IV
La prodigiosa capital de teca tallada de las postrimerías del Imperio birmano quedó reducida a cenizas en un incendio después de que el rey Thibaw debiera abandonarla escoltado por fusileros británicos rumbo al dorado exilio en la India. El traslado de la capital a Rangún, por exigencias de la administración colonial, redujo la ciudad al status de una polvorienta capital de provincia. La ciudad, de nueva planta, ostentaba amplias avenidas flanqueadas por edificaciones provisionales, en que el ingenio de los habitantes suplía las carencias de la albañilería. Solamente los templos, construidos en materiales más duraderos, para dar fé de la impermanencia de los agregados y la trascendencia de las construcciones religiosas, quedaban como reliquias del antiguo esplendor a orillas del caudaloso Irawaddy.
Rodeado por edificaciones de tablas mal trabadas, el inmenso solar donde se enterrara a la familia real sacrificada a las exigencias de la Realpolitik parecía resonar aún con los gritos de los príncipes enterrados apresuradamente bajo la tierra apelmazada después por los blancos elefantes reales. Sin duda el nuevo monarca habría presidido la ceremonia de su entronización en el mismo maidan central, entre los vítores de sus súbditos, los felices augurios de sus astrólogos y la pleitesía de los cortesanos que habían conseguido escapar con vida al traspaso de poderes, reluciente de pedrería e impasible en el trono flanqueado por leones dorados.
A esa misma plaza, baldados y entumecidos, llegaron los viajeros tras una noche en que ni siquiera la droga había conseguido paliar la incomodidad. Nada más descender de la camioneta, Rafael, a pesar del cansancio, se puso a organizar la visita a la ciudad para no perderse uno solo de los monumentos indicados para solaz e ilustración del turista. Había confiscado la guía de Jaime, cuyo interés se centraba más en los detalles curiosos que en la proliferación de monumentos, y, arrastrando tras de sí a los otros dos planeó una visita implacable, ignorando las protestas de los otros dos, bajo la alborozada mirada de los dos nativos, conductor y copiloto. Solamente transigió en la cuestión de ir antes a buscar un sitio donde alojarse, a sugerencia del exhausto Jaime, pero siempre y cuando la visita a la hotel se limitara a dejar el escaso equipaje, lavarse un poco la cara y salir inmediatamente a recorrer Mandalay, que había poco tiempo para ver las cosas, pues las pintorescas autoridades solamente concedían un visado de una semana, y, teniendo en cuenta el estado de las carreteras, la mayor parte del tiempo se consumiría en viajes. Estaba claro que pretendía obtener la máxima rentabilidad de la visita y por lo tanto a sacrificar el descanso, la higiene y lo que hiciera falta. Azuzados por su implacable presión los otros dos ni siquiera tuvieron tiempo de comentar las condiciones del alojamiento, un hotel que tal vez habría resultado esplendoroso en el momento de la ceremonia de entronización del monarca parricida, pero que, desde entonces, se había dejado contagiar por el fatalismo y hacía gala de evidente decrepitud. En vano fue que Jaime y Luis protestaran, poniendo de manifiesto que, en las condiciones en que se encontraban, no iban a poder apreciar en lo que valían los monumentos de la ciudad; Rafael era irreductible y no había más opción que seguirle. Rezongando, los otros dos echaron una mirada de pena al hotel y, arrastrando los pies, siguieron a Rafael que, guía en mano, los dirigió al templo más cercano. Por la calle desfilaban los monjes, en silencio, recogiendo en sus cuencos las ofrendas de comida de los fieles que, a la puerta de sus casas, esperaban la llegada de los bonzos, con humeantes calderos de comida. Los monjes, sin pronunciar palabra, alargaban el cuenco y recibían las ofrendas envarados, con una actitud de dignidad ofendida solo desmentida por la sonrisa eginética en el rostro.
