Revista Cultura y Ocio
"Ser un artista de la vida cotidiana". Este era el enunciado con el que yo solía hacer el intento de especificar mi impulso de esteta. Ahí cabían varias cosas, como reivindicar la extravagancia o considerar la poesía escrita la mejor praxis con la que comunicar mi sensibilidad. Debido a mi fuerte introversión, el arte surgía a un nivel contemplativo y, por tanto, siempre es un proceso generativo que permanece encerrado en mí mismo. Raramente, o nunca, fui capaz de exteriorizar mis lecturas de la realidad en un poema genial o en cualquier otro medio artístico. La raíz de esta empresa puedo definirla con una palabra: hambre. Hambre de belleza, de trascendencia y de inmensidad. Hambre de Dios, en síntesis. Seguimos, pues, en esa senda de la construcción del sentido y del establecimiento del Reino como organización humana y moral colectiva de facto. "Por los caminos del arte", utilizemos esta invocación. Y lo haremos con un primerísimo punto de partida, con mi reciente proceso de estudio y reflexión motivado por la lectura del ensayo escrito por Don Jordi Claramonte, profesor titular de la UNED. Su "República de los fines" viene a ser, por cierto, su particular evocación (aunque, intuyo, basada en directrices ideológicas bastante alejadas de mi idea última) de un mismo propósito de construcción global - partiendo de la autonomía del individuo y de sus producciones - de un Reino consensuado en el que primarían, en la plenitud de los tiempos, la rectitud y la belleza
De partida, los legos en la materia acostumbramos a tener una idea un tanto vaga sobre la estética y su relación inmmediata con la “teoría del arte”, y más en esta era de la hiperreproducibilidad de la obra artística, en la cual parece ser un producto destinado al simple entretenimiento, objetos para el ocio y la evasión. En la sociedad del ocio la recepción de la obra de arte sigue el mismo patrón de actitudes que se manifiesta en el consumo de una lata de Coca- cola o en una visita recreativa al oceanográfico de Valencia. Los consumidores leen libros, van al cine, visitan museos de pintura, en el sentido coloquial de “pasar el rato”. Casi que podría decirse que el arte, en la conciencia del espectador medio, no es un código o un repertorio de códigos de representación que implican a unos potenciales códigos de recepción de la obra, sino un simple medio de transmisión, como pueden serlo el teléfono o los paneles informativos de la estación de tren. Recibimos marcas preestablecidas, clichés, información que usamos y la olvidamos tras el canje utilitarista de formas estéticas. Estamos envueltos de formas estéticas que nos rodean en los distintos ámbitos de la vida y, consciente o inconscientemente, nos vinculan pero no cumplen con la función que a mí me interesa - muy relacionado con las tesis expuestas en La república de los fines - y es el reto y la cuestión sobre la construcción del sentido. Es decir, la diferencia entre recibir el arte como un producto más del mercado, o como experiencia que me ayuda a definirme, a cavar hondo en la realidad, a realizar en mí y en los demás otros "patrones de conciencia" ( llamémoslo de este modo) que trascienden el simple acto de “consumir” objetos o unas formas determinadas. Me refiero a esos modos de relación estética que deberían ayudarnos a edificar una existencia en la que el ciudadano de a pie pueda sentirse en el mundo como habitante de un lugar que es afín a sus cualidades humanas, de algún modo, antropomorfizar todo el alcance de la "res extensa" rebatiendo, a la vez, a esa mirada cientificista que define al mundo como variado fenómeno de cuerpos separados de los asuntos humanos, la cual induce alienación frente a un entorno desprovisto de significados que correspondan a nuestra capacidad generativa. El mundo clásico identificaba a la Belleza con la Verdad. Pienso que el tipo de vínculo que deberíamos establecer, entendido desde un punto de vista contemporáneo, está relacionado con la idea de Belleza, es decir, y a modo de trasplante de la fórmula clásica al juicio actual, una cierta aprehensión de los fenómenos y formas que son percibidos como auténticos porque clarifican mi estado en el mundo, en contextos específicos y de cara a mi realización personal. La tarea de realizar este propósito en el ámbito colectivo o político es la más ardua de todas, me suscita muchos interrogantes y aspectos que hoy por hoy todavía no he asimilado de forma completa. El libro de Jordi Claramonte plantea una secuencia histórica o etapas en la historia del arte moderno y contemporáneo - autonomía ilustrada, autonomía moderna y autonomía modal - a partir de la cual desarrolla el discurso sobre las formas de poder que a lo largo de los últimos siglos han amordazado a la denominada y deseada autonomía del arte. (Poder eclesiástico y teológico durante la edad media y primera edad moderna, seguido de la normativización de formas y costumbres impuesta por la clase burguesa y, en el mundo contemporáneo, la tiranía del sistema de mercado ). Actualmente, el capitalismo cultural fabrica y difunde modos de vida demandados por unos consumidores que, ante un recorrido vital carente de valores estéticos y de cauces que permitan desarrollar facultades o aptitudes que llevan a esa especie de verdadera comunión entre el Yo, el Nosotros, y el Universo que habitamos, lo que hacen es llenar huecos con toda esa excesiva variedad de productos que proporcionan significados, pero en una escala mental más estrecha, temporal, remitida a parcelas de la publicidad administrada desde el aparato mediático que nos influye a todos. Y, siguiendo con este hilo, el exceso de productos, de variedades de significantes y de filosofías, de concursos, toda esa variedad a elegir parece que termina provocando un colapso de las apetencias y, en consecuencia, colapso de nuestra propia receptividad. ¿Menos es más?. Más conciso, más inspirado y validado por ese criterio de autenticidad de la experiencia a la que he aludido antes. Si ubicáramos a cada sujeto en un mundo relacional que se corresponda con sus aptitudes, sus inquietudes profundas y, desde ahí, permitir su libre realización… Pero, en cambio, en esta sociedad colapsada de objetos, y acelerada, parece ser que no hay tiempo ni espacio para ubicar a cada sujeto, darle orientación, instrucción y tiempo necesario para que él mismo descubra y revele a los demás su vocación. Entre la exagerada disparidad de vías que propone nuestro sistema - vías de consumo, de pensamiento, de comportamientos y de, en suma, modos relacionales que se diluyen con la diversidad de proposiciones - más de un potencial genio (en el sentido Kantiano de que todos somos potencialmente genios, descubridores de lo auténtico en la Naturaleza) se ha descarriado por causa de esas múltiples inercias que pueden ocultar la porción de sentido que un individuo concreto estaba destinado a aportar al colectivo. En esa dirección es muy importante efectuar una profunda reforma del sistema educativo, potenciar la atención individualizada, y que educadores y docentes sean, ante todo, una base de inspiración para encender las vocaciones de los alumnos.
