El espía parecía haberse olvidado de ellos después de aguarles el viaje, y su falta de atención era un elemento más de preocupación en la espera. El hombre debería pensar que, una vez cumplido lo que sin duda consideraba su deber, ya nada tenía que hacer allí y que era preferible que los acontecimientos siguieran su curso, lo que constituía una permanente amenaza para los viajeros, que no podían estar seguros de que la amonestación y el cambio de planes resultara castigo suficiente para la infracción de la omnipresente norma o si, en aras de la fijación de los términos de la realidad subyacente, debía hacerse objeto a los infractores de un castigo mayor, de carácter ejemplarizante. Una interpretación comercial del asunto se basaría en términos de beneficio, y de ella se desprendería que el funcionario ya habría obtenido beneficio suficiente de carácter moral al haber denunciado la infracción, a la vez que el Estado estaría en condiciones de obtener un beneficio material al cobrar a los turistas el precio inflado del transporte ferroviario en que deberían llevar a cabo la vuelta. La interpretación filosófica abonaba un castigo ejemplar, al afirmar la prerrogativa de la autoridad de definir la realidad de forma absoluta a través de sus propias normas, por arbitrarias que pudieran resultar, especialmente a la luz del carácter ilusorio de la realidad misma desde los postulados filosóficos reconocidos incluso por el régimen político. Desde el punto de vista marxista, formalmente aceptado por el régimen, cabía preguntarse si la superestructura jurídica prevalecería sobre la infraestructura real, lo que, dado el carácter nebuloso de la realidad, no conducía precisamente a consecuencias halagüeñas, salvo que el carácter ilusorio de la realidad se hiciera extensivo a la superestructura en cuestión, lo que, por meras leyes físicas era bastante probable. En resumen, una ardua cuestión filosófica en la que entretener la forzada inactividad.
La tarde se deslizaba lentamente y solamente cabía aguardar a la salida del tren nocturno que, ya de forma legal, les depositaría de vuelta en la capital. La puerta de la habitación se abrió y el captor hizo acto de presencia. Lucía ahora la característica sonrisa y llevaba en la mano tres billetes de tren que procedió a entregar a los retenidos viajeros, cargándoles el inflado importe característico de las ventas legales, y apuntando el precio en cada uno de los papeles destinados a reflejar todas las transacciones oficiales con vistas a no eludir las normas cambiarias. El espía estaba ahora la mar de amable, e indagaba sobre la experiencia turística de los tres viajeros, que se resistíanproporcionar cualquier información, no fuera a ser que alguna palabra de más tuviera efectos perjudiciales. Con el billete de tren en la mano estaban más tranquilos ya que, pensaban, de producirse cualquier otro contratiempo, por lo menos estarían en la capital, que ya tendría mejores instalaciones penitenciarias que el pueblo donde, hacía ya tanto tiempo, habían degustado los churros orientales. En cualquier caso, el espía prodigaba ahora su amabilidad y se extendía sobre las posibilidades turísticas del país y la conveniencia de visitarlo de la mano del operador que mejor conocía el terreno y que, además, tenía la inmensa ventaja de ser el único legalmente habilitado para enseñarlo. En ocasiones, su sonrisa y su insistencia en las bondades de la agencia turística oficial, parecían encerrar una cierta disculpa por su actuación anterior. Fingieron, de todas formas, no entender lo que su captor les decía, encogiéndose de hombros ante las preguntas y obsequiándole con sonrisas tan relucientes como las que él mismo ostentaba, falsas de solemnidad, pues, al tiempo que sonreían, mascullaban todo tipo de maldiciones dirigidas al probo funcionario turístico, posiblemente una de las pocas personas insobornables que debían quedar en el país. También era posible que el funcionario no fuera tan insobornable, sino que, debido a la desmonetización del dinero, considerara que no merecía la pena pringarse y tener que cargar con un fardo de billetes de baja denominaciónde considerables proporciones. Solamente sacaron en claro de la visita que la oficina de turismo les facilitaría el transporte hasta la estación de ferrocarril, que ya era algo.
La legalidad no concedía a la furgoneta de la agencia oficial excesivas diferencias con respecto a la pirata. De hecho, el modelo era el mismo y, salvo por la ausencia del bidón de gasolina y la existencia del logotipo oficial pintado en una de las portezuelas, el transporte tuvo las mismas características de incomodidad y continuo bamboleo que el anterior. Compartieron el traslado otros dos turistas, no se sabía si aprehendidos por la incesante vigilancia del Delegado o entregados por voluntad propia a los cuidados oficiales de la compañía. La estación no estaba lejos, y los tres viajeros apenas si tuvieron tiempo de despotricar un poco más contra el malvado Delegado, que se había instalado en el asiento delantero junto al conductor con la consiguiente intranquilidad por parte de los ilegales viajeros, que ahora se arrepentían de no haber sido más amables con él, no fuera a acarrearles más problemas.
La estación era un edificio de ladrillo rojo, más apeadero que otra cosa, con una sola sala de espera, abarrotada, y una marquesina de metal sobre el andén para proteger de la lluvia, tan deteriorada como el resto de las instalaciones. En el andén se agolpaban los nativos y los turistas, a la luz de unos quinqués de carburo y una mortecina farola eléctrica alimentada por un grupo electrógeno bastante vetusto. Una joven turista hacía juegos malabares con tres naranjas para entretener la espera. Llegó el tren, reliquia de la época imperial británica, resoplando por todas las junturas, y los viajeros se instalaron el vagón reservado a extranjeros, en unos desvencijados asientos de peluche, tras colocar el escaso equipaje en una redecilla medio rota. El andén se había llenado de nativos con cestas de mimbre que ofrecían fruta y unos trozos de pollo cubiertos de un polvo rojizo a los viajeros. Tras la adquisición de una botella de ron local, destinado, como los verdes cigarros ilegales, a permitir conciliar el sueño, el tren se puso en movimiento, saltando sobre las imperfectas juntas de los raíles, y resoplando penosamente. No había más luz que la de una lamparilla en un extremo del vagón y la de las brasas de los cigarrillos de la concurrencia, todos extranjeros de diversas procedencias. El tren se movía casi más de lo que lo había hecho la furgoneta, y los viajeros debían aferrarse al reposabrazos para no ser lanzados al suelo por el incesante traquetreo. En todas las estaciones se repetía el espectáculo de los vendedores voceando su mercancía, a veces desde el otro lado de una alta valla de metal que aislaba las vías, rota de trecho en trecho por la industria de los mercaderes de comida. Luego el tren volvía a adentrarse en la noche, renqueando penosamente. El ron empezaba a surtir efecto y los viajeros dormitaban, cabeceando al ritmo espasmódico del convoy. De pronto, un grito rasgó la impenetrable noche birmana:
¡¡¡Gol, gol de Butragueño, gol!!!