Por Federcio Palma
La pagoda de Botatung es hueca. Las paredes interiores están totalmente cubiertas de fragmentos de espejo, de forma que, al avanzar a lo largo de ellas, girando en torno al centro geométrico de la pagoda, la imagen del visitante se descompone en miles de reflejos irregulares, que revelan la radical condición ilusoria de la existencia personal, la inexistencia de una personalidad individualizada capaz de unir los fragmentos en un todo coherente. Todo es maya, ilusión engañosa.
La ilusión, sin embargo, no es arbitraria, sino que se rige por una serie interminable de normas que forman una apretada red en torno a una realidad inexistente, de forma que es la red la que define la realidad y no viceversa. Y es tal la fluidez de la ilusión que las normas deben ser de una exuberancia exagerada, para impedir que la ilusión se deshaga. Todo, en consecuencia, está prohibido con el fin de detener la descomposición de la realidad, la desaparición de la ilusión, y todo está, al mismo tiempo, tolerado, de forma que la naturaleza también ilusoria de la prohibición quede al desnudo. De hecho, la proliferación de normas no hace sino acentuar el carácter ilusorio de la realidad sujetando con los alfileres de la etiqueta las parcelas de esa ilusión que se considera real; de existir independientemente, la realidad no necesitaría ese corsé ceñido para detener su continua fuga, de tal manera que la complicación normativa no hace sino definir, por exceso, el carácter ilusorio de la realidad. Saliendo del núcleo hueco de la pagoda, se obtiene la confirmación del carácter de la existencia mediante lo abigarrado de la decoración, que une, en su exceso, aspectos tan contradictorios como la serenidad y las luces de neón: dorados ídolos atrapados en la red de colores de una decoración exuberante que llega al vacío absoluto mediante la proliferación de elementos. La superabundancia de normas, por otra parte, contiene un elemento didáctico al poner de manifiesto a un observador (por definición asimismo inexistente) el absurdo de la prohibición aliada a la universal tolerancia. El funcionamiento de la ilusión queda garantizado por el complicado entramado normativo que la sustenta, que se revela arbitrario por el mismo minucioso detalle, detalle que define la realidad burocrática, el mundo de ilusión engañosa de que se puede sacar un partido ilusoriamente gratificante. Desde este punto de vista, el Estado es el garante de la esquizofrenia general, custodio de un orden inexistente en el centro de una asfixiante red de prohibiciones que, a su vez, lo permite todo. Todo existe para que nada lo haga.
I
Su llegada al país coincidió con el anuncio de la desmonetización de gran parte del papel moneda circulante, una medida destinada en principio a luchar contra el mercado negro que consiguió la paralización de los flujos legales e ilegales. En un alarde de surrealismo, el Gobierno anunció la próxima acuñación de nuevos valores, de denominaciones estrambóticas que hacían imposible la recuperación de la moneda declarada inexistente. La población, educada en el dogma de su propia inexistencia, se afanó para conseguir que esta nueva ilusión inyectada en su ilusoria existencia no erigiera excesivos obstáculos ilusorios en la continuación de una vida cotidiana asimismo producto de la ilusión, mediante la utilización de procedimientos similares a los empleados por el Gobierno, desde el renacer de la economía de trueque hasta el intento de exportar la moneda antigua a países limítrofes menos radicalmente inexistentes. Los recién llegados, por su parte, se encontraban atrapados en la inexorable lógica de la etiqueta, ya que uno de ellos debía propiciar el encuentro oficial entre un alto mando del ejército y los dos comerciantes que le acompañaban, que ya conocían al alto mando en cuestión mientras que el otro, el encargado de la introducción oficial, jamás le había echado la vista encima. Ciñéndose exquisitamente a esta situación, los comerciantes llevaron a cabo la presentación preliminar en el espacio neutral de un corredor ministerial, para a su vez ser presentados, ya de forma oficial, al militar en su propio despacho. Una vez realizada la presentación, el militar se enfrascó en una conversación cuyos extremos conocían todos excepto el encargado de las presentaciones oficiales, que se sentó en una silla a ojear los catálogos mortíferos que los otros, comerciantes de armas, ponían a disposición de sus sádicos clientes. Sobre el satinado papel del catálogo, profusamente decorado, se detallaban las espeluznantes características de la oferta, describiendo, con todo lujo de detalles, los efectos sobre un hipotético enemigo de la panoplia del grupo de empresas que los dos comerciantes representaban. Allá se describían los efectos deletéreos de una granada de mano, de vocación ofensiva, que podía convertirse en defensiva por el sencillo expediente de introducirla en una carcasa de bolitas de metal que, en la refinada prosa del catálogo, “se incrustan en la carne del enemigo contribuyendo al cometido de cualquier arma: aterrorizar al enemigo y causarle bajas”.El funcionario, aún al tanto de la intención que animaba a sus acompañantes, no pudo reprimir un escalofrío de horror sin salir de su mutismo. Ajenos a ello, los otros tres discutían animadamente sobre los detalles de la oferta. Se trataba, en concreto, de la venta de una munición que se adaptara a los cañones recientemente comprados por el cliente a otro fabricante que había decidido interrumpir los envíos de munición al haberla utilizado el Ejército, pues, al parecer, las armas se vendían con la condición de no usarlas. La operación, sin embargo, no llegó a cuajar debido a lo complicado de la reglamentación sobre transporte, que exigía que la mercancía se embarcase en buques propiedad del Estado comprador, cuyos planes de viaje no contemplaban la arribada a puertos del vendedor; el consorcio representado por los dos comerciantes no ponía dificultades en cuanto al uso de la munición, pero la complicada reglamentación mercantil prevaleció sobre la conveniencia de aceptar una oferta cuidadosamente desligada del uso a que se destinaran las mercancías adquiridas. La entrevista, pues, no tuvo éxito, pero al menos ya se había producido el contacto oficial entre ambas partes eventualmente contratantes, de forma que el viaje no podía considerarse un fracaso, como aseguraron los dos comerciantes al encargado de las presentaciones al salir del despacho y de nuevo en el terreno neutral de los pasillos, lejos de la oficial moqueta.