Si, digamos, el ser humano es un ser hambriento de respuestas, de acceder a significados duraderos y auténticos, las formas estéticas significadas pueden ser el mejor alimento. Me estoy remitiendo, claro, a la concurrida cuestión sobre el arte como sustituto a la filosofía o a la teología. Si la estética no es sólo una ciencia de la sensibilidad sino que se aventura en la construcción del sentido (comunidades de sentido) parece que la misma esencia de la realidad puede desvincularse de preceptos divinos o de teorías del conocimiento para ser reconfigurada a cada instante, allí donde suceden fructíferos acoplamientos estructurales dados entre las composiciones de formas y las disposiciones, y viceversa, ofreciendo respuestas mediante lenguajes reconocibles y compartidos por un colectivo. Y, desde ahí, la disolución del arte en la vida cotidiana. Relacionado con este punto, el cine, el arte más popular de cuantos han existido, proporciona esquemas, patrones visuales y sonoros de relación con la realidad, por su cualidad visual y temporal que lo convierte en un medio que posibilita vivir el mundo real con especial intensidad y concreción. Todo individuo educado en los patrones visuales y semánticos del cine puede incorporar aquella rítmica visual, la iconografía, los códigos de género, a su vida cotidiana, si consigue adaptarlos en un sistema propio de recepción y “lectura” de la realidad. Siendo el cine, por otra parte, una industria en gran medida mediatizada y controlada por el "star system", nos topamos con el problema de seguir en el bucle regido por el sistema de mercado. Pero, a mi parecer, desde este punto de vista, el fundamento a tener en cuenta antes que otros supuestos nos dice que los lenguajes del arte que nos rodea son como una suerte de espejo en el que nos vemos reflejados, pudiendo después contruir nuestros propios espejos desde los cuales percibir la vida de un modo genuino, incluso realizando adaptaciones a los valores éticos según la lógica y el juicio que nos marca el sentido común en lo concerniente a lo bello, lo que es bueno, aceptable y real para todos los individuos. Quizá sea una cuestión de aprender a destilar la vida compartiendo un lenguaje tan básico y universal - el más importante para nuestra configuración cognitiva - como lo es el arte visual y el movimiento captado por la cámara, siendo el cine el arte definitivo, capaz de "esculpir en el tiempo", como apuntaba el cineasta Andrei Tarkovsky en su recomendable ensayo sobre cine y estética. Luego, y para ir concluyendo, conviene reflexionar sobre nuestra situación colectiva en este tiempo de posmodernidad, donde todo está fragmentado, los absolutos son despreciados, se da un énfasis se diría que histérico en la importancia del individuo sobre la sociedad, la aceleración del tiempo y el consentimiento de lo feo, lo infumable, una sociedad donde todos quieren ser artistas sin pasar por el trabajo consistente en desarrollar una conciencia de lo estético que afecta al individuo y que al tiempo respeta un repertorio de formas entendibles y accesibles en una sociedad política que busca, como decía ya desde el principio, la construcción de significado, desde las partes, desde la fragmentación intra e intersubjetiva, hasta un todo de significados glosados en pos de un objetivo común, llámese la felicidad o la elevación de la humanidad hacia un estado del ser que va más allá de todo lo conocido hasta ahora. La religión señalaba a Dios como centro absoluto que colmaba nuestras necesidades y dotaba de sentido a la historia colectiva. Nosotros, los posmodernos, puede que estemos construyendo un SENTIDO, desde los “patrones de conciencia” de cada uno, en dirección a un todo de armonía, a un reecuentro con Dios, una vez liberados del dogma teológico sostenido en el principio de autoridad medieval. Desacelerar el tiempo, volver a un consenso sobre formas estéticas apreciables por todos, retornar hacia el UNO que se esconde en este mundo múltiple y fragmentado y aprender del mundo antiguo tanto como de las fascinantes plataformas que nos ofrece la posmodernidad. Dos lecturas que considero imprescindibles para ahondar en estas problemáticas, las cuales me han nutrido en los últimos meses. Una es el libro Paris- Nueva York- Paris, de Marc Fumaroli. El otro es una obra muy curiosa y fascinante, a la que yo calificaría como auténtico libro de maravillas, El fuego secreto de los filósofos de Patrick Harpur, como indica su título, es un libro lleno de secretos sobre el cual escribiré alguna pequeña reseña porque sería improcedente decir mucho más que eso. Y no digamos ya el monumental ensayo de Hans Blumenberg, La legitimación de la edad moderna. Considérense como meros puntos de partida en un viaje - el de el reencuentro con Dios por los caminos del arte - en el que cada experiencia estética va a ser un nuevo comienzo.