Revista Talentos

Botatung (3)

Por Tiburciosamsa

III

Dos nativos de tez oscura, pelo negro y brillante sonrisa esperaban a los viajeros a la puerta del hotel, y les condujeron al vehículo prometido por las monjas. Era una camioneta de transporte bastante nueva, con el volante a la izquierda, lo que daba fe de su modernidad,de caja abierta cubierta por un toldo de lona negra, con un banco de madera corrido adosado al metal en el interior. Los tres occidentales se acomodaron como pudieron en la caja trasera, en cuyo centro había un gran bidón de gasolina, ya que el abastecimiento de combustible era problemático en el interior del país, según explicaron los conductores, y era necesario adquirir previamente la gasolina en el mercado negro antes de aventurarse por las carreteras. Los sonrientes conductores detallaron el precio, muy ajustado y conveniente para el itinerario detallado por las religiosas, que incluía las dos antiguas capitales, Pagan, la primera capital del estado constituido por los birmanos, y Mandalay, la última capital del Imperio independiente antes de su definitiva anexión por los ingleses. Los nativos, chófer y guía, explicaron la posibilidad de realizar el trayecto entre Mandalay y Pagan en un barco fluvial, a lo largo del Irawaddy, señalando que no habría diferencia en el precio si los turistas optaban por esta posibilidad, toda vez que ellos deberían efectuar el trayecto en automóvil en cualquier caso.

La comodidad no era una de las principales características del vehículo. La escasa altura de la caja trasera obligaba a los pasajeros a viajar medio agazapados, contemplando nerviosos el bidón de gasolina que ocupaba el centro de la caja, chapoteando alegremente al ritmo de losinnumerables baches que esmaltaban la carretera, o lo que de ella quedaba.La lona carecía de ventanas, por lo que la única forma de contemplar el paisaje era mirar hacia atrás, y el polvo levantado por el coche oscurecía notablemente la visión, y se pegaba a la garganta de los tres pasajeros. Afortunadamente, el estado de la carretera no permitía alcanzar gran velocidad, por lo que lo que se perdía en visibilidad se ganaba en estabilidad y, a pesar de los tumbos, no había demasiado peligro de salir despedido de aquel incómodo medio de transporte. Cualquier comunicación con el conductor y el copiloto era imposible, de forma que los tres pasajeros debían deducir por sí mismos por dónde pasaban y lo que a su alrededor ocurría, sin más interpretación que la muy escasa ofrecida por las señales de tráfico (en el sentido contrario de la marcha) y algunas indicaciones en el grácil alfabeto birmano, con letrassemejantes a pompas de jabón, redondeadas y provistas de diversos pedúnculos, muy decorativas a ojos de los extranjeros pero completamente incomprensibles. Al pasar por algún pueblo, los niños y los perros corrían un trecho detrás de la furgoneta, bajo la mirada entretenida de un monje budista, envuelto en su túnica azafranada y protegido por un quitasol de papel. A la salida de los pueblos, en los omnipresentes controles militares, el conductor paraba y repartía cigarrillos a los aburridos soldados vestidos de camuflaje, con los que departía amigablemente un momento. Los soldados echaban miradas curiosas a la caja trasera, con una sonrisa cabalgándoles los labios y la metralleta en ristre. Los dos comerciantes de armamento miraban con ojos expertos las armas, que los soldados bamboleaban como si fueran un bolso molesto. Fuera de las poblaciones, los campos de arroz se extendían hacia el horizonte, surgiendo del agua en hileras de verde brillante, salpicadas por pequeñas pagodas blancas, modestas construcciones erigidas para asegurar una reencarnación más ventajosa; algún árbol añoso se erguía al borde de la carretera, decorado con cintas de colores. Era un paisaje idílico y monótono, apenas entrevisto entre las nubes de polvo que levantaba la irregular marcha del coche, deformado por el calor reinante, que hacía temblar las líneas horizontales de las plantaciones de arroz.

Los viajeros intentaban distraerse de la monotonía. La lectura era prácticamente imposible dado el continuo movimiento de la furgoneta, que los lanzaba unos contra otros y a los tres contra el bidón de gasolina, de forma que se refugiaron en la conversación. Jaime, que aún recordaba la impresión que le había producido la criminal prosa del manual de propaganda exhibido por sus acompañantes, indagó sobre las razones que les empujaban a dedicarse a la venta de tan infernales artilugios:

-¿ Y de verdad que podéis vender esto con tranquilidad de conciencia? Yo, especialmente después de leer la descripción detallada de los efectos de algunas de vuestras mercancías, no creo que pudiera. Lo de las bolitas de metal incrustándose en la carne del enemigo, me ha impresionado mucho. Hay que reconocer que la descripción es la mar de buena, pero le producea uno un cierto calofrío...

-Alguien tiene que hacerlo; si no fuéramos nosotros, lo harían otros. Se trata de un producto de gran valor añadido y que protege industrias de importancia estratégica, dijo el más joven de los dos comerciantes.

