Revista Comunicación
Sé que hay gente que le tiene mucha manía a la palabra “hate-watching”. La idea es, claro, que para qué leches queremos ver una serie sabiendo que nos parece espantosa, simplemente por el hecho de poder criticarla. Y claro, cuando se trata de series que además de malas nos resultan aburridas, obviamente yo tampoco entiendo el concepto de hate-watching. Esas series simplemente deberíamos dejarlas todos por nuestra propia salud mental.
No, la gracia está en dedicarse al hate-watching de esas series que tienen prácticamente todo para odiar, y que en cambio nos resultan terriblemente entretenidas. Esas series que justamente hacen que pasarse el rato comentando la estupidez de sus personajes, de lo que ocurre o de la propia serie en general resulte entretenidísimo. Y, si bien es cierto que no soy muy de tener una mayoría de series de este tipo entre mis habituales, sí que opino que siempre está bien tener al menos una. Por eso de que como desestresante son absolutamente maravillosas. Sin embargo, desde que acabó The Newsroom no tenía ninguna serie que ocupara ese puesto. Hasta que llegó The Slap, claro.
The Slap es una serie (o miniserie, o evento, o vete tú a saber cómo han decidido llamarla) de la NBC, que no es más que la adaptación USA de una serie australiana del mismo nombre. Serie que, por cierto, yo no he visto y por tanto no puedo hablar de la calidad de la serie de la NBC como adaptación puramente dicha. No sé si es fiel a la original o no. No sé cómo han cambiado o no a los personajes. Lo único que sé es que muy buena adaptación no será si todo el mundo habla maravillas de la original australiana, maravillas que desde luego no se pueden decir de la versión USA.
Porque una cosa que quede clara: la versión USA de The Slap es mala. Bastante mala. La base podría ser interesante, conste, pero lo utilizan y lo desarrollan todo de una forma tan espantosamente errónea que no podemos hacer otra cosa que mirar fascinados entre el horror y la carcajada. Porque para eso sí que sirve, y mucho. Pero eso no la convierte en una buena serie, claro.
La serie y todo lo que ocurre en ella gira alrededor de un evento: una fiesta de cumpleaños que reúne a un grupo de personajes dignos de la versión de mercadillo del universo de los domingos en HBO, uno de ellos (Zachary Quinto) le da una bofetada al hijo de unos de los invitados por su mal comportamiento. Este incidente se va complicando y afectando a todos ellos por distintos motivos y de distintas maneras que iremos viendo a lo largo de los episodios. Hasta ahí bien.
Y digo que hasta ahí bien porque, como he dicho más arriba, el concepto, la base de la serie, resulta interesante. Se puede sacar mucho de ahí. Al fin y al cabo, la bofetada en sí es lo de menos, y se puede mostrar muchísimo y explorar mil cosas a través de las reacciones de los demás personajes. Y de cómo influye en sus propias vidas. El problema es que absolutamente todos ellos reaccionan de unas formas que resultan muy poco entendibles. Y, sobre todo, que a cada escena que pasamos con cualquiera de ellos, más ganas tenemos de abofetearlos. A todos.
Porque ahí está la cosa: todos ellos se merecen varias bofetadas. Empezando por mini-Hitler y acabando por el personaje de Zachary Quinto, y pasando entre medias por todos y cada uno de los demás personajes. Sin excepción. Y con especial ímpetu en el caso de Rosie, la madre de mini-Hitler.
Rosie, interpretada por Melissa George, que por lo visto sigue mintiendo descaradamente en su currículum con eso de que es capaz de camuflar su acento aussie y sonar a estadounidense, representa todo lo que está mal en la sociedad. Está mal llamar a otros malos padres, pero si hay una definición de libro de lo que es una mala madre, esa es Rosie, cuyo principal equivalente en la ficción probablemente sea Lady Arryn de Game of Thrones.
Y, sin embargo, el resto de personajes no se cansan de repetirnos lo buenísima madre que es Rosie. La gran inspiración que es para ellos. Y aparte de tremendamente perturbador, esto es tan surrealista, tan ridículo y simplemente tan marciano que no podemos dejar de mirar hacia esa realidad alternativa donde cada personaje es más absurdo que el anterior.
Con lo que al final se nos pasan los cuarenta minutos de cada episodio prácticamente sin darnos cuenta. Y en esos cuarenta minutos hemos abofeteado a todos los personajes en nuestra mente, los hemos insultado, nos hemos reído de ellos y, sobre todo, nos hemos muerto de ganas de ver la versión alternativa de Gossip Girl que produce (o escribe, o yo qué sé) el personaje de Uma Thurman. Cuarenta minutos en los que, a pesar de todo, o quizá precisamente por todo esto, nos lo hemos pasado pipa.