Antes de El-Alamein, nunca vencimos; después de El-Alamein, nunca fuimos vencidos (Winston Churchill).
En un desierto velado de sueños, teñido de magia onírica por la fotografía de John F. Seitz, un escenario idóneo para ricas caravanas de mercaderes o apto para hallar algún idílico oasis abarrotado de jaimas, un tanque británico anda a la deriva a través de las dunas, alzándose perezoso hasta las cumbres y hundiéndose terco en las profundidades para remontar de nuevo hacia la luz para caminar en circulos marcados por el fuego y la muerte. Los cadáveres de sus ocupantes son mudos fantasmas de una guerra que se libra ya a decenas de kilómetros de allí, testigos de su sacrificio anónimo y estéril, mientras el Afrika Korps de Rommel amenaza con internarse en Egipto y acabar con el frente mediterráneo que amenaza la ocupación nazi de Grecia. Entre los cadáveres, de pronto, unos miembros en movimiento, y un oficial herido (Franchot Tone, discreto actor de una carrera de más de treinta años, con títulos como Tres lanceros bengalíes, Rebelión a bordo o Tempestad sobre Washington) que, desolado ante la contemplación de sus camaradas muertos, lucha por salir del interior del vehículo hasta que cae accidentalmente y se enfrenta a una muerte segura bajo el sol inclemente del desierto. Tras su agonía de kilómetros a pie sin víveres ni agua, cuando ya cree que su vida va a terminar en medio de ninguna parte, encuentra un espejismo: un edificio medio derruido abandonado a su suerte en medio del desierto. Pero lo que cree espejismo no es tal, sino el último vestigio de civilización en un lugar devastado por el clima y la guerra, un resto de un pasado de esplendor gracias a la circulación de turistas pudientes que acudían a Egipto para visitar las antiguas ruinas de los faraones. El único hotel abierto en el desierto es su salvación. O el inicio de una aventura insospechada…
Con este fulgurante comienzo, el gran Billy Wilder nos sumerge en su única película bélica propiamente dicha, aunque, en puridad, más bien destaca por la intriga, el suspense y la lucha psicológica en una atmósfera de guerra que por las tangenciales, escasas y siempre evocadas a distancia, escenas de combate. Con esta, su tercera película, Wilder, ayudado por su coguionista de la época, Charles Brackett, contribuye al esfuerzo propagandístico de guerra (estamos en 1943) con un episodio de espionaje, acción, romance y tensión que tiene como escenario el frente del Norte de África previo a la gran batalla de El-Alamein entre Montgomery y Rommel que dictó sentencia en cuanto a la guerra en el continente y que propició el principio del fin del conflicto con la liberación del África francesa ocupada, el desembarco de Sicilia y el hostigamiento constante a las tropas alemanas en Creta y el resto de Grecia.
Wilder utiliza el hotel al que llega el oficial John Bramle como un microcosmos que resume la realidad bélica del momento: el dueño (el genial Akim Tamiroff) que oscila constantemente entre su interés personal, los egoísmos forzados por la supervivencia, y cierto orgullo patriótico que le lleva a imbuirse finalmente de dignidad y heroísmo; la camarera (Anne Baxter), una joven francesa despechada y hundida que culpa a la guerra y a quienes la alimentan de la muerte de un ser querido en la Francia ocupada, la cantarina, extravagante y amanerada presencia del general Sebastiano, asesor de los alemanes y fracasado conquistador de los encantos de la mujer (el mallorquín Fortuni Bonanova, de nombre auténtico Josep Lluís Moll, una de las presencias más exóticas y solventes del Hollywood clásico, con presencia en títulos como Ciudadano Kane, El cisne negro, ¿Por quién doblan las campanas? o Perdición, además de una veintena larga de títulos más), finalmente, la soberbia, la prepotencia y la brutalidad de los alemanes, personificada en su líder, el mariscal Rommel (Erich Von Stroheim), retratado un tanto retóricamente, casi en plano de parodia, como un individuo orgulloso, satisfecho de su propia genialidad militar, y por tanto de una debilidad tan grande como su vanidad. Así, Wilder caracteriza en unos personajes concentrados en un hotel abandonado en medio de la nada la idiosincrasia de una parte de los contendientes de la Segunda Guerra Mundial y, partiendo de ese principio, se zambulle en una crónica de espionaje y aventura que bien puede considerarse fuente primordial de los seriales del personaje de Indiana Jones de Spielberg y Lucas.
Porque Bramle, para protegerse de los alemanes recién llegados al hotel, toma la identidad de un camarero cojo muerto en un reciente bombardeo, siempre bajo el riesgo de denuncia por parte de la joven camarera, deseosa de deshacerse de un problema que la amenaza y resentida, ansiosa de vengarse en la piel de otro por todo aquello a lo que la guerra la ha obligado a renunciar. El oficial no sabe que el camarero muerto era en realidad un agente alemán, un corresponsal de Rommel, un pieza clave en el secreto mejor guardado por los alemanes del Afrika Korps, la razón que explica su movilidad como un relámpago, su capacidad de avance y de sorpresa frente a los británicos, que amenaza con expulsarlos de Egipto: sus depósitos secretos de combustible, ocultos bajo la clave silenciosa de un misterioso mapa militar del frente egipcio.
Wilder, que desconocía entonces la muerte de su madre, de su padrastro y de otros familiares en el campo de Auschwitz (por eso resulta tan significativo que luchara con Steven Spielberg por hacerse con los derechos de La lista de Schindler para hacer su propia versión del Holocausto), ofrece aquí una historia de buenos y malos, de guerra, intriga y romance (como es lógico, las posiciones del oficial y de la joven se acercan hasta desembocar en un final trágico y desencantado) en la que, como siempre en Wilder, lo más importante es la fachada, el mundo de apariencias en el que todos los personajes juegan a parecer lo que no son, por su necesidad de protegerse, por el miedo o por interés. Con un protagonista algo carente de carisma, con un Stroheim que caricaturiza, más que interpreta, al genial Zorro del Desierto (un tipo estirado y presumido, que alardea de sus estrategias incluso ante los oficiales enemigos capturados, muy alejado por tanto de la sofisticación y la sobriedad de James Mason en el clásico de Henry Hathaway), con una Baxter tan a medias como casi siempre, son los brillantes diálogos de Wilder & Brackett, el poder de la historia, y los secundarios Tamiroff y Bonanova (vehículos también para las siempre presentes en el cine de Wilder gotas de ironía, humor y sarcasmo) los que convierten el film en una historia apasionante de misterios, enigmas, acción, lucha y una victoria que lleva aparejada su correspondiente dosis de derrota. Como siempre en el cine de Wilder, la esperanza, la fe, dominan, pero sin olvidar la cuota de amargura y de desencanto que hay que pagar para seguir adelante hasta la próxima sonrisa.