Revista Cine
Segunda entrega de esta serie fantástica, Black Mirror, que se emite en el canal TNT. En esta ocasión, se trata de una denuncia de la cultura de la imagen, de la compra venta de la gente para salir en la tele y hacer negocio, de la búsqueda de audiencias a cualquier coste. Es evidente la contraposición entre lo que el protagonista llama "la realidad" -el amor hacia una mujer- y lo que se vende por la pantalla, los valores que nos hacen humanos y por los que merece la pena vivir, y la existencia falsa que nos ofrece la tecnología, tanto la televisión como internet. Ojo, que a partir de aquí viene el spoiler.
La historia se sitúa en una sociedad futura, dominada por una compañía de televisión para la cual trabaja la gente. El curro habitual es generar electricidad montando en bicicleta. La gente vive en pequeños cubículos cuyas paredes son enormes pantallas de televisión en las que sólo hay canales que llaman a lo más mezquino del ser humano: la compra compulsiva, el sexo descarnado y los concursos horteras de "¿Quiere ser una estrella?". Será este concurso, "Hot Shot", el que todo lo cambie. La gente no gana dinero, sino "méritos", que son una especie de créditos con los que compran comida, programas de televisión y objetos para su avatar, porque los individuos no salen de su rutina cubículo-bicicleta, y viven a través de su avatar. El protagonista -un estupendo actor- ahorra quince millones de méritos, lo que le da la posibilidad para acudir al programa "Hot Shot", pero él se los regala a una chica de la que se enamora. Esto es todo un logro porque los individuos no tienen apenas relación entre ellos. Acuden al programa, y allí está el jurado, que son tres personas que se comportan como gentuza miserable y ruin -vamos, como en la realidad-. Los jueces consiguen que la chica, que canta como los ángeles, en lugar de convertirse en cantante, sea una actriz porno de uno de los canales. El tipo coge un cabreo inmenso, y se decide a ahorrar otros quince millones para volver al programa. Cuando los consigue, toma un cristal y acude al concurso. Te hacen pensar que el chico los va a matar, pero no lo hace, sino que suelta un discurso sobre la mierda que supone el sistema. El jurado, entre los que esta Ruper Everet, reacciona y le ofrecen un programa en la tele para que diga lo que quiera. Es decir; han conseguido integrar al único que se atrevió a levantar la voz y denunciar la falsedad de la vida. La escena final es tremenda. La gente sigue montando en bicicletas estáticas para generar electricidad, y gastando sus méritos en chorradas. La diferencia es que el que la vende es ahora el protagonista, que ha pasado a vivir en un apartamento lujoso donde la vistas son pantallas de televisión que muestran el bosque. Una serie sorprendente, que nadie debería perderse; ni siquiera los aficionados a los concursos donde degradan a la gente aprovechando sus sueños.