A la puerta del templo se había montado un animado mercadillo en que se vendían y compraban tanto artículos de carácter religioso, especialmente amuletos y estatuillas del Buda, como cualquier otra mercancía, ocupando un lugar prominente los medicamentos, condones y píldoras anticonceptivas desprovistas de caja y prospecto y atadas con gomas elásticas y los cigarrillos de contrabando, tanto por cajetillas como por unidades, modalidad más asequible a los desnutridos bolsillos de los nativos. Había también puestos de fruta e improvisados restaurantes ambulantes formados por un carrito con ruedas, especie de cocina portátil provista de un pequeño mostrador de cristal en la que hervía un caldo en que un nativo delgado como una espingarda cocía fideos de distintos tamaños y colores. La parroquia se arremolinaba junto a los carros y transportaba los humeantes cuencos de sopa a unas mesitas desvencijadas con taburetes a su alrededor, sobre las que campeaban recipientes llenos de guindillas de varios colores. Sobre un mostrador de madera, una nativa entrada en carnes decapitaba ranas que extraía de un gran cesto de mimbre colocado a su lado. Otros puestos vendían pájaros enjaulados que los clientes compraban para soltarlos al aire con objeto de salvar unas vidas y acumular méritos con vistas a una próxima reencarnación. Tras sortear los puestos, se ingresaba a un patio cercado por un muro bajo de mampostería; en el interior se acumulaban las pagodas blancas, pequeñas y macizas levantadas con fines devocionales por generaciones de fieles. Al trasponer el muro, por una puerta flanqueada por leones de escayola, se ingresaba a un espacio distinto, de ritmo más sosegado, en que los fieles deambulaban en silencio. A la puerta del templo propiamente dicho, el calzado formaba montones abigarrados en que se juntaban las zapatillas de lona y las alpargatas más toscas, botas de agua y zapatos de plástico en confusa mezcolanza. Los tres viajeros se despojaron de los zapatos, que depositaron con cierta aprensión junto a uno de los montones.
-Oye, aquí no nos quitarán los zapatos, ¿verdad?
-¡Cómo se te ocurre! – se indignó Rafael desanudando unas botas tobilleras de piel vuelta con suela de tocino y embutiendo en ellas unos calcetines blancos largos con franjas de color junto al elástico- no te van a quitar los zapatos en un templo.
-Bueno tú sabrás – contestó Luis mirando con ojos cargados sus mocasines de cuero.
El interior estaba presidido por una gigantesca estatua del Buda cubierta totalmente de pan de oro, hasta el punto de borrar en algunos sitios las facciones. Los fieles, respetuosos, pegaban minúsculos rectángulos de oro en la figura salmodiando letanías incomprensibles. Rodeaban la imagen, a guisa de halo, unos tubos fluorescentes de colores chillones. Junto a la estatua humeaban pebeteros cargados de incienso y guirnaldas de flores cuyos vivos colores contrastaban con el brillo uniforme del oro cubriendo las serenas facciones del Buda, iluminadas por la luz sin sombras del neón. Unos fieles, en silencio, se arrodillaban ante la estatua, bajando la cabeza hasta el suelo. Las manos, unidas ante la cabeza, sujetaban una solitaria flor, que rozaba el suelo ante la imagen. Otros, sentados en loto, con los ojos cerrados y los dedos dispuestos en distintas mudras devotas meditaban en silencio, y otros aún agitaban en largos cubiletes de bambú unos palitroques largos que posteriormente arrojaban a los pies de la estatua y miraban con atención, para descifrar el oráculo oculto. Las paredes del templo estaban adornadas con pinturas de colores vivos, en que asimismo refulgía el oro, con personajes de rasgos ingenuos y retratos de demonios truculentos que, junto con el neón, concedían al templo un cierto aire de barraca de feria en que reinara un silencio respetuoso. Por todas partes surgían imágenes doradas, gigantescas nagas, serpientes sagradas de vivos colores, con el lomo cubierto de escamas de vidrio enroscadas en las columnas de los templetes, monstruos de brillantes colmillos blancos, grifos alados, demonios colorados y ángeles risueños cubiertos de armaduras rutilantes. El ojo parecía perderse entre tanta decoración atormentada, que daba una impresión de superabundancia vegetal, orgánica, de jungla abigarrada y violenta en que circulaban, en silencio, algunos monjes con la cabeza rapada y una túnica de color teja, sonrientes y pacíficos.