-Ese argumento no me vale, eso de que alguien lo tiene que hacer - dijo el explorador intentando mantener el equilibrio; se le habían caído un poco los bigotes, como si el calor se los hubiera marchitado, ya no lucían tan enhiestos como el día anterior cuando, sin duda para no desentonar ofrecían un aire marcial y agresivo- en realidadpodría uno dedicarse a otras cosas, pero lo realmente decisivo es que se trata de comercio internacional, y además de un comercio específico que no solamente tiene gran importancia para el país, como ha dicho Luis, sino que además proporciona una formación fudamental para continuar en el campo del comercio internacional, por su especificidad y porque tiene una seerie de requisitos que le hacen casi emblemático.

-Y a ti el hecho de saber que las armas se pueden utilizar no te afecta demasiado.

-Eso, en realidad – intervino de nuevo Luis- es más un problema del que las compra y las usa.

-Sí, pero tú se las vendes...

-Si no fuera yo sería otro, como te he dicho antes.

-Vale, vale, pero yo no estaría muy tranquilo.

-Es eso, comercio internacional. Ya lo ha dicho Rafa. Yo tampoco pienso dedicarme siempre a esto...

No era un tema de conversación que despertase precisamente el entusiasmo entre los dos comerciantes, que más de una vez debían haberse enfrentado a los escrúpulos de conciencia en relación con su trabajo, aunque la mayor parte de las veces susinterlocutores preferían pasar de puntillas sobre un tema tan escabroso. Jaime era consciente de su parte de responsabilidad en el comercio, y en el fondo se había alegrado de que la operación propuesta no prosperara, pero lo cierto era que los otros dos le habían llevado allí y que su intervención, pese a lo surrealista de la misma, era fundamental para la conclusión de la operación. El tema, por lo tanto, no resultaba cómodo para ninguno de los tres, y era mucho mejor intentar desviar la conversación por los más transitables derroteros de la historia y el anecdotario. Jaime había pasado parte de la noche desvelado y leyendo una guía del país, que, con su natural pedantería, empezó a explicar a los otros.

-Vamos ahora hacia Mandalay, la última capital de Birmania antes de que los ingleses se concentraran en Rangún. El pretexto que usaron los ingleses para acabar con la soberanía birmana fue de carácter humanitario, y la verdad es que no les faltaba razón, independientemente de lo que se pueda pensar de la pérfida Albión. Era tradicional en Birmania que el primer acto del nuevo monarca fuera la eliminación física de toda la familia real para evitar que algún príncipe pudiera encabezar una rebelión, y el joven soberano se limitó a actuar de acuerdo con la tradición. Como, además, no es lícito verter sangre real, las ejecuciones se llevaban a cabo sin derramamiento de sangre, y respetando las características rituales. Así, lo suyo era desnucar a los Príncipes de la Sangre con una porra de madera de sándalo, pero el último monarca tenía una familia muy extendida y no había sándalo para todos, de forma que se decidió a utilizar el bambú, mucho más prosaico pero también más abundante, y así la familia fue exterminada a base de golpearles la tráquea con una sólida caña de bambú y proceder a su enterramiento con toda rapidez. Como había muchos príncipes, parece que no dio tiempo de cerciorarse de la muerte y muchos fueron enterrados a medio matar, procedimiento algo chapuza que fue mejorado mediante el enterramiento masivo y haciendo desfilar alos elefantes reales sobre la tumba recién rellena, no fuera a escaparse alguno. Parece que los gritos de los ejecutados se estuvieron oyendo durante algunos días, lo que decidió a las autoridades coloniales, hasta entonces simples protectores, a destronar al Rey y enviarle a un exilio dorado a la India, ya sólidamente sometida...

-No me negarás que nuestra mercancía es, por lo menos, más eficaz... Pero yo siempre había creído que los budistas eran mucho menos sanguinarios.

-Sanguinarios, literalmente hablando no se puede decir que fueran. Tal vez, si los medios empleados hubieran sido los derivados de vuestra mercancía, el horror no habría sido tan agudo. La mezcla de barbarie con refinamiento debió ser determinante a la hora de despertar la conciencia humanitaria de los colonialistas. Además, las tradiciones reales proceden del hinduísmo, bastante menos respetuoso con la vida, y, encima, la esfera política siempre ha estado más desligada de la religiosa de lo que estamos acostumbrados, de forma que no había demasiados escrúpulos a la hora de hacerse con el poder. El hecho de que el budismo, con su insistencia en el carácter ilusorio de la realidad, fuera el sustrato religioso del Estado, de hecho permitiría una actuación más libre del poder político que en cualquier otra religión. En cualquier caso, los ingleses consiguieron deshacerse de la familia real birmana y de la base de poder independiente con una mezcla de astucia y explotación del sentimentalismo de los propios dirigentes coloniales. No les resultó demasiado difícil presentarse como salvadores y civilizadores de un país sometido a prácticas bárbaras.

-No me irás a decir que si los hubiera ametrallado tranquilamente los ingleses no habrían intervenido...

