Coruña, por ejemplo. Meter ahí a una señora de fusilero británico o de adalid navarro da el cante; quita credibilidad al asunto, porque en aquellos tiempos las señoras no andaban pegando tiros, asaltando trincheras ni dando espadazos a los infieles; y cuando ahora se escriben novelas o se hacen películas donde ocurre eso, tales películas y novelas suelen ser una imbecilidad perfecta.
El problema con los reyes magos es otro: la tradición se refiere a tres reyes varones. Y es la tradición precisamente, transmitida de padres a hijos, la que hace a los niños que aún conservan la inocencia adecuada esperar con ilusión la llegada anual de esos magos de Oriente, cuyos nombres y sexo conocen perfectamente, hasta el punto de que resulta imposible darles Baltasara por Baltasar. Y como los pequeños cabroncetes no tienen un pelo de tontos, en cuanto pasa por delante la carroza, huelen la tostada. Y se les fastidia así la fiesta, la ilusión, la fe en algunas cosas que, para bien de la Humanidad, es conveniente conserven durante el mayor tiempo posible, antes de que la vida les demuestre lo que hay bajo el cartón y el falso armiño de cada rey, mago o no mago. Y así, subida en una carroza, la reina Gaspara, o como se llame, puede que haga un favor enorme a la visibilización de la mujer; pero también estará reventando la ilusión, en su noche más hermosa del año, a millares de criaturas que, sintiéndose estafadas, se volverán a sus padres para denunciar, con justa indignación: «¡Papi, ese rey con barba es una chica!».
Así que ya pueden despedirse de la magia, nuestras criaturas. Darse por fastidiadas. En este país acomplejado y cobarde donde no caben un tonto, un sinvergüenza, un oportunista más, cualquier nueva idiotez triunfa que da gusto. Habrá polémica, claro. Sentido común versus matonismo ultrarradical. Acusaciones de machista intransigente a quien no trague. En consecuencia, las autoridades dispondrán cada vez más cabalgatas con la cuota adecuada de reyes y reinas, magos y magas, camellos y camellas, pajes y pajas. Todo sea por no discrepar. Y a los niños, pues bueno, pues vale, pues me alegro. A ésos, que les vayan dando.
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