A la salida del templo, Rafael se encontró con que le habían sustraído las botas. Resoplando de indignación, especialmente ante la disimulada risa de Luis, se despachó a gusto contra los ladrones que aprovechaban el interés cultural para privar a la gente de sus pertenencias, llamando la atención de un grupo de nativos que, en corro, reían alegremente y charlaban animados entre sí. Cuanto más se indignaba Rafael, más reían los nativos, y al final Luis y Jaime hubieron de sujetarle para que no se enzarzara en una pelea. Le molestaba especialmente que los zapatos de los otros dos no hubieran sido objeto de las atenciones de los ladrones. Por fin, tras sortear unos cuantos charcos, Rafael se hizo, en un puesto cercano, con unas zapatillas de deportes falsificadas, que cambió por dos paquetes de cigarrillos americanos y un mechero de plástico desechable. El éxito en la operación de truque, en la que creía haber salido favorecido, apagó un poco su indignación por la pérdida de sus flamantes botas que, mantenía, le habían acompañado en numerosas expediciones a lo largo y ancho de tres continentes.
La visita turística continuó a las implacables órdenes de Rafael, cuyo entusiasmo cultural no había sufrido merma alguna por la desaparición de sus adoradas botas. Ahora, eso sí, ponía mas cuidado al despojarse de las recién adquiridas zapatillas y se ahorraba las observaciones que había prodigado a Luis sobre la imposibilidad de que fieles observantes de la religión fueran a despojarles de los zapatos; el incidente parecía haberle inyectado una cierta dosis de realismo, al tiempo que un gusto perverso por vengarse de sus dos acompañantes, plenamente inocentes de la sustracción de su calzado pero que, al no haber sido distinguidos con las atenciones de los ladrones, eran, de alguna manera, culpables del robo. Su venganza tomaba forma insistiendo en la necesidad de verlo todo, pese a la renuencia de los otros dos; se había convertido en un auténtico obseso del turismo y había asumido como propia el ansia de venganza de los guías turísticos en cualquier latitud, obligados a trabajar para entretener el ocio de otros y totalmente dispuestos a hacer pagar a sus víctimas esa circunstancia: no de otra manera puede explicarse que las visitas turísticas siempre comiencen a unas horas absurdas y acaben justo en el momento en que el tedio es la única opción que le queda abierta al sufrido turista. De cualquier forma, era inútil intentar convencer a Rafael de que el exhaustivo turismo cuantitativo al que estaba forzando a sus acompañantes era inútil, porque ambos estaban tan adormilados que nada podían ver, y peligroso, pues si conseguían sacudir la modorra podían ponerse violentos. El desfile de templos continuó, interrumpido solamente por una apresurada comida en la que Rafael volvió a ejercer sus ansias dictatoriales, obligando a sus dos acompañantes a comer solamente fruta y bien pelada, en evitación de posibles accidentes digestivos que entorpecieran su obsesiva campaña de visitas. La proliferación de templos, monasterios e imágenes del Buda no permitía la indivualización de ninguno, y los viajeros solamente podían extasiarse ante lo desmesurado, como las 729 pagodas del Kutho-Daw, en cada una de las cuales se custodia una lámina de alabastro que contiene, tallada en la piedra, el texto de una página de las escrituras budistas, el Tripitaka.
Al caer la noche, los tenderetes de los templos se iluminaban con velas y luces de carburo; en un escenario de madera, apresuradamente levantado en una explanada, se representaba una obra teatral de carácter religioso, seguida por un público atento y vocinglero, que consumía extrañas golosinas de colores refulgentes. Los viajeros, rendidos, regresaron a su alojamiento a bordo de una tartana tirada por un caballejo, medio de transporte generalizado en la ciudad. El sonriente auriga se ofreció como intermediario en operaciones de cambio de moneda, adquisición de bienes de consumo y venta de antigüedades. Solamente la última oferta despertó un cierto interés entre los viajeros, y el sonriente conductor extrajo de sus bolsillos algunos objetos de pequeño tamaño envueltos en papel de periódico, y que resultaron ser adornos arrancados de monumentos. Tras un breve chalaneo, los viajeros adquirieron sendas figurillas, con el consiguiente remordimiento, preocupados por el expolio del patrimonio cultural, ante la suprema indiferencia del vendedor cuyas inquietudes eran mucho más materiales que espirituales.