-Yo creo que Jaime tiene razón - intervino Luis -les hubiera resultado más familiar la cosa y tal vez un poco más difícil de justificar. El ingrediente exótico de los elefantes reales dedicados a semejante tarea en lugar de a comer cacahuetes como en el zoológico también debe haber tenido algo que ver; ya se sabe que los ingleses siempre han sido muy amantes de los animales.

-Es posible que sea cierto, que fuera el ingrediente macabro lo que hiciera más fácil la intervención. Parece mentira, de todas formas,que puedan alcanzarse esos niveles de crueldad para con la propia familia. Claro, que para librarse de la competencia cualquier recurso es válido...

-Vaya, de forma que probáis la eficacia de vuestras mercancías en la competencia...

-No, hombre, no. Otra vez con lo mismo. Ya te he dicho antes que lo nuestro es el comercio internacional. ¿Verdad, Luis?

-Desde luego; los clientes se lo montan ellos solos y no hace falta que les ayude nadie. Suelen tener cierta experiencia en el uso del material; desde luego mucha más que nosotros.

-Ah, ¿no os dan unas clases antes?

-Mira – dijo Rafael visiblemente molesto, agarrando a Jaime por efecto de un bache especialmente profundo- ya vale, ¿no crees? Sigue contando paridas sobre el país y déjanos en paz con esta historia, que cada uno se dedicas a lo que quiere o a lo que puede.

-En realidad, tampoco debió ser ajeno a la intervención que el rey se echara en los brazos de los franceses...

Elvehículo se detuvo de repente. Los tres pasajeros asomaron la cabeza y vieron al conductor acercarse con una lata y una goma en la mano, la sempiterna sonrisa en los labios. Sin dejar de sonreir, metió la goma en el bidón, succionó la gasolina y procedió a llenar la lata, trasladando después su contenido al depósito del coche, con cuidado de no verter una gota del líquido. Los pasajeros aprovecharon para estirar un poco las entumecidas piernas, echar un cigarrito prudentemente alejados de la gasolina e indagar sobre la distancia a Mandalay. El nativo, aceptó el cigarrillo que le ofrecían, lo encendió sin preocuparse de la gasolina, y señaló que les quedaban unas seisu ocho horas más de camino. La distancia, al parecer, se medía por el tiempo, lo que en realidad era más adecuado dado el estado de la carretera, y mucho más concreto que hablar de kilómetros o millas. Ante la expresión de desesperación que se pintó en el rostro de los pasajeros, cuyos riñones se resentían del continuo bamboleo de la marcha, dio una voz al copiloto, que se bajó asimismo de la camioneta, arreglándose el sarongde cuadros anudado a la cintura. El conductor el dijo unas frases incomprensibles para los pasajeros y su ayudante volvió a la cabina y luego se acercócon unos cigarros largos y estrechos de color verde, como puros inmaduros, y se los entregó al conductor con un encogimiento de hombros. El conductor, en inglés, sonrió a los pasajeros y les dio un cigarro de aquellos a cada uno. Uno de los extremos estaba cerrado y el otro tenía una especie de filtro hecho con un tallo de aspecto esponjoso.

-Esto es marihuana; se la doy a los turistas por que si no, no duermen.

-Pero... ¿ cómo vamos a fumar ahí dentro con el bidón de gasolina?

-Está cerrado, no hay problema. De todas formas, como quieran, yo lo hago para que puedan descansar un poco.

-Y esto ¿no está prohibido?

El conductor se rió abiertamente. Llevaba un rubí engastado en un diente, como una pequeña gota de sangre en la dentadura.

-Sí. Igual que viajar por carretera. No importa

Cerró el depósito de gasolina y volvió a la cabina. El coche arrancó y los pasajeros volvieron a instalarse en la caja con un suspiro de resignación. Pensar en las seis horas que aún quedaban de viaje les causaba horror, y la posibilidad de fumarse los canutos aquellos al lado del bidón de gasolina no contribuía precisamente a tranquilizarles, pero, como señaló Jaime, algo habría que hacer, ya que la noche se acercaba con rapidez tropical y la idea de pasarse ocho horas, límite señalado por el nativo para la llegada a Mandalay, en la estrecha banca era suficiente para hacer palidecer cualquier tortura inquisitorial, incluso la de arder como pavesas en aquella camioneta.

La noche cayó casi por sorpresa, después de un crepúsculo breve y espectacular que pareció prender fuego a las palmeras, entre un concierto de chicharras que se oía incluso por encima del ruido del motor. Con la noche, los viajeros abandonaron sus escrúpulos y encendieron el verde cigarro entregado por el conductor. Jaime no paraba de hablar, divagando de un tema a otro y arrastrando pastosamente las eses; los otros dos reían e intentaban de vez en cuando meter cuchara, pero la verborrea de Jaime era imparable, y pronto los otros dos se resignaron a ejercer de risueño auditorio. La euforia dio paso a un cierto abatimiento y pronto Jaime pudo comprobar que sus compañeros dormían.


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