Revista Cultura y Ocio
El día amanece nublado. Ángeles empieza hoy las actividades del simposio en el que ha de dar una conferencia, y quiero acompañarla a donde se celebra, un centro de congresos a la soviética, es decir, mastodóntico, en el Nuevo Belgrado, al otro lado del río Sava. Salimos a la calle y no tardamos en cruzar el puente de Branko, el único peatonal de la ciudad, cuyo similicadente nombre socialista, “Puente de la Hermandad y la Unidad”, ha sido sabiamente sustituido por el de Branko Ćopić, un escritor que aprovechó los muchos metros de altura del viaducto para poner fin a sus días en 1984. Ya al otro lado del Sava, paseamos por la ribera del río, acondicionada como lugar de esparcimiento de los belgradenses. El rasgo más característico de estas zonas ribereñas son las barcazas habilitadas como bares y restaurantes, de los aspectos y nombres más exóticos: Venecia, Acapulco, Casablanca. También entre las arboledas que las flanquean descubrimos agradables terrazas, y las vistas de la fortaleza, donde ayer paseamos brevemente, son espléndidas. El parque, sin embargo, sufre los mismos inconvenientes que toda la ciudad: resulta sombrío, desangelado y sucio. Hay mendigos durmiendo en los bancos, miles de colillas tapizando el suelo y porquería sin cuento por todas partes. También nos llama la atención lo que no hay: paredes sin pintadas. Todos los muros aparecen manchados por garabatos o proclamas incomprensibles. Nos cruzamos con una barrendera, una sola mujer, ya mayor, muy delgada, que pincha con una mano los vasos, papeles y botellas tirados, y los mete cansinamente en una gran bolsa de plástico que lleva en la otra. No vemos vehículos de limpieza, ni carritos de basura, ni más barrenderos: una única limpiadora ha de adecentar hectáreas de parque. La compadecemos en su soledad y su impotencia. El Sava Centre, donde se celebra el congreso, es la típica instalación socialista, grande, descascarillada y fría, frente a la que se alzan los inevitables bloques colmena, mucho más descascarillados que ella; de hecho, parecen amenazar ruina, pero todos los pisos están ocupados: las coladas se amontonan en los balcones, y en algunos hasta hay flores. El Sava también es un gran centro comercial, en cuya planta bajan se concentran tiendas de muebles y ropa. Pero todo él resulta un gran laberinto, por el que deambulamos durante un buen rato intentando encontrar las dependencias del congreso. Cuando por fin lo logramos, averiguamos que la primera reunión a la que ha de asistir Ángeles se ha retrasado casi dos horas. Nos refugiamos entonces en uno de los bares del centro, a cuyo lado vemos una peluquería. En ese momento no hay nadie y, como ya parezco Abraham (aunque Ángeles opina que recuerdo más al Yeti), aprovecho para cortarme el pelo. El peluquero, un sesentón de rasgos afables, habla el suficiente inglés como para que entienda que quiero una cosa sencilla y clásica (“ah, classic, good”, asiente, con entusiasmo, cuando utilizo la palabra), y luego lo emplea para darme conversación. Como peluquero, se siente en la obligación de charlar: es una característica universal de los peluqueros. Me cuenta entonces, no sin esfuerzo, que trabajó 13 años en el Hotel Internacional —hoy Crowne Plaza—, donde se alojaban los grandes visitantes del estado yugoslavo, y que allí tuvo ocasión de cortarles el pelo a Muamar el Gadafi, Yasir Arafat, el rey Hussein de Jordania y Richard Holbrooke, entre otros prohombres de la política mundial. Personalmente, habría preferido que les diera para el pelo, por lo menos al libio y al palestino, pero él se limitó a cumplir estrictamente con su deber. Saca entonces de un armario una carpeta con periódicos y recortes de prensa, y me enseña varios en los que aparece él, mucho más joven, y algunos de sus más famosos clientes. En uno se ve a Holbrooke antes y después de pasar por su establecimiento. El peluquero me cuenta entonces que muchos de sus amigos le han preguntado por qué no aprovechó que el norteamericano —cuyos informes condujeron, tres días después, al bombardeo de Belgrado— estaba inerme en sus manos para clavarle unas tijeras en la yugular. De Gadafi recuerda su cuerpo de guardaespaldas mujeres y el cuerpo de sus guardaespaldas mujeres. “Un hombre muy interesante”, añade, aunque a mí me parece que su interés era el mismo que podía inspirar una víbora de Russell. “Pero había que tener mucho cuidado —sigue diciendo—: yo le cortaba el pelo así”, y entonces adopta la posición y el gesto con los que un desactivador de explosivos cortaría el cable rojo (¿o el azul?) de una bomba nuclear. Arafat, por su parte, no se quitaba nunca el pistolón de la cintura, y así le cortó el pelo, con el arma asomándole por debajo del delantal de la peluquería. El palestino tampoco quiso que nadie les acompañara en el local: de este modo, solos, en una extraña intimidad de revólveres y ungüentos, el peluquero le recortó los cuatro pelos que le salpicaban la calva oculta bajo la kufiya. Pero la confraternización con estos personajes históricos no es la única singularidad de mi buen peluquero: también es un gran lector. Se le ilumina la cara cuando me pregunta a qué me dedico y le respondo que soy escritor. “¿Y cuál es su escritor favorito?”, me pregunta inmediatamente. “Será Ernest Hemingway...”, contesta él mismo, y no sé si lo hace porque me expreso en inglés o porque, con el pelo y la barba blancos, soy la viva imagen del norteamericano. Yo no quiero desilusionarlo y decirle que Hemingway me parece un autor de tercera división —salvo El viejo y el mar, que está escrita en estado de gracia—, así que opto por una respuesta evasiva. Él se decanta por Joyce, Cervantes y, sobre todo, Shakespeare. Saca entonces de un estante una pequeña edición de Hamlet y, a continuación, me señala otra balda, más alta, en la que se apilan los libros. “Cuando no tengo trabajo en la peluquería, leo”. Es curioso el gremio de los peluqueros amantes de la literatura: en Palma de Mallorca hubo —no sé si seguirá existiendo— una peluquería-librería, con una importante fondo de poesía. Cuando ya está acabando la tarea —sencilla pero correcta; y muy ahorrativa: no ha gastado ni un dinar en lacas, colonias, talco o maquinillas: solo agua, peine y tijera—, vuelvo a preguntarle por los bombardeos de Belgrado, que duraron —precisa— 78 días. Él los recuerda bien: aunque fueron selectivos, toda la ciudad retumbaba. Y afectaron también a Pančevo, una localidad a unos 20 kilómetros de distancia, cuya refinería de petróleo y plantas químicas sufrieron un duro castigo —y arrojaron a la atmósfera, añade el peluquero, sustancias tóxicas que han hecho que el cáncer esté aquejando más que nunca a la población—. No obstante, remata, ecuánime: “Pero Milosevic era un cabrón”. Estoy de acuerdo. Me cobra a continuación 800 dinares, unos siete euros, y me estrecha la mano muy efusivamente. Como Ángeles se va a pasar todo el día en el Sava, vuelvo a Belgrado, a ver cosas. Cometo el error de creer que el plano turístico que estoy utilizando me va a dar la información que necesito para no perderme en la ciudad, y sigo una calle recta que, según el mapa, me ha de devolver al centro. Pero esa calle recta corresponde a un puente por el que discurre una autovía y no pueden pasar los peatones. Me veo entonces perdido en una maraña de tapias, rotondas, descampados, carreteras elevadas, caminos sin salida y vías férreas, todas cuyas indicaciones están en cirílico, que no me llevan a ningún sitio. Con mucha paciencia deshago el camino y me dirijo otra vez al puente Branko, que ha quedado, más o menos, allí donde Jesucristo perdió el flequillo, y no a manos del peluquero del Sava. Tras una hora y media de camino por algunas de las zonas más horribles de la ciudad, llego otra vez al hotel. Pero no lo lamento: lo horrible también forma parte de las urbes; conocerlo significa conocerlas. No hay ciudad sin sombras, y esas sombras también configuran su personalidad. Me tomo una ensalada griega cerca del Praga —no las he comido mejores en ninguna parte del mundo—, me doy una ducha y un descanso, y salgo otra vez. Quiero visitar el templo de San Sava, el santuario ortodoxo más grande de Europa, dedicado al fundador de la iglesia ortodoxa serbia. Vuelvo a sumirme en el abigarramiento urbano en el que se mezclan la arquitectura socialista, las construcciones actuales y el pasado austrohúngaro (esto le encantaría a Luis García Berlanga) de la ciudad, difuminado por la desidia y el caos. Pero, si uno sabe mirar, encuentra, aquí y allá, unas hermosas ménsulas, o unas sugerentes cariátides, o una fachada historiada, o un delicado mosaico, o un altorrelieve art-déco, aunque emborronados por el desconchamiento, la tizne de los humos de los tubos de escape, y los cables de la electricidad —de los tranvías, del alumbrado público y de las casas— que se enredan sobre las calles. El templo de San Sava me decepciona. Luce una elegante fachada de mármol blanco y granito, y la cúpula, de 70 metros de altura, apoyada en cuatro pechinas y reforzada por semicúpulas menores, es impresionante —me recuerda algo al Panteón romano—, pero el templo está inacabado. Se ideó a finales del s. XIX, pero su construcción se ha visto interrumpida por las sucesivas guerras y revoluciones del s. XX, y ha habido muchas. Hoy, las paredes interiores están cubiertas por lonas y andamios, y no hay suelo, solo cemento visto. Se han repartido iconos por el recinto, para que los visitantes puedan ver algo de la decoración del templo, y, al lado de cada imagen, hay una urna petitoria: la construcción de San Sava solo se financia con donaciones. Desconozco el fervor religioso de los serbios, pero no le auguro a la iglesia una pronta conclusión.