Robinsón naufraga frente a las costas del sur de España. Con dificultad, consigue llegar a la orilla y salvar la vida. Es un ser anónimo y un proscrito. La mente de Robinsón está repleta de voces, espíritus que le confunden y le gobiernan. Para liberarse de ellas tendrá que cumplir una misión: matar a un hombre.
Daniel Defoe vivió una vida plagada de adversidades. Abandonó sus estudios, se dedicó a la venta de telas, productos vinícolas e incluso el ladrillo. Algunas biografías dicen que quebró hasta trece empresas. En la escritura, uno de sus panfletos satíricos con la iglesia lo condenó durante tres días a escarnio público ante la picota. En lo ético, aceptó colaborar como agente secreto para condes de gran influencia a cambio de la libertad que muchas veces se le suprimió por deudor. A pesar de haber conseguido cierto reconocimiento como escritor en los sectores cultos de la sociedad inglesa de la época, murió en la clandestinidad huyendo de los acreedores. Sin embargo, a Daniel Defoe se lo recuerda por ser el autor de “Robinson Crusoe”, una novela de aventuras donde un naufrago encuentra la salvación en una isla desierta. Defoe nos cuenta la historia de un hombre que, por culpa de un contexto hostil (una tormenta), se ve obligado a comenzar de cero, rebautizando las cosas, volviendo a viejos ritos de civilización como la sociedad vertical, donde existen los amos y los esclavos, y donde, naturalmente, él decide ser amo.
En un ejercicio de relación entre personaje y autor, las similitudes por oposición son muchas, llegando incluso a suponer que si para Robinson Crusoe la isla desierta fue la luz del naufrago, en Daniel Defoe fue la escritura de esta novela su propia isla y su propia salvación, ya que dentro del universo literario que él creó, sólo él era el único capaz de tomar las riendas de la verdad acaecida, deseo evidentemente censurado en la vida real.
Siguiendo esta línea, el relato de Daniel Defoe sorprende, más que por los motivos que llevan al naufragio a su protagonista, por la estremecedora experiencia de la soledad en estrecha relación con la aterradora verdad del colonialismo. Esta doble lectura, una personal y otra universal, se puede leer más tarde en el “Relato de un naufrago” de Gabriel García Márquez, donde el marinero Luis Alejandro Velasco hace aguas y pasa diez días en alta mar. El detonante de esta historia donde vivimos palabra a palabra el delirio personal de la deriva, no es otro que el cargamento de contrabando que se soltó en la cubierta del barco y que arrastró al protagonista al agua. Todo, negligencia humana.
En “Naufragio” de Pedro Aguilera también nos detenemos en la deriva personal de un inmigrante subsahariano que se desprende, evidentemente, de un naufragio aún mayor, el social, algo así como una climatología económica ilegal que arrastra consigo millones de naufragios personales ¿Les suena? Los periódicos están repletos de historias de estas que, por una cuestión de cordialidad gubernamental, sólo se nos enseña la explosión y pocas veces, los motivos. El hombre que va con una escopeta de caza al trabajo y mata a su jefe sin motivos aparentes, los tres encapuchados que intentan asaltar un banco rural y el director los reconoce como clientes habituales, la maestra de instituto apaleada por los padres de sus alumnos o el vecino ejemplar que mata a su familia contrariando a la opinión vecinal dada su fama de cordial y simpático. Todos son actos individuales que sin duda se desprenden de un malestar mayor, colectivo. Teniendo en cuenta esto, podemos empezar a palpar los relieves intransferibles de cada uno de los sucesos en sí, esa forma tan íntima de exilio, la redención de la muerte, la aproximación del hambre a las armas o la desesperación que no apacigua ni el mar.
Pedro Aguilera nos cuenta cómo sobrevive este inmigrante también llamado Robinson, como se despega poco a poco de la posibilidad de crecimiento material en favor de una latente comunicación ancestral arraigada en su sangre, una supervivencia basada en lo espiritual sin institución, lo que hace latir África cuando nadie la ve, cuando ha dejado de comprender la maquinaria occidental, o simplemente ha sido excluida sin retorno viable. Pero esta realidad superficial es sólo uno de los motivos del verdadero exilio de Robinson, que no es otro que la vuelta definitiva a los orígenes, el diálogo espiritista, los elementos sagrados, el ritual del animal y la purificación del alma que es, al fin y al cabo, lo que quede de Robinson cuando Robinson muera, ya sea de hambre, ahogado, o en pleno delirio de soledad dentro de una celda. Y es en esa forma tan particular de ejecutar la desesperación donde encontramos la belleza absolutamente exclusiva del Robinson de Pedro Aguilera, y es también en esa forma donde reside la belleza del Robinson Crusoe de Defoe y es, además, el bello intento del propio Daniel Defoe de no ser tragado por una realidad transversal.