Quedaba con ello concluida la parte institucional del viaje y los tres expedicionarios se dispusieron a conocer lo que el país tenía que ofrecer en otros terrenos. Era, para ello, imprescindible, adentrarse en los tortuosos senderos del cambio paralelo, dificultado por la valiente acción gubernamental a que antes se hizo referencia, que había disminuido drásticamente las denominaciones que podían ser objeto de cambio. A falta de otros contactos locales, los expedicionarios decidieron encaminarse a un asilo de ancianos regentado por dos monjas españolas, Sor Ignacia y Sor Josefa, a quienes los nativos conocían por el nombre colectivo de Mother Victoria, patronímico que correspondía en puridad a otra Sor ya fallecida, de la misma nacionalidad. Las religiosas franciscanas llevaban más de 30 años en el país, primero a cargo de una leprosería, pero cuando el Gobierno decidió que la lepra, lejos de tener proporciones epidémicas,no existía, las monjas pasaron a ocuparse de unos ancianos asimismo inexistentes pero acreedores de un respeto que no alcanzaba a las víctimas de la imaginaria enfermedad.
El viaje hasta el asilo lo hicieron en un precioso coche americano de los años sesenta, con manchas de herrumbre y algunos elementos extraños en la carrocería que, sin embargo, había conservado en todo su esplendor los gigantescos alerones traseros cuajados de luces. El taxi circulaba por la derecha, pero tenía el volante al mismo lado con lo que uno de los pasajeros debía siempre desempeñar el papel de vigía, avisando al conductor de cualquier obstáculo o incidente que pudiera producirse. El tráfico era muy escaso y, salvo algún coche oficial pintado de negro, casi todos los vehículos eran de la misma época, de colores brillantes y provistos, en ocasiones, de bombillitas de colores en los lugares más insospechados. Las escasas señales de tráfico estaban todas al revés, pues en el país se circuló por la izquierda hasta que el máximo dirigente fue informado de un presumible giro a la derecha por su astrólogo de cabecera. Para prevenir cualquier cambio político, el dirigente decidió sabiamente adelantarse y cambiar el sentido de la circulación,sin avisar, para no perder la ventaja táctica de la sorpresa. La ilusión es esencialmente maleable.
La ciudad no había recibido una sola mano de pintura desde el fin de la colonización, para no maquillar los efectos deletéreos del régimen colonial, y, en consecuencia, los edificios presentaban manchas de pintura descascarillada de diversos colores, que les concedían un cierto aspecto de leprosos elegantes, entre signos de ruina inminente y arbustos, algunos de porte arbóreo, que crecían en cualquier resquicio de la piedra, favorecidos por la humedad y el calor reinantes. Los pasajeros del taxi sudaban en silencio mientras el taxista intentaba comprar sus pertenencias, mezclando el inglés con un variado repertorio de señas. Sin embargo, la rigidez del mundo oficial se hallaba demasiado presente en las mentes de los expedicionarios como para atender a los tentadores cantos de sirena del profesional del volante, de modo que hicieron caso omiso de sus continuas ofertas; el taxista, de todas formas, continuó impertérrito, ofreciendo precios cada vez más altos por mercancías tales como tabaco, alcohol, preservativos y otros bienes de consumo inmediato prohibidos por las celosas autoridades del país, como si aquello fuese parte de su obligación como conductor, y, a juzgar por la despreocupación con que conducía, constituyera, de hecho, la parte más importante de su trabajo.
Finalmente, el taxi se detuvo con un resoplido ante un edificio de ladrillo rojo, con aspecto de convento, a cuya puerta un anciano envuelto en un astroso sarong barría lentamente las losas de la entrada.