Revista En Femenino

Ave, Maria

Publicado el 27 diciembre 2010 por Daniela @lasdiosas
Ave, MariaGuatemala se desangró en 200 mil muertos durante el largo conflicto armado que reprimió con brutalidad a las comunidades indígenas entre 1960 y 1996. Los y las sobrevivientes todavía están reconstruyendo la historia y sus propias vidas, transitando por lugares donde la masacre ha dejado huellas profundas. Sin embargo, sobre esos restos se han levantado y hasta han conseguido elaborar proyectos de turismo sustentable donde lo que importa no es sólo la belleza natural de ese país, sino el testimonio directo de quienes cuentan su historia para rescatarla del olvido y ponerla en común con el resto de la humanidad. Los llama nervios, pero lo que quiere decir es miedo. María Vicente Hernández, indígena q’echi guatemalteca, sabe bien lo que es el miedo. Lo sintió cada uno de los 730 días que vivió escondida en la montaña que se eleva a un lado de su hogar, en la comunidad de Laj Chimel, al noroeste de la capital del país centroamericano.
María, como la conocen todos en el área, nos da la bienvenida con un par de botas de lluvia y una sopa de arroz con pollo. No existen dos cosas más necesarias que ésas en estas alturas, aunque hoy no llueva. Para llegar hasta su casa, hay que desplazarse hasta el pueblo de Uspatán, pocas horas al norte de la ciudad de Guatemala, y de ahí trasladarse en 4x4 por una vía sinuosa donde el aire puro de la montaña se entremezcla con secciones de niebla tan espesa que los que caminan por el costado de la ruta aparecen y desaparecen como fantasmas.
María empieza a caminar, rama en mano para garantizar la solidez del camino. Ella no lleva botas, no las necesita para recorrer la montaña que conoce como a la palma de su mano. Propone relatar su historia en dos partes, “la triste y la feliz, la de llanto y la de risa”.
Laj Chimel es generalmente conocida por ser la ciudad natal de Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz guatemalteca, y también por ser una de las zonas más atacadas durante el sangriento conflicto armado que, entre 1960 y 1996, dejó 200.000 muertos y desaparecidos y muchas más victimas de torturas y violaciones. Según organizaciones de derechos humanos locales, el departamento del Quiché, que incluye al poblado de Laj Chimel, fue particularmente afectado por una política de tierra que obligó a muchos indígenas locales a abandonar sus hogares. María relata aquellos años, particularmente entre 1979 y 1980, como una sucesión macabra de confrontaciones y ataques de miembros del ejército y las guerrillas.
El primer golpe llegó con el asesinato de Vicente Menchú, padre de Rigoberta y líder de la comunidad, quien había trabajado para conseguir títulos de tierra para las familias locales. “Cuando él murió, ya no tuvimos líder, ni quien hablara por nosotros. Entonces poco a poco se acercó el ejército y la guerrilla”, explica María. Y el ejército llegó: asesinatos, torturas, tiro al blanco. “Un día, el ejército vino a la una de la mañana y empezaron a quemar las casas, cuando todos supuestamente estaban dormidos. Ahí se escaparon algunos. Cuando metieron fuego en las casas, quien logró escapar, logró vivir, quien no, se quemó.” Los que pudieron escapar sabían que la tierra que los había visto nacer ya no era un lugar seguro para ninguno de ellos. El único lugar que podía acogerlos era la montaña. Las mujeres subieron con los niños y los hombres se quedaron vigilando lo poco que había quedado. “Nos dejaron dos o tres meses sin molestar. Y estábamos tranquilos. Pero un día llegaron 2000 personas del ejército. Llegaron con machetes a terminar con todo. Lo que estaba malo, se fue al fuego, y lo bueno, se lo llevaron.”
Cada día presentaba un desafío. La falta de comida, agua, ropa, medicinas. El miedo constante a un nuevo ataque que podía terminar con lo poco que les quedaba, y con sus vidas. “La gente comenzó a morir. Un hombre que bajó a salvar a sus animales fue asesinado. Otros fueron encontrados por el ejército. Sólo a algunos pudimos enterrar. A muchos no pudimos y se los comieron los perros.” “Así fue todo el tiempo”, explica María.
Muchos de los que habían sobrevivido a todo aquello comenzaron a enfermarse por falta de comida, sal y jabón. Las mujeres embarazadas no tenían más opción que dar a luz en la montaña, con temperaturas bajo cero, mortales para niños recién nacidos. “Pensamos que íbamos a terminar ahí”, dice. “Comíamos raíces, semillas, yute y caracoles, pero no había suficiente para todos. Comíamos hierbas pero no había sal y sin sal a la gente le salen granos en el rostro y en el estómago.”
Al sentir la seriedad de la situación, el padre de María decidió bajar con ella de aquel refugio a buscar un nuevo lugar al que llamar hogar, allí donde pudieran encontrar comida y agua. “Yo fui con mi padre pero dejamos a mi mamá y a mi hija, una bebe”, recuerda María. Pero aquel viaje les costaría caro. El ejército estaba esperándolos. A ellos o cualquiera que se atreviera salir de ahí. María y su padre fueron llevados a una estación de policía y luego a la cárcel, ambos acusados de apoyar a la guerrilla local. La mujer lloraba por su hija, una bebe de dos años y medio, que no sobreviviría en la montaña sin comida por mucho más tiempo. Pero nadie la escuchó. Entre los golpes a su padre y las violaciones, nadie la escuchó.
Pasaron tres meses hasta que pudo regresar. “Corrimos hasta arriba de la montaña. Yo iba volando. Llegamos a las ocho de la mañana. Mi mamá estaba muy mal, no tenía nada de carne, sólo piel. Fui a abrazarla y mi mamá pensó que éramos espíritus, que estaba muerta. Pero mi hija había muerto. Yo ya no tenía nada.”
VOLVER
María relata cada tramo de su historia mientras recorremos la montaña, señalando a su paso todo lo que vivió allí, como si volviera a vivir cada uno de esos días. Los árboles en los que durmió, las hojas que comió, el lugar donde se reunió con su madre, donde encontró a su hija, los rincones donde rezaban para pedir ayuda.
Para ella, como para cada uno de los que regresaron a sus tierras al final de un conflicto que duró 36 años, volver significó ver que las cosas habían cambiado. Alguien más vivía donde hacía años se erguían sus casas. “No teníamos techo, ni nada, no teníamos dinero, apenas para sostener a nuestras familias. Pero un día, vino un sacerdote a decirnos que iba a ayudar a conseguir el dinero que necesitábamos”, relata María. El resto es historia. Una nueva historia.
Rigoberta Menchú aceptó ayudarlos, en memoria de su padre, a comprar el terreno, que luego fue dividido con títulos para cada una de las familias de la comunidad.
Y cuando el país se encontraba abarrotado de organizaciones de derechos humanos y cooperantes internacionales que intentaban reconstruir el daño creado por un desastre innatural de 36 años, un activista español les trajo una idea que no pudieron rechazar. El activista propuso que, con ayuda del gobierno y agencias internacionales, acondicionaran la montaña y construyeran una carretera que uniera la comunidad con el pueblo de Uspatán para recibir turistas extranjeros.
La idea era que viajantes aventureros pudieran conocer una parte de Guatemala que no aparece en los folletos de las agencias de turismo. La historia viva, la herencia cultural milenaria y la naturaleza virgen. Que decenas de individuos pudieran sentarse a tomar una sopa de pollo con María y conversar, compartir ideas, aprender de su cultura, caminar y llevar todo eso de regreso a los lugares desde los que llegaron, como el mejor souvenir de un viaje de aventura.
“Lo que queremos es ayudar a los turistas a conocer, conocer y conocer”, explica María, y cuando habla de conocer, y lo repite tres veces, se refiere a la tierra, el paisaje y la historia.
TURISMO COMUNITARIO
El proyecto que comenzó como una idea hoy es uno de los que está promoviendo el Instituto Guatemalteco de Turismo como parte de una ola de planes de turismo sostenible y ecológico. Detrás de muchos de ellos se encuentra, además, la Organización Mundial del Turismo de Naciones Unidas, que asegura que este tipo de turismo es una forma positiva de desarrollo local que permite a comunidades indígenas generar un ingreso económico y, al mismo tiempo, desarrollar su cultura y proteger el medio ambiente. Turismo donde los beneficiarios dejan de ser exclusivamente grandes empresas para dar lugar a quienes viven en cada uno de los puntos a visitar. En Guatemala, existen actualmente más de 20 proyectos de este tipo. En muchos casos, como el de Ak Tenamit en el nacimiento del Río Dulce en el norte del país, una comunidad de estudios donde más de 500 jóvenes indígenas se preparan como técnicos en bienestar rural y turismo sustentable, ponen particular atención en el desarrollo de las mujeres. La idea, explica Naiby, una joven q’echi que estudia allí, es preparar a líderes indígenas mujeres para el mayor desarrollo de sus propias comunidades. Es que son las mujeres, dice la joven, quienes al finalizar sus estudios regresan a sus hogares a compartir el conocimiento.
María sigue caminando, aunque disminuye el paso, para darnos un respiro.
Nos lleva hacia un vivero al aire libre donde una de las mujeres de la comunidad cultiva plantas y hierbas medicinales. La “farmacia local” está atiborrada de soluciones para todos los males. De ahí, al punto casi más alto del lugar, un claro en el espeso bosque donde el sol casi no logra darse paso. Ahí es donde María llega cuando los nervios, y los recuerdos, logran alcanzarla. Nos invita a pararnos en un círculo y nos enseña la oración que hace cada vez que lo que pasó entonces vuelve para atormentarla. “Un pie hacia delante, las manos sueltas y en movimiento como si nos estuviéramos bañando con el aire”, indica María.
“Yo estoy aquí, feliz. Gracias a dios que yo estoy en mi vida. Y toda nuestra comunidad. Y los que me visitan. Me vienen a animar y yo los animo. El dolor se va. La tristeza se va. Me siento limpia y feliz por estar rodeada de mi comunidad. La tristeza se va, el dolor se va”, dice y continúa, cambiando de dirección. “Gracias a la montaña que me defendió, gracias a la fruta de la montaña que me dio vida. Por eso yo estoy sirviendo a mi comunidad. Y el dolor se fue, atrás”, repite, con una sonrisa y nos lleva, a su casa, a comer la más famosa sopa de pollo con arroz y a seguir conociendo la real Guatemala.
Por Josefina Salomon
Fuente: Página/12

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