Mirada Ciudadana
Por Pablo Perea Bohorquez
A todos y todas con los/las que he compartido en los últimos meses. Ustedes motivaron este escrito. Gracias.
Funes. Funes. Funes el memorioso.
Recuerdo haberlo escogido para ejemplificar una forma de autismo en un trabajo. Hace ya tres meses lo leí. Borges, como pocos, logró hacer que por días estuviera pensando recurrentemente lo que sería ser como Funes: recordar cada cosa que he vivido y los detalles de la manera más lúcida posible. Casi como tener la capacidad de viajar en el tiempo.
Ser como Funes implicaría que con tan solo haber visto un árbol una vez, estaría en capacidad de recordar todo de él: la altura exacta, los tonos exactos de marrón y verde a partir de cómo la luz caía sobre él, la manera como sus raíces se esconden en la tierra, las hojas que han caído y rodean la circunferencia del tronco, sus grietas, la organización exacta de cómo comienza a ramificarse, la caída de las ramas producto del peso de las hojas que nacen de ellas de forma casi perfecta, la manera como su largo se reduce a medida que se aproximan al final de la rama.
Ser como Funes implicaría no tener la capacidad de abstracción de los estímulos que interpretamos de nuestro entorno.
Sería pasar la vida entera codificando, organizando y clasificando la información, y morir como él, sin siquiera haber terminado de ordenar las memorias e imágenes de la infancia. Y lo traumatizante de todo eso es que el ejercicio de Funes es paralelo a su presente. Por ende, lo único que logra es seguir acumulando recuerdos que en algún momento habrían sido codificados de no ser por su partida.
Y luego vino a mí como un destello, como las chispas que produce un minero al golpear una roca con su pica: Funes podría ser la hipérbole de la vida contemporánea.
El presente de este ser tan peculiar parece en blanco, como la ceguera de la que habla Saramago, donde la escogencia de color para el fenómeno es todo menos fútil o trivial.
El blanco es el color que resulta de la combinación de todas las longitudes de onda del espectro visible. Pero es imposible imaginar la manera como los colores se combinan para formarlo; verlo es solo el resultado de la transducción que nuestros receptores hacen de las longitudes de onda que impactan nuestra fóvea.
Análogamente, es como si el presente de Funes fuera el resultado de millones y millones de estímulos que solo podrán ser almacenados para su eventual codificación; cada instante que transcurre en su vida significa un crecimiento exponencial de recuerdos que aguardan en fila para ser clasificados.Así, el presente de Funes es un paradójico vacío de iluminación total abrumadora y oscuridad nula.
Pero lo miserable de la vida de Funes no termina allí.
Además de la dimensión física de los estímulos que interpretamos, existe otra afectiva sin la cual nuestro entorno carecería de sentido.
Más allá de la posibilidad de integrar la información para reconocer un objeto como lo que es, hay un vínculo emocional que podría atarme a él.
Y en tan solo un instante estamos expuestos a miles de objetos que pueden tener un significado afectivo: despedirnos de nuestros papás antes de salir de la casa; de nuestra pareja antes de que cada uno coja su camino; encontrarnos una amiga o amigo que no veíamos hace tiempo; estrechar su mano o abalanzarse para abrazarlo o abrazarla; aprender algo nuevo; recibir noticias de la familia que no vive conmigo en un intento de sentirme más cerca de ellos, a pesar de la distancia.
Son diferentes instantes que pueden ocurrir en un día.
A pesar de la rutinización de la vida, para fortuna nuestra y desgracia de Funes, los vínculos afectivos nos permiten valorar los instantes –y los objetos o estímulos involucrados en ellos– como buenos o malos.
Entonces no solo estamos vinculados a objetos o personas, sino también a eventos que suceden dentro de un margen específico de tiempo. Y no solo valoramos los días, sino también los meses.
Si lo pensamos unidimensionalmente, lo que tenemos al final de un mes serían millones y millones de instantes que nos han hecho reír o sollozar, aunque solemos recordar solo unos pocos.
Funes, por su parte, no puede hacer más que eso: ver los meses de su pasado solo como la suma de varios instantes, teniendo la capacidad de recordar cada uno de ellos.
Funes no puede interpretarlos, no puede valorarlos, no puede darles sentido; para él son instantes que deben ser clasificados. Quizás, la compulsividad del ejercicio de Funes se deba a un intento en vano por tratar de darle sentido a su vida.
Ahora bien, para nosotros esos instantes pueden ser todo.
Y más allá de estar organizados en una fila india en nuestra memoria, es como si fueran flotantes: si bien ocurrieron en momentos diferentes, unos antes y unos después, podemos conectarlos a pesar de la distancia cronológica que existe entre ellos.
Pero todos y todas tenemos algo de Funes y, en este punto, llegamos a una encrucijada exquisita que problematiza aún más la vida contemporánea: como si delante nuestro se abrieran dos caminos cuyos finales nos conducen irremediablemente a una vida funesca, pero su confluencia dependiera de nosotros y nosotras.
El quedarnos en un evento, suceso o faceta de nuestro pasado intentando clasificarlo, haría que perdiéramos de vista lo que está sucediendo: nos esperaría un blanco presente que pasa ante nuestros ojos, pero no lo vemos por el estancamiento en el que nos encontramos.
Este camino trae consigo vicisitudes: Funes tiene que clasificar los recuerdos, nosotros y nosotras, además, debemos darles sentido. Pero, como el tiempo no se detiene, será difícil volver en un futuro a los instantes que hoy son del presente, pues carecemos de su agudeza.
Paralelamente, cada vez son más los estímulos a los que nos exponemos; cada vez son más los instantes que tejemos a partir de la casi infinita información que nos rodea; cada vez hay más recuerdos que resultan de la conexión intertemporal que elaboramos de los instantes de otrora y presentes.
Y con esto surge la necesidad de una especie de indiferencia: algo que nos permita discriminar, de entre miles de estímulos presentes, los que más nos importan para construir instantes.
Ahora bien, el exceso de indiferencia con nuestro presente nos dejaría sin recuerdos por clasificar y significar: quedaría en blanco al no haber sentido de nuestro pasado.
Nuestro futuro sería blanco al serlo también nuestro presente: como si el ahora nunca hubiera sucedido; un blanco abrumador por la infinidad de estímulos que anduvimos ignorando.
Y aquí siento que la fineza de las palabras de Rabih Alameddine se acoplan a las mías:
“No hay pérdida que sintamos más profundamente que la pérdida de lo que podría haber sido. No hay nostalgia que duela tanto como la nostalgia de las cosas que nunca existieron”
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