Revista Historia

Bajo las ruedas (1906)

Por Nesbana

Bajo las ruedas, Hermann HesseLa portada de la reciente edición de Bajo las ruedas (1906) de Hermann Hesse de Alianza Editorial ilustra muy bien el sentido de la obra: en ella aparece un individuo agachado ante el peso que debe soportar, una persona sin rostro que esconde su identidad o que, posiblemente, trata de ocultar su carácter deshumanizado. Este es el resultado que configura la novela para su personaje: Hans Giebenrath, un muchacho de un pequeño pueblo alemán que emprende su camino intelectual llevado por un séquito social que, supuestamente, orquestará su ascenso hacia una de las mayores dignidades para estas familias: ser sacerdote.

Es habitual que en verano aprovechemos para confraternizar con nuevos personajes, nuevas historias, trayectorias vitales que nos subliman y nos alejan de nuestro devenir diario para, luego, retornarnos a él  —con fortaleza o con debilidad—. Recuperando a Hermann Hesse en una de sus obras de juventud y con grandes paralelismos autobiográficos volvemos a su narrativa de la vida y del crecimiento: temas que trataría posteriormente en Siddharta, Demian o El lobo estepario; siempre buscando describir los problemas vitales, los cuestionamientos y las paradojas del crecimiento, analizando las peripecias de personajes sólidamente construidos para meditar sobre la existencia. Bajo las ruedas también es una obra de crecimiento, una novela circular que narra el fin de la infancia de Hans de una forma trágica, una infancia subsumida en el estudio, la dedicación y la superación académica de todos los compañeros con el fin de pasar las temibles pruebas Landexamen a través de las cuales ingresará en un seminario con un rígido sistema de aprendizaje y de comportamiento: todo ello con el objetivo de abandonar el pueblo natal y, posiblemente, un trabajo no cualificado, repetitivo y monótono que podría aguardarle. “Su alma había abandonado el país de la infancia, que nunca más se vuelve a encontrar”. Su infancia es destruida por el padre, el sacerdote del pueblo y el resto de maestros de latín, matemáticas o griego que le exigen una dedicación continua, incluso durante el verano. Su infancia es dura por la pérdida de una madre y todos los destellos infantiles y los juegos de juventud son prohibidos y sustituidos por los libros. Hans participa totalmente de esta voluntad y se esfuerza por ser el mejor: tiene una meta muy clara en la vida y no deja que se estropee.

Sin embargo, la llegada al seminario, donde se encontrará con muchos iguales y con el antagonista Hermann Heilner, borrará ese sueño. Los ecos de Nietzsche son muy palpables en la obra: Hans representa el espíritu apolíneo, calmado, dedicado, ordenado; Hermann el dionisíaco, el poeta alocado, el crítico. No obstante, se complementan y se necesitan: son amigos, uno y otro forman un verdadero individuo; la falta de uno de ellos echa al traste el proceso educativo de Hans que acaba por abandonar el seminario ante la falta de motivación y el empeoramiento de los resultados. Las tesis nietzscheanas de la realización de la vida por medio de la conjugación de estos dos espíritus tienen mucha presencia en la obra.

Es una obra trágica y de pérdidas: la ausencia de la madre, la pérdida de Hermann y de otro compañero que fallece en el seminario, y la ausencia de Emma, chica de la que se enamora y por la que sufre el engaño del juego adolescente. Emma representa un extremo que Hans no había considerado nunca; él mismo huye despavorido ante las lujuriosas pretensiones de ella. La experiencia de la chica que abandona el pueblo sin un aviso y la experiencia del alcohol, la borrachera y el tabaco se complementan con el nuevo trabajo de Hans: una ocupación repetitiva y monótona en un taller limando metal.

 “Así conoció, quizá demasiado pronto, una parte del misterio amoroso, que contenía poca dulzura y mucha amargura. Pasaron días llenos de quejas infructuosas, recuerdos anhelantes y pensamientos desconsolados; noches en las que los latidos de su corazón y la congoja no le dejaban dormir o le sumían en horribles pesadillas; sueños en los que la incomprendida agitación de su sangre se reflejaba en monstruosas imágenes de terror, en brazos mortíferos que le rodeaban, en animales fantásticos con ojos ardientes, en abismos vertiginosos, en gigantescos ojos de fuego. Al despertar, Hans se encontraba solo, envuelto en la soledad de las frías noches de otoño, anhelando su amor, y desesperado se abrazaba a su almohada empapada de lágrimas”.

 “Le parecía que Emma había estado muy cerca de todo lo deseable y toda la magia de este mundo, y que se le había escapado a traición”.

El destino de Hans no puede ser más trágico: su propia muerte de forma inesperada. La vuelta al pueblo de origen significa para Hans su degradación social: la falta de creatividad y de lo dionisíaco le conducen a mantener el mismo estatus que su padre a pesar de los largos años de dedicado estudio. Su muerte es el fin de una vida arruinada por la severidad educativa conformando una crítica social muy grande de un autor que vivió también una estancia en el seminario hasta que lo abandonara y que tuvo, como Hans, tentativas suicidas fallidas. A su muerte el interés por Hans vuelve a despertar en la aldea: el interés por la vida que pudo ser y no fue, el hombre de renombre que no logró conformarse. Por medio del personaje del zapatero pero, especialmente, por la tristeza y el dolor que acompaña constantemente a la obra, Hermann Hesse arremete contra los excesos educativos y el disciplinamiento exacerbado del carácter infantil; entona un canto por la vida pausada, por el disfrute de la existencia en cada momento y por el crecimiento personal libre.


Bajo las ruedas (1906)

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