Revista Expatriados

Botatung (5)

Por Tiburciosamsa
V
Los reyes birmanos, amén de desembarazarse de sus familiares, solían trasladar la capital después de su subida al trono, pero aprovechaban las ventajas del emplazamiento, de forma que las capitales se suceden a escasa distancia una de otra. La decisión del emplazamiento correspondía a los astrólogos de la Corte, pero sus decisiones estaban mediatizadas por consideraciones de naturaleza política. Los brahmanes de la Corte enterraban en cada una de las esquinas de la ciudad gigantescas tinajas de aceite de palma, que regaban con la sangre de siete niños y siete niñas escogidos entre los más agraciados de la población, para propiciar a los espíritus del lugar. Cada siete años se descubrían las tinajas, y si una de ellas aparecía rota, la capital debía ser trasladada y procederse a una nueva fundación, al considerarse la rotura una evidente señal del descontento de los genios. La ciudad era abandonada, los palacios, de madera tallada, se transportaban a un nuevo emplazamiento y solamente los templos de piedra y ladrillo quedaban en el anterior emplazamiento, donde eran lentamente engullidos por la jungla. Así, Awa. Aamarapura y Sagaing rodean el emplazamiento de Mandalay, salpicando la selva de blancas construcciones a medias asfixiadas por el exuberante crecimiento vegetal. Como el cambio de capitalidad afectaba a la Corte, el anterior emplazamiento sigue habitado, y en derredor de los majestuosos templos se levantan construcciones temporales de madera que alojan a una abigarrada mezcla de campesinos, marineros de agua dulce y guías turísticos aficionados, con el ocasional tenderete de comida para saciar los apetitos físicos, que no espirituales, de los turistas.
A uno de los tenderetes llegaron de mañana los tres viajeros después de una noche más tranquila que la pasada en la carretera, dispuestos a solazar las ansias culturales del implacable Rafael, ya con el escaso equipaje cargado en la furgoneta para salir de Mandalay rumbo a otra antigua capital, Pagan, situada río abajo sobre el Irawady. Aún quedaba por dilucidar la cuestión de si el viaje se haría por el río o por carretera. En opinión de Luis, cualquier cosa era preferible a las infames carretera del país, y argüía que, por lo menos, el río no tendría baches, pero Rafael no estaba tan seguro de que el transporte fluvial fuera el más adecuado. Jaime prefería no opinar, aunque sus anteriores experiencias en ríos no eran precisamente tranquilizadoras y estaba empezando a sospechar que arrastraba un gafe especializado en lo que a ellos se refería, pues en cierta ocasión había naufragado en el Mississipi y en otra le había arrastrado una riada en Marruecos. Su última experiencia fluvial tampoco había sido muy alentadora, pues al bajar por el Chao Pyia en un barco de vela, hasta hacía poco propiedad de un traficante de drogas, le había pillado la cola de un tifón tropical y no recordaba haberse desplazado nunca a tanta velocidad; de todas maneras, prefería guardar silencio para no ser acusado de supersticioso y miedica por sus acompañantes. Como la única forma de decidir el medio de transporte era comprobar las características de la nave, los viajeros decidieron dejar la exploración cultural para más tarde y dirigirse al puerto fluvial para ver el barco.
El barco en cuestión resultó ser una especie de gabarra de poco calado, de unos 30 metros de eslora y con una superestructura de madera sujetada por pilotes, bajo la que se guarecía el pasaje. La duración del viaje, les informaron, era de 26 horas, pero algunas veces la existencia de barras de arena en el río las podía alargar sensiblemente. Existía la posibilidad de viajar en camarote, situado en la mencionada superestructura de madera, pero el calor era, ya esa hora de la mañana, sofocante; por otra parte, el barco estaba ya lleno de pasajeros y sus animales de compañía, gallinas, cerdos y conejos principalmente que ocupaban prácticamente todo el espacio disponible. Con gran alivio de Jaime, los otros dos expedicionarios decidieron no arriesgarse en el río, y por lo tanto, resignarse a que la carretera les moliera los huesos una vez más.
Las tres antiguas capitales fueron, a su vez, exhaustivamente visitadas, alternando la tartana con la furgoneta, sin apenas tiempo para gozar de la paz de las pagodas semiderruídas, ya que Rafael no estaba dispuesto a alternar el turismo con la meditación, como hubiera correspondido por paralelismo con los medios de transporte, e imponía a los otros dos su vocación de líder y explorador, vengándose de la sustracción de sus botas en sus dos acompañantes. No había forma de hacer remitir su furor; ya le suplicara Luis que cediera en su feroz ansia de mirar todo lo que la guía sugería, ya le objetara Jaime que su actitud era un acicate para que le despojaran también de las zapatillas deportivas conseguidas mediante el procedimiento del trueque, Rafael seguía impertérrito, deteniéndose solamente para apretar el disparador de la cámara de fotos, que oprimía con decisión, casi con saña, como si se tratara de una de sus mercancías favoritas. Jaime y Luis se colocaban ante los monumentos siguiendo sus instrucciones, convencidos de la inutilidad de oponerse a semejante avalancha de voluntad turística.
Una vez descartado el transporte fluvial y cumplidas hasta la saciedad las obligaciones turísticas, los viajeros se acurrucaron de nuevo en la furgoneta, dispuestos a continuar viaje hacia Pagan, primera capital de los birmanos, erigida a expensas de los Mon, como señaló Jaime, que había recuperado la guía de manos de Rafael, cuyo desinterés por esa y otras historias contrastaba vivamente con el apasionamiento que demostraba a la hora de visitar los monumentos. Llovía a cántaros y el agua batía sobre la lona de la furgoneta con un sonido un tanto lúgubre, de tambor destemplado; el agua difuminaba el paisaje y la luz no permitía continuar la lectura de la guía. Jaime encendió otro de los verdes cañutos repartidos por el conductor para ayudar a los turistas a conciliar el sueño.

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