Revista Cultura y Ocio
(Visiones en voz alta). Lo de Bill Viola ("el del ojo en vilo") en el Espacio Fundación Telefónica (Fuencarral, 3, Madrid) vuelve a ser otra prueba de que el arte reside —sobre todo— en nuestra mente. Hay tanto que contar que lo mejor será dejarlo todo en una invitación en clave: vayan, infórmense como mejor puedan, asimilen cuantas historias les salgan al paso, respiren hondo y cuenten sus impulsos, y después, sala a sala, sorteando cabezas y brillos de pantallas, entre los dolientes, los cuatro elementos sincrónicos, los prodigios y espejismos del desierto con los cuerpos encontrados, el entrefilo de las dos mitades cortadas del ojo invisible de la luna —muy difícil de ver: si lo logran, lo entenderán todo—, las tres edades y su huida inexorable, la sed infinita en el estrecho margen que va del nacimiento al vuelo, o la mirada final del narcisista en los añicos del espejo..., tras esos 60, 70, incluso hasta 90 minutos, salgan de nuevo a la calle Fuencarral, recórranla a buen paso, viren hacia Hortaleza y acérquense a la iglesia-refugio de San Antón. Entren. Concéntrese. Observen. Reflexionen. Vivan. El arte marca urgencias tan relacionadas entre sí que, de continuo, nos muestra cuál es la cadena verdadera de la vida, tal vez el único indicio razonado e irracional que vuelve soportable este inmenso, bellísimo y brutal valle de lágrimas. Y déjense inundar por la finísima lluvia de invisibles neutrinos. Al fin y al cabo, no podemos hacer otra cosa. Y no en vano la exposición se titula «Espejos de lo